Mis queridos hermanos y amigos:
La vida está llena de incertidumbres. Que sea así, lo constatamos una y otra vez en la existencia diaria de nuestras familias, de nuestros amigos y de nosotros mismos, incluso en relación con los bienes que más estimamos y con las personas que más queremos. La salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, el éxito o el fracaso profesional, perder el empleo y asegurar la empresa, la felicidad y la infelicidad, la vida y la muerte… son realidades primarias y decisivas en nuestra existencia que se escapan a nuestro control y a nuestra capacidad de dominarlas ¡Estamos rodeados de incertidumbre! ¿Y que decir de la fragilidad de nuestras fidelidades personales en el matrimonio y en la familia, en las amistades, en el mundo del trabajo y de la política; más aún dentro de la comunidad cristiana, en la misma Iglesia?
Podría pensarse que en una cultura de masas, como la nuestra, donde las encuestas y los pronósticos en todos los campos de la vida social, son tan frecuentes y donde se adelantan y predicen resultados con una creciente y autosuficiente seguridad, que el tiempo de las incertidumbres ha terminado, que la historia personal y colectiva está ya en nuestras manos. ¡Nada más tentador y engañoso! Los acontecimientos, que van entretejiendo día a día la realidad de nuestra vida en lo personal, en lo social y en lo político, vienen a demostrar una y otra vez que el futuro, el futuro definitivo, no es nuestro, ¡es de Dios! Y, cuanto más se empeña el hombre en querer desmentirlo y desconocerlo, como nos ocurre ahora en esta situación tan delicada de crisis generalizada en la que nos encontramos, más evidente aparece la certeza de que sólo en Dios puede reposar nuestra esperanza. Sólo en Él y con Él es posible edificar la vida sobre sólido fundamento y sin incertidumbres; conociendo su razón de ser y su destino, aquí y ahora, en el más allá y siempre.
El Adviento, situado al iniciarse el Año litúrgico como su prólogo espiritual y eclesial, nos invita de nuevo a afrontar el presente y el futuro de nuestras vidas con una renovada mirada del alma iluminada por la fe que purifica, sana y eleva las perspectivas de la mera razón humana, tan quebradiza y débil ante las tentaciones del espíritu del mal, del mundo y de la carne; inclinada tantas veces a declarar que no hay verdad, ni hay verdades. Verdades ciertas sobre el mundo, sobre el hombre y, menos, sobre Dios. ¿Y, sin verdad sobre la existencia del hombre sobre la tierra y su sentido como puede ser vivida ésta con esperanza?
La luz de la fe, que se enciende simbólicamente con las velas de la Corona del Adviento, disipa toda duda al respecto y alumbra la esperanza. Una certeza se nos revela inconmovible: ¡el Señor viene de nuevo a nuestras vidas! Viene al mundo, al mundo de nuestros días; viene a todos y a cada uno de nosotros; viene a salvarnos. Y viene a través de la Iglesia, que trata de acogerlo en su seno materno, imitando a aquella mujer que es su Madre, María, la Virgen Santísima. Aquella doncella de Nazareth, elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, abrió su corazón con sencilla humildad y con total confianza a la voluntad del Señor: ¡a su gracia y a su amor!
Ella es nuestro modelo para iniciar este nuestro Adviento que el Señor nos regala. Puesta la mirada, como Ella lo hizo, en el que viene a traernos ¡renovados! los dones de la gracia y de la vida: la certeza de la salvación del pecado y de la muerte. Salgamos a su encuentro “acompañados por las buenas obras”, como reza la oración-colecta de este su primer Domingo, y precedidos por una nueva y más honda apertura de la mente y del corazón a su luz. ¡Salgamos al encuentro con Él, el Hijo de Dios, el Mesías prometido, el Salvador!
Emprender de nuevo el itinerario de nuestra existencia en este mundo con Jesucristo, que es “el camino, la verdad y la vida”, debe ser la meta de todo tiempo de Adviento, vivido en la comunión de la Iglesia, y, mucho más en este año 2010/2011, en el que toda nuestra comunidad diocesana se prepara para un excepcional encuentro de los jóvenes de toda la Iglesia con Él. Encuentro presidido por el Sucesor del Pedro, el Papa Benedicto XVI, en la JMJ, en Madrid, el próximo mes de agosto. Un propósito nos guía, en comunión con el Santo Padre: que arraiguen y edifiquen su vida en Cristo con gozo y decidido compromiso: ¡firmes en la fe!
A esa Virgen del Adviento y de la Esperanza, la Madre del Señor que viene y Madre nuestra, a la Virgen que en Madrid invocamos fervientemente como Nuestra Señora de la Almudena, encomiendo este excepcional Adviento, en el año de la XXVI JMJ-2011 en Madrid.
Con todo afecto y mi bendición,