La Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María es una Fiesta de la Iglesia Universal y muy especialmente una Fiesta de la Iglesia en España; más aún, una Fiesta de España misma. El próximo 25 de diciembre, día de la Natividad del Señor, se cumplirán 250 años de la publicación de la Bula “Quantum Ornamenti” del Papa Clemente XIII en la que se proclamaba a la Virgen María, en el Misterio de su Concepción Inmaculada, Patrona de los Reinos de España a uno y a otro lado del Atlántico. El Papa actuaba no de “motu propio”, por propia iniciativa pastoral, sino movido por una súplica del nuevo Rey de España Carlos III. En el acto del juramento ante las Cortes Generales, el 11 de septiembre de 1759, los Procuradores del Reino le habían pedido que solicitase del Papa “el Universal Patronato de Ntra. Sra. en la Inmaculada Concepción en todos los Reinos de España y de Indias”. Un Real Decreto de 16 de enero del año siguiente 1761 daba oficialidad y validez civil al establecimiento canónico del Patronazgo de “la Inmaculada” sobre España.
La Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María es el fruto litúrgico y espiritual de un multisecular proceso de fe y devoción marianas que la Iglesia vive desde los primeros siglos de su historia como la apropiación progresiva de la honda y bella verdad de todo lo que significa la figura de María, la Madre de Jesús, en el Misterio de su Hijo: Hijo Unigénito de Dios y Salvador del hombre. Se trata de una historia apasionante y conmovedora en la que los protagonistas no son solamente los teólogos, los hombres del pensamiento tantas veces egregio y siempre sutil; sino sobre todo el pueblo cristiano que con su fina intuición de lo que contiene el lenguaje y la tradición de la fe común, vivida en su plenitud católica, se adelanta y vitaliza la construcción intelectual de los mejores maestros de la teología. A las famosas y seculares disputas teológicas entre “escotistas” y “tomistas” les precede y acompaña “la devotio moderna” y el fervor creciente de los fieles por la Madre de Dios. En la España del Renacimiento y del Barroco la devoción por “La Inmaculada” alcanza a las capas más hondas e íntimas de la conciencia popular e inspira las obras más geniales de la cultura y el arte de esos “siglos de oro”. La joven Compañía de Jesús se sumará desde muy pronto a la tesis de Duns Scoto de que María había sido concebida sin pecado original. María es Purísima originariamente desde el seno materno; antes, durante y después del parto de su Hijo Jesús. La cuestión “inmaculista” apasionaba a las almas más sencillas. Se podía llegar al tumulto popular como en Sevilla, en 1613, cuando en un sermón de la Virgen el predicador se permitió poner en duda la verdad de “la Inmaculada Concepción”. El Rey Felipe III se verá obligado a constituir “la Real Junta de la Inmaculada” para la defensa en la Iglesia y en la sociedad de la tesis “escotista”.
El momento clave de esa historia se produce cuando el Beato Pío IX “declara, proclama y define” que “la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles”. Con esta promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, el Papa ponía fin a una intrincada y prolongada controversia teológica, la “controversia inmaculista”; anticipaba, además, por la vía de los hechos canónicos las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre el Primado del Romano Pontífice y la infalibilidad de su magisterio que definiría, años más tarde, el 18.VII.1870, la “Constitución Dogmática I sobre la Iglesia de Cristo” y, sobre todo, abriría un nuevo y fecundo capítulo de la espiritualidad y de la devoción mariana del pueblo de Dios, cuya importancia y trascendencia para el futuro de una Iglesia, que quería estar cercana al hombre moderno, se pondrían pronto de manifiesto.
La “Revolución” le había dejado vacilante en su fe, alejado de Dios, impotente ante las tragedias del dolor humano, confuso y trasteado por tantas propuestas de “paraísos en la tierra” irrealizables siempre y origen de violencias sociales muchas veces. Cuatro años después de la definición dogmática, en el duro invierno de 1858, en un remoto y desconocido pueblecillo al norte de los Pirineos franceses, llamado Lourdes, se apareció la Virgen dieciocho veces a una muchacha campesina, Bernadette de Soubirous, a la que se presenta como “la Inmaculada Concepción”. A su pregunta, quién era “la misteriosa Señora”, ésta le responde: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. ¿Su mensaje?, muy sencillo, ¡puro Evangelio! Es posible y necesaria la conversión porque el pecado ha quedado vencido por la misericordia de Dios; del Corazón de su Hijo, clavado en la Cruz, fluye abundante para todos los pecadores; en los sacramentos de la Iglesia se encuentra la gracia del perdón y de la vida nueva. Las recomendaciones concretas sobre la capilla, el descubrimiento del manantial, el rezo del Rosario… invitan a andar el camino de la penitencia guiados por María “la Inmaculada” hasta dejarse perdonar y amar por su Hijo. “María Inmaculada”, desde la Gruta de Lourdes, como una lámpara permanentemente encendida en el día a día del hombre de nuestro tiempo, les mostrará dónde se encuentra la fuente de su curación integral: de la sanación de su cuerpo enfermo y herido y de la salvación de su alma, siempre tentada a encerrarse en el fatal círculo del “amor a uno mismo”.
La fuente era Cristo, el Hijo de Dios y el Hijo de María: ¡su amor redentor! La omnipotencia de ese amor se había revelado en María, su Madre, en forma sublime; librándola, desde el primer instante de su concepción, de la causa original del mal -¡el pecado!- y preparándola para ser su Madre y la Madre de todos los hombres. Una Madre “divina” en verdad; aunque profunda y tiernamente humana. Ella nos enseña como nadie el método de “alcanzar amor”: el de la sencillez y la transparencia de corazón. Siguiendo su ejemplo, sabremos “hacer lo que Él nos mande” y, apoyándonos en su intercesión, asumiremos los mandamientos del Hijo, su Hijo Jesucristo, el Redentor del hombre, como “un yugo suave y una carga ligera”. La Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen Madre no ha perdido en este año 2010 ni un ápice de su actualidad. La situación crítica, en la que estamos inmersos, como ha acontecido en todas las crisis históricas del pasado siglo, nos urge a volver a las fuentes de la razón y de la fe, de la vida espiritual y de la conciencia renovada… ¡de la auténtica libertad!: ¡a Cristo! María Inmaculada, Patrona de España, nos muestra el camino. Sigue a nuestro lado. En Ella, alumbra la esperanza: la esperanza de la vida verdadera, la esperanza de la gloria.