Homilía en la vigilia de oración por la vida

Catedral de La Almudena

4.7.1998; 21,00h.

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

ANUNCIAMOS EL EVANGELIO DE LA VIDA

«El Evangelio de la Vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas» (EV,1).

Ese Evangelio es el que queremos anunciar y celebrar esta noche en esta Vigilia de Oración por la Vida en la Catedral de Nuestra Señora la Real de La Almudena. Lo queremos hacer con esa «intrépida fidelidad» que nos pide el Papa en esta hora de la Iglesia en España y en Madrid, signada por una de las mayores amenazas a la vida que ha conocido el hombre contemporáneo: la del aborto masivo, admitido y propiciado por la sociedad y el Estado.

Lo queremos hacer con la proclamación de Aquel que es la Palabra, en la que «estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» y que «se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jo. 1,4 y 14). Y con la celebración del Sacramento de la entrega de su Cuerpo y de su Sangre por la Vida del mundo.

UNA NUEVA AMENAZA A LA VIDA HUMANA

Mañana se cumplirán trece años desde que en España el Estado se ha desentendido de la protección de los seres humanos más débiles e indefensos: los niños no nacidos cuando se encuentran en determinadas circunstancias contempladas por la ley llamada de «despenalización del aborto». Si la ley abría el portillo para la facilitación indiscriminada del aborto; su aplicación, regulada con enorme laxitud, producía lo que cualquier observador objetivo podía prever sin mayor esfuerzo: esas pavorosas cifras de centenares de miles de abortos legales que se conocen ya con una aproximación casi exacta ¡Cómo pesan sobre nuestras conciencias –sobre la conciencia de todos–! Se han convertido ya en una losa psicológica, moral y espiritual que amenaza ahogar los sentimientos y las convicciones humanas más elementales sobre todo de los más sencillos y más expuestos a la influencia poderosísima de los grandes medios de comunicación social. Y aún pretenden algunos grupos políticos ampliar los supuestos del aborto legal hasta la total desprotección del no nacido en los tres primeros meses de su gestación…

Porque si ya es extraordinariamente grave que el Estado deje de cumplir con uno de los deberes más fundamentales, que se encuentran en la base misma de su legitimación ética la defensa eficaz del derecho a la vida de toda persona humana inocente desde que es concebida en el seno de su madre hasta la muerte, mucho más grave resulta el que, por el efecto pedagógico que se sigue inevitablemente de las leyes y de las iniciativas políticas que las preceden y acompañan, se propague y apoye sin escrúpulo alguno la idea de la licitud moral del aborto. Lo que ello supone de avance en el proceso de despersonalización del hombre o, lo que es lo mismo, de negación de su carácter personal es tal que un distinguido filósofo español ha podido afirmar con razón: «la aceptación social del aborto, es sin excepción, lo más grave que ha ocurrido en este siglo que se va acercando a su final» (J. Marias, Sobre el Cristianismo , Barcelona 1997, 108). La argumentación que se emplea a favor del aborto se revela, por otro lado, como especialmente perturbadora de las conciencias. Se coloca a la madre frente al niño no nacido; se afirman los derechos de la madre en contra de los derechos de su hijo, precisamente en el estadio de la vida en el que se encuentra más indefenso. ¿Es que hay alguien capaz de creer seriamente que por esta vía de muerte se pueden resolver con verdad y con amor los problemas que afligen tantas veces a las madres que esperan a un niño: problemas de salud, dificultades afectivas, sociales y económicas, etc.? El aborto mata la vida de los no nacidos y hiere moralmente la conciencia y la esperanza de sus madres.

Pero aún nos deben doler más las vacilaciones y la tibieza que se constatan entre nosotros, dentro de la comunidad eclesial, a la hora de acoger y seguir el Magisterio de la Iglesia en esta materia. Tanto más cuanto se ha manifestado tan coincidente e inequívoco que sus enseñanzas no pueden por menos de ser consideradas como expresión auténtica de exigencias fundamentales del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Por ceñirnos a nuestra época, baste recordar lo que enseña de forma tan solemne el Concilio Vaticano II, que no duda en calificar al aborto «como crimen nefando» (cfr. GS, 51) y, luego, las reiteradas enseñanzas de Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Su insistencia y coherencia son admirablemente rectilíneas, y su eco en el Episcopado universal, unánime. No en vano, por ello, nuestro Santo Padre Juan Pablo II ha podido ofrecer a la Iglesia recientemente como un compendio vivo del testimonio apostólico de todo el Colegio Episcopal sobre el derecho a la vida en el umbral del III Milenio esa bellísima, penetrante y actualísima fórmula para reflejarlo y condensarlo de EL EVANGELIO DE LA VIDA, expuesto en una de sus Cartas Encíclicas más empeñativas: la EVANGELIUM VITAE.

¡No!, no podemos ir a la zaga de lo que el Señor nos pide tan nítidamente por la voz de su Iglesia en la defensa y promoción del derecho a la vida de los más débiles, pobres e inocentes –los no nacidos–. No debe ser posible que nadie alguna vez, a través del juicio de la historia, sobre todo de la examinada a la luz del Espíritu Santo, levante frente a los católicos españoles de hoy la acusación de omisión y desidia cobardes cuando se trataba de defender una de esas causas, perdidas a los ojos del mundo, pero valiosísimas ante la mirada de Dios, en las que el amor de Cristo pide a todos los hijos de la Iglesia fortaleza apostólica ante los poderosos de la tierra. Que no se nos pueda reprochar nunca que no hemos sabido sintonizar con la respuesta de Pedro que, requerido con Juan y los demás Apóstoles por el Sanedrín, terminantemente y con intimación de graves amenazas, para que no hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús, responde: que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (cfr. Hech. 4,16-19;5,29).

Anuncio y testimonio del Evangelio de la Vida es lo que se nos reclama con urgente gravedad: aquí y ahora. Proclamado con verdad y ofrecido con amor: con la Verdad y el Amor de Cristo Crucificado. La Palabra de Dios, que acabamos de escuchar, ilumina la llamada, la concreta en imperativo cristiano de conducta privada y pública, y la transforma en impulso apostólico.

«FESTEJAD A JERUSALEM, GOZAD CON ELLA» (Is.66,10)

Se ha terminado ya el imperio de la muerte que se cernía sobre la humanidad y el destino de cada hombre. El Mesías que esperaba Isaías el Profeta, para recrear esa Jerusalén nueva, plena de gozo, fecunda de vida, fuente de paz y de consuelo, donde Dios acariciaría a los hijos de los hombres como una madre que consuela a su niño acogido a su regazo y en la que nuestros huesos florecerían como un prado (cfr. Is. 60,10-14), ese Mesías ha venido ya. Es Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, el hijo de María, la Doncella de Nazaret. Con el sacrifico de su Cruz y el triunfo de su Resurrección ha hecho descender del cielo esa ciudad nueva, «la Jerusalén Celestial», presente en su Iglesia, erigida como una señal de vida, a la manera de un sacramento de la unión de Dios con los hombres, en medio de las naciones. En ella se recibe el don más esencial y sublime que todo hombre anhela y espera: la victoria sobre la muerte o, lo que es lo mismo, el ser amado misericordiosa e infinitamente por Dios.

Si han crecido en el mundo una realidad y una certeza indestructibles e imborrables, esas son las del valor incomparable de toda y cada persona humana desde que es concebida en el seno de su madre hasta la eternidad. Si alguien por la ofuscación del primer pecado podría dudar y vacilar de lo que era, significaba e importaba el ser hombre como creatura, imagen del Dios vivo, ello ha quedado insuperablemente aclarado y revelado cuando sabemos que «el Hijo de Dios , con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (cfr. GS, 22; EV,2) «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jo. 3,16).

La vida que recibe el hombre cuando es engendrado en el vientre de su madre es la de aquél que ha sido llamado y destinado a ser hijo de Dios. Su valor es sagrado ¿Quién puede sino Dios atribuirse el señorío o dominio sobre ella? Nunca hubo un tiempo en la historia en el que Caín pudiera ser justificado. Ahora, cuando la sangre de Cristo ha sido derramada como la del nuevo y definitivo Abel, infinitamente menos. ¿Es posible que no apreciemos con mayor «temor y temblor» la sangre de Cristo derramada por nosotros y por nuestra salvación?

«DIOS ME LIBRE DE GLORIARME SINO ES EN LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, EN LA CUAL EL MUNDO ESTA CRUCIFICADO PARA MI Y YO PARA EL MUNDO» (Gal. 6,14)

El precio del valor supremo de la persona humana y de su vida ha sido –y es– la Cruz de Cristo. Jesucristo, ofreciéndose como víctima al Padre para abrir la fuente del amor misericordioso sobre el hombre pecador, lo convocó de nuevo a la Vida, admitiéndole a participar en la Suya con el Padre y el Espíritu Santo. Es la Vida para la gloria, en la que queda asumida y salvada la existencia de la creatura en su peregrinar por este mundo.

Ese precio –el de la Cruz– hemos de compartirlo nosotros abrazándonos a ella, crucificando el mundo para nosotros y a nosotros para el mundo. Valorando y estimando nuestra vida aquí como una vida para la eternidad gloriosa; apreciando y sopesando la vida de este mundo como camino para la eternidad; dispuestos a vivirla en lucha continua e incesante contra nuestros pecados de tal modo que nos dispongamos a aceptar todo dolor y toda contrariedad como oportunidad para la penitencia y para el amor crucificado. ¿Si no estimamos el valor infinito de las almas, como podremos propugnar con un mínimum de credibilidad moral el valor incomparable de la vida corporal, el carácter sagrado del derecho a la vida en la tierra?

El precio del amor crucificado es también el que hay que pagar inexcusablemente en el compromiso cristiano por la protección , el cuidado y la defensa de la vida de nuestros hermanos, especialmente de los más débiles. Ese amor es el que nos permite no desfallecer en la exposición y propagación de la doctrina sobre el derecho a la vida, «oportune et importune»: en los medios de comunicación social, en los centros de enseñanza y en la universidad, en el debate político y cultural… Ese amor es el que nos da fortaleza, sobre todo, para el desarrollo incansable de iniciativas a favor de las madres que se encuentran en la situación dramática de sentir la tentación y el acoso de los que la empujan al aborto. Sí, para promover «la cultura de la vida» se precisa mucho amor, amor purificado y sacrificado, amor auténtico: el amor de Cristo, el único en el que se puede vencer todo egoísmo, todo miedo y cobardía, el que hace posible toda generosidad, toda donación, la entrega limpia y respetuosa del hombre, la instauradora de paz.

«LA MIES ES ABUNDANTE Y LOS OBREROS POCOS. ROGAD AL DUEÑO DE LA MIES QUE ENVIE OBREROS A SU MIES» (Lc. 10,2-3)

El Señor sabía que eran pocos «los otros setenta y dos» que El había enviado para predicar el Evangelio del Reino, dada la magnitud de la mies. Y, por ello, y como primera regla del discipulado, les insta a que rueguen al Dueño de mies que envíe operarios a su mies. Urgía esta oración, porque el Reino que Jesús había venido a instaurar era el Reino de Dios: el Reino de la Verdad y de la Gracia, el Reino de la Vida, del Amor y de la Paz. Cuando la instauración se consume por el triunfo definitivo de su Muerte y de su Resurrección y por el envío del Espíritu Santo a la Iglesia el día de Pentecostés, la desproporción entre el número de los testigos apostólicos y la inmensa tarea de la evangelización continuará siendo patente.

Así nos lo parece también hoy ante el enorme desafío que nos presenta a los creyentes la poderosa «cultura de la muerte» que impregna mentalidad y conductas de nuestros contemporáneos con tanta seducción y fascinación. Pero así como aquellos Doce Apóstoles con Pedro a la cabeza, acompañados por la oración de María e impulsados por la fuerza vigorosa del Espíritu Santo, llevaron el Evangelio hasta los confines de la tierra y «revolucionaron» espiritualmente culturas y pueblos de todo el orbe; también nosotros hoy, aunque parezcamos pocos en la defensa del derecho a la vida, si sabemos ser sus testigos según el modelo apostólico y acogiéndonos al amor maternal de la Virgen, también nos sentiremos capaces de promover una conversión creciente de nuestra ciudad y de toda la sociedad española al valor incalculable de la vida humana. Los católicos portugueses nos acaban de dar un ejemplo impresionante de cómo los débiles ante los hombres son al final los verdaderos y eficaces instrumentos de la fuerza invisible del amor de Dios.

Este es también hoy nuestro profundo convencimiento: cuanto más recurramos al instrumento infalible de la oración humilde al Señor de la Vida, más pronto se abrirán sus caminos para que de nuevo entre nosotros el nacimiento de un niño, el nacimiento de todos los niños concebidos en el vientre de sus madres, pueda ser recibido y anunciado como una buena noticia. No nos es posible ya separar el nacimiento de un niño del nacimiento del Niño que nos ha salvado, Jesús. Es por eso que nuestro objetivo apostólico en esta noche de vigilia de oración y expiación por ese terrible pecado de nuestro tiempo –el aborto por sistema– debería ser: el de que sepamos mostrar a nuestra sociedad con obras y palabras de amor y de vida que por cada niño que nace no cabe otra reacción que la de la alegría, de la verdadera alegría, «la alegría mesiánica», la alegría honda e imperecedera del que ha aprendido que no puede vivirse ya el nacimiento de ningún niño, sino es en la estela luminosa del Nacimiento de Nuestro Salvador (cfr. EV, 1).

¡Quiera Nuestra Señora de La Almudena, Patrona y Madre de Madrid, hacer fructificar esta Vigilia de Oración por la Vida en frutos abundantes de muchos, humildes y valientes testigos del Evangelio de la Vida!

AMÉN.

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