Homilía en la Misa Crismal

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

«Gracia y Paz a vosotros de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muerto, el Príncipe de los reyes de la tierra». Con estas palabras tomadas del libro del Apocalipsis (Ap 1,5) que hemos proclamado como segunda lectura de esta celebración eucarística deseo saludaros en esta Misa Crismal del Año 2000 de la Encarnación y Nacimiento de nuestro Señor especialmente a vosotros, mis queridos hermanos sacerdotes, reunidos en esta concelebración del Presbiterio Diocesano con vuestro Obispo y sus Obispos Auxiliares a la que han querido incorporarse nuestro querido Arzobispo emérito, el Cardenal D. Angel Suquía, el Sr. Nuncio Apostólico en España y sus colaboradores. Concelebración siempre de excepcional valor espiritual y pastoral por su inserción litúrgica en «el ordo» renovado del Triduo Pascual como preludio sacerdotal de la celebración de la Última Cena del Señor. Y, mucho más, en este año jubilar que, por su propio significado evocador del comienzo del nuevo tiempo de salvación, nos remite a los orígenes del Misterio de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

MEMORIA JUBILAR DEL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN EN LA MISA CRISMAL

Hoy más que nunca necesitamos rememorar, en nuestra experiencia personal y en la de todo el Presbiterio diocesano, de quién y de dónde viene la gracia de nuestro sacerdocio, en qué consiste y a quién se la debemos. En el doble sentido: de quién la recibimos y para quién está destinada. En los versículos que siguen del Apocalipsis el mismo autor nos sugiere ya la clave para acertar en la respuesta debida al Señor, a la Iglesia, a nosotros mismos y a los hombres que nos han sido confiados: «Aquél que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5-6).

La celebración del bimilenario del Misterio de la Encarnación del Verbo nos coloca pues en la tesitura ineludible de renovar la experiencia originaria de nuestro sacerdocio. El Santo Padre en su conmovedora Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo del Año 2000, firmada y enviada desde el Cenáculo en Jerusalén, no duda en afirmar en bella expresión teológica: «El Sacerdocio de Cristo no es ‘accidental’, no es una tarea que Él habría podido incluso no asumir, sino que está inscrito en su identidad de Hijo encarnado, de Hombre-Dios. Ya todo, en la relación entre la humanidad y Dios, pasa por Cristo: ‘Nadie va al Padre sino por mi’ (Jn 14,6)». Y San Juan de Avila, nuestro Patrono, uno de los más hondos renovadores de la teología y espiritualidad sacerdotal de todos los tiempos, diría en momentos de decisiva encrucijada para la Iglesia y para la comprensión sacramental del sacerdocio ministerial, subrayando el papel del sacerdote como ministro eucarístico: «Y así hay semejanza entre la santa encarnación y este sacro misterio -el de la Eucaristía-; que allí se abaja Dios a ser hombre, y aquí Dios humanado se abaja a estar entre nosotros los hombres; allí en el vientre virginal, aquí debajo de la hostia; allí en los brazos de la Virgen; aquí en las manos del sacerdote» (Ser 55,235ss).

VOLVER A LAS FUENTES DIVINO-HUMANAS DE NUESTRO SACERDOCIO

La conmemoración del Año Dos Mil de la Era Cristiana ha sido concebida y presentada por el Papa como una ocasión providencial para volver a beber de las fuentes primeras de la fe y de la vida cristiana, para volver a sus orígenes, que no son otros que la Revelación plena del Misterio de Cristo, el Salvador. Así ha ocurrido siempre que la Iglesia ha emprendido caminos de auténtica renovación espiritual y pastoral de sí misma: de sus estructuras, de las que dependen de ella -de «su figura humana»-, y de la vida y compromiso cristiano de sus hijos. Y así ha sido en el Concilio Vaticano II, don del Espíritu del Señor para la Iglesia del tercer Milenio, del que se puede aseverar con Juan Pablo II que «constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo milenio» como el momento de la manifestación de una «nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo» (TMA 18).

Volver a las fuentes humano-divinas de nuestro sacerdocio ministerial con el corazón bien dispuesto, abierto, a la verdad y al amor de Jesucristo, es, por ello, exigencia imprescindible para nosotros, si queremos celebrar esta Misa Crismal del Gran Jubileo obedeciendo a lo que la voz del Espíritu dice a la Iglesia Diocesana de Madrid, a su Obispo y Presbiterio.

Urge, en primer lugar, que retornemos «al origen» más concreto y fontal de nuestro sacerdocio con los ojos del espíritu y con una humilde y sincera emoción del alma que se atreve incluso a despertar y motivar la propia imaginación: la Última Cena del Señor con los suyos, los Doce, próxima la Fiesta de la Pascua judía de aquel año, el más trascendental para la historia del hombre. ¿Por qué no imaginárnosla interior y exteriormente al hilo de los relatos evangélicos, como el Santo Padre lo hace en su Carta desde el Cenáculo? La escena de Jesús sentado a la Mesa, rodeado de los Apóstoles, ha sido representada en las más geniales obras del arte escultórico y pictórico que se conocen en la historia de la civilización cristiana. Ha sido recreada y expresada en formas espirituales y literarias que pertenecen al mejor tesoro doctrinal y vivencial de los santos y místicos que han enriquecido a lo largo de todos los siglos la vida y comunión de la Iglesia ¿Por qué no la vamos a revivir nosotros ahora, en la intimidad de nuestro ser sacerdotal, de acuerdo con el tan probado método ignaciano de «la composición de lugar»?

REVIVIR LA ÚLTIMA CENA DE JESÚS CON SUS APÓSTOLES

Jesús les parte el pan y les ofrece el cáliz lleno de vino, con gestos y palabras, cercanas y cálidas por su humanidad, pero, a la vez, gravemente divinas por lo que significaban y operaban. El pan que les reparte es su Cuerpo que va a ser entregado por ellos, y el cáliz del que van a beber es la copa de su Sangre que va a ser derramada por ellos y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Jesús les adelantaba sacramentalmente lo que pocas horas después iba a suceder en el Gólgota: su Sacrificio, el de la oblación de su Cuerpo y Sangre al Padre en la Cruz, por la salvación del mundo; el Sacrificio por el que se instauraba una nueva y eterna Alianza para una nueva y definitiva Pascua. Y les manda que lo hagan siempre en conmemoración suya. De este modo instituía el Sacrificio Eucarístico como el Sacramento, «fuente y cima de toda la vida cristiana» (LG 11); y el sacerdocio ministerial como el ministerio para actuar «in persona Christi» en la Iglesia, absolutamente necesario e insustituible a la hora de renovar su gesto sacramental de la Última Cena. Toda la constitución, vida y misión de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el nuevo Pueblo de Dios, quedaban, por lo tanto, configuradas «eucarísticamente» y «sacerdotalmente». El Señor conformaba a su Iglesia como instrumento y signo, a modo de sacramento, de la nueva vida pascual del Resucitado; la elegía y constituía como Esposa suya amadísima, salida de su costado abierto por la lanza del soldado, del que brotaría sangre y agua; y consiguientemente como Madre de los creyentes.

Queridos hermanos sacerdotes: allí estábamos también nosotros. El mandato y misión que recibían Pedro y los Doce en el Cenáculo se nos transmitiría a todos el día de nuestra ordenación sacerdotal; constituía su primera razón de ser: era como el eco y representación sacramental de su fuerza siempre viva y actuante por el Espíritu Santo que recibíamos por la imposición de manos y la oración consecratoria. Es verdad que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo y que la Iglesia es toda ella pueblo sacerdotal. Pero para que pueda nacer y crecer como tal, nosotros «sucediendo a los Apóstoles» -los Obispos en plenitud, y los Presbíteros de modo subordinado a los Obispos- se nos ha impreso por la consagración sacramental un «carácter» que nos marca indeleblemente a cada uno como «imagen de Cristo» (Cfr. Carta de Juan Pablo II, con ocasión del Jueves Santo del 2000,3).

No hay duda de que además estábamos allí al modo frágilmente humano de los Doce, cargados con nuestros temores no siempre confesados, pero también con nuestras ilusiones y esperanzas a veces vacilantes y, otras, firmes y gozosas. Nos acompañaban nuestras infidelidades, nuestras flaquezas y pecados; como les había sucedido a ellos, los preferidos del Señor. Judas compartió el pan y el cáliz de la Última Cena cuando había decidido ya su traición al Maestro y pocos momentos antes de consumarla. Pedro y los otros diez lo abandonarían o lo negarían en la hora suprema, a la primera dificultad, cobardes y con poca fe; llenos de miedo ante los enemigos de Jesús.

ABRIRSE AL AMOR DE JESUS QUE NOS AMO HASTA EL EXTREMO

Su corazón, sin embargo, no se encerró ni en la obstinación soberbia, ni en la desesperación amedrentada, olvidando el amor de su Maestro. Las lágrimas del arrepentimiento afloraron pronto, incontenibles, en Pedro. Poco a poco todos reinician el camino del regreso al grupo, a la comunidad fraterna, junto a la Madre de Jesús. Juan la había recibido en su Casa. Se apresuraron a ir a Galilea para ver al Resucitado y conversaron con Él. Luego acudieron obedientes al Monte de la Ascensión para la despedida. Muy peculiar. Porque iba vinculada a un envío y para una misión de dimensiones sobrehumanas, la predicación del Evangelio a «toda creatura», y porque ya presentían con esperanza escondida la inminente venida del Espíritu Santo prometido que les inundaría como viento impetuoso y fuego ardiente en el Cenáculo, en Jerusalén, en el día de la Fiesta de Pentecostés, cuando se encontraban reunidos con María en expectante oración.

Nuestro corazón tampoco puede clausurarse dentro de sí mismo en este Jubileo de los dos mil años de gracia y salvación cristianas, señal e impulso espiritual para una nueva época de evangelización que anhela tanto el mundo de nuestro tiempo. Y así como Pedro y los demás Apóstoles, que al final se mantienen fieles al Maestro, no podían haber olvidado en ninguno de los momentos «de la hora de las tinieblas» y de la aparente derrota de Jesús sus palabras y su oración sacerdotal en la noche de la Última Cena, tampoco debemos hacerlo nosotros sean cuales sean las circunstancias personales o pastorales en las que se encuentre nuestro sacerdocio. Lo que allí había acontecido lo expresa muy bien San Juan en su Evangelio: y Jesús «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1).

Los amó al no rehuir la subida a Jerusalén a pesar de que conocía perfectamente que sus enemigos estaban al acecho para matarle. Por obediencia al Padre toma el camino de la Ciudad Santa, deseando ardientemente, es verdad, celebrar la Pascua con sus discípulos; pero sabiendo igualmente que se le pedía su vida, que El ofrece al Padre como oblación purísima en la cruenta Pasión y Muerte de Cruz.

Los amó al instituir la Eucaristía como el signo sacramental de la Nueva Pascua, la del paso definitivamente salvador para toda la humanidad del pecado y de la muerte a la Resurrección y la Vida; y confiársela a ellos y, en ellos, a nosotros. El amor pascual de Cristo se derrama ciertamente sobre toda la familia humana. Se inclina y se dirige a todo hombre que viene a este mundo. Se torna, no obstante, en predilección especial al mirar a sus Apóstoles, puesto que han de asumir el encargo de garantizar y cuidar para sus hermanos, por todos los tiempos y lugares, la presencia del signo eficaz de ese amor pascual: el Sacramento del Sacrificio y Banquete Eucarísticos.

EL AMOR SACERDOTAL A JESUCRISTO Y SUS EXIGENCIAS

El Señor, mis queridos hermanos Sacerdotes, nos ha amado a nosotros hasta el extremo, de forma peculiarmente «sacerdotal». Se trataba de hacernos capaces de ser sus dóciles instrumentos, sus servidores «sacerdotales» de ese amor redentor, total, en medio de la Iglesia y a favor del hombre, el hermano. ¿No siente nuestro corazón la necesidad de abrirse en lágrima de arrepentimiento por nuestra falta de correspondencia? ¿No percibimos la necesidad interior de volver a un cultivo más intenso de nuestra oración personal y de la oración litúrgica en la Iglesia y por la Iglesia, acogiéndonos siempre a la compañía de la Madre de Jesús, buscando su cercanía, para invocar con serena y perseverante esperanza una nueva efusión de la gracia y los dones del Espíritu, abundante, universal sobre la Iglesia y el mundo, al comienzo de un nuevo milenio? ¿Estamos dispuestos a responder a ese amor con la dedicación total de nuestra existencia al servicio de nuestros hermanos, sobre todo los más necesitados de sostén y perdón? ¿Imitándole a Él que no duda en lavar los pies a sus discípulos, para darnos ejemplo? Él, el siervo por excelencia, el que no vacila en rebajarse hasta la muerte y una muerte de Cruz (Cfr. Flp 2,7-8)

El día de nuestra ordenación sacerdotal abrazamos libremente el celibato, como nos lo pedía la Iglesia. Una forma de vida íntimamente coherente con ese trasfondo de amor nuevo, de nueva Pascua, que alienta en el sacerdocio de Cristo, «sacerdos et hostia», «sacerdote y víctima» en unidad y simultaneidad indestructible. El Concilio Vaticano II lo expresaba en términos de clara y bella concisión teológica: «Por la virginidad o el celibato a causa del reino de los cielos, los presbíteros se consagran a Cristo de una manera nueva y excelente y se unen más fácilmente a Él con un corazón no dividido, se dedican más libremente a Él y, por Él, al servicio de Dios y de los hombres y se ponen al servicio de su Reino y de la obra de regeneración sobrenatural» (PO, 16).

La humanidad, dos mil años después del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, sigue suspirando anhelante en medio de tantos dolores y tragedias, las de los pueblos más pobres de la tierra -¡una inmensa legión!- y las de las sociedades más opulentas, sedientas de verdadera paz y felicidad, por que se cumplan las profecías de los antiguos profetas de Israel, referentes al Año de Gracia del Señor, incluso en la literalidad material de sus contenidos. En Jesucristo se han cumplido ya como Don del Espíritu y como tarea posible y realizable, y realizada ya por tantos en su Iglesia, en virtud de la eficacia eucarística de su Amor sacerdotal operante en el secreto interior del hombre y transformador de su existencia en todas sus dimensiones: las del alma y las del cuerpo, las personales y las sociales. De la sincera renovación de nuestra fidelidad a las promesas sacerdotales del día de nuestra ordenación -promesas de amor exclusivo a Cristo y a nuestros hermanos- va a depender en gran y decisiva medida que a los hombres de nuestro tiempo pueda serles anunciado el Evangelio: el del Año de la definitiva Gracia del Señor.

Se evangeliza de verdad cuando en el campo de las almas -en las vidas personales- florece la santidad, y en las realidades de este mundo su ordenación según Dios y su Ley Nueva. Los evangelizadores, de especialísimo modo los sacerdotes, serán tanto más fieles instrumentos de la gracia del Evangelio, cuanto más hayan madurado en santidad. Esta es la medida inequívoca, la condición «sine qua non», para que un renovado anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo no se pierda en la insignificancia histórica y en el vacío espiritual. El Evangelio de Ntro. Señor Jesucristo necesita hoy tanto o más que nunca de testigos apostólicos, sacerdotes santos, acreditados por una inconfundible caridad pastoral. Ya lo expresaba como un anhelo de perenne actualidad San Juan de Avila: «¡Oh eclesiásticos, si os mirásedes en el fuego de vuestro pastor principal, Cristo, en aquellos que os precedieron, apóstoles y discípulos, obispos mártires y pontífices santos!» (Plática 7ª, 92ss.).

¡Oh, si volviésemos a tomar conciencia viva de lo que el mismo Santo recordaba también en el siguiente texto -«El sacerdote, como Orígenes dice, es la faz de la Iglesia; y como en la faz resplandece la hermosura de todo el cuerpo, así la clerecía ha de ser la principal hermosura de toda la Iglesia» (Tratado sobre el sacerdocio, n. 11, 396ss.)-! entonces las gracias jubilares habrían dejado honda huella en nuestro Presbiterio Diocesano.

A la Reina de los Apóstoles y madre de los sacerdotes, la Santísima Virgen María, en su advocación de La Almudena, se lo encomendamos con amor y devoción filiales.

Amén.

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