Homilía en la Celebración de la Vigilia de la Federación de Asociaciones de Adoración Nocturna

Basílica de San Pedro en el Vaticano, 21 de Junio de 2000

(Ex. 24,3-8; Heb 9,11-15; Mc 14,12-16)

Queridos hermanos: Obispos y Presbíteros concelebrantes:
Queridos miembros de la Federación de Asociaciones de Adoración Nocturna, querido niño que vas a recibir la Primera Comunión, hermanos y hermanas en el Señor:

Una Hora de Gracia
En pleno Año Santo Jubilar, en Roma, junto al sepulcro del apóstol san Pedro y secundando la llamada de su sucesor, Juan Pablo II, que en la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente, en el año 1994, escribía a la toda Iglesia: «Siendo Cristo el único camino del Padre, para destacar su presencia viva y salvífica en la Iglesia y en el mundo se celebrará en Roma, con ocasión del Gran Jubileo, el Congreso Eucarístico Internacional. El 2000 será un Año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía, el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida» (TMA 55), los miembros de la Adoración Nocturna Española vivís una hora de gracia al celebrar esta Vigilia eucarística y jubilar en la que un niño, hijo y nieto de adoradores, recibirá por primera vez al Señor Sacramentado.
La celebración de esta Santa Misa, y en este lugar hacia el que miramos los católicos diseminados por las más diversas geografías del mundo, estoy seguro que trae a nuestras memorias muchos momentos de oración y adoración, de petición, súplica y acción de gracias, en los que se testimonia al mundo Quién es y donde se encuentra el Salvador y Redentor del hombre, el Verdadero Pan de Vida.
Y con el recuerdo de adoración vienen a nuestras mentes tantos seres cercanos que no han podido estar esta noche con nosotros o que ya han partido para la casa del Padre. Estas personas queridas nos acompañan, también, en esta celebración jubilar en la que damos gracias a Dios por la Eucaristía, Sacramento inefable en la Iglesia, presencia que es «fuente de vida y de santidad» y signo eficaz de reconciliación (cf. Redemptor Hominis 7,4).
El Sacramento de la Nueva Alianza
La adoración al Señor, presente en medio de nosotros, y la evocación de los hermanos es posible -ayer, hoy y siempre- porque Dios Padre ha establecido una Alianza con nosotros, que somos su pueblo, y nos llamó a vivir en comunión con Él. Hemos escuchado en la lectura del Exodo, como al pueblo de Israel, figura de la Iglesia, se le concedió la Alianza y aquel la aceptó obedeciendo y cumpliendo los mandamientos que le habían sido entregados: ‘obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahweh’ (Ex 24,7). La Alianza, que es sacrificio de comunión, nos invita y conduce a la obediencia. Israel abrazó la Alianza al reconocer su dependencia del Dios cercano que nos regala la existencia y la libertad, y que nos ofrece la comunión de Vida y de destino. Unicamente desde la disponibilidad y la obediencia a Dios Creador y Salvador podemos adentrarnos en el corazón del sacrificio de la Alianza y, por su medio, vivir en unión con Dios y participar de la vida divina.
Pero la Alianza y los sacrificios mosaicos simbolizaban la Alianza nueva y definitiva llevada a cabo por y en la persona de Jesucristo. La carta a los Hebreos nos muestra la transitoriedad de la alianza mosaica y la permanencia de la alianza establecida por Cristo En Él tiene acabado cumplimiento el Antiguo Testamento, que es anuncio y profecía de la vida, muerte y Pascua del Señor. Los sacrificios y los banquetes de la antigua Alianza eran símbolo de la sangre de Cristo y de la Alianza Nueva y definitiva establecida en el sacrificio de la Cruz, en la que se revela la máxima unión y cercanía entre Dios y el hombre.
La Eucaristía es el Sacramento más perfecto de la unión de Dios con los hombres. Jesucristo, Sumo sacerdote de los bienes futuros, se hace criatura y establece, con su propia sangre, la Alianza para conseguirnos la redención. «El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de nuestros pecados’ (Col. 1,12-20).
La presencia de «Dios-con-nosotros»
La Alianza y la mediación ya tienen, para siempre, un nombre: Jesucristo, el Verbo de Dios, nacido de Santa María Virgen, muerto, resucitado y presente, entre nosotros, de un modo único y singular en la Santa Eucaristía. En ella podemos contemplar con más nitidez ‘el esplendor del rostro de Dios’, pues se nos revela quién es Dios para nosotros y quienes somos nosotros para Dios. Dios se abaja, se hace pan y vino, para que el hombre se eleve hasta las alturas de Dios. Dios se anonada para que el hombre alcance la divinización.
Solamente en actitud orante y adorante se nos desvela este gran don, al mismo tiempo que purifica nuestras conciencias. Únicamente al orante le es dado contemplar que el Espíritu Santo transforma la humanidad de Cristo y le hace capaz de ofrecerse al Padre en el amor, en la adhesión aceptando la muerte, «con el sacrificio, obra divina» (San Agustín, De civ. Dei, X,6), para cambiar nuestra condición de pecadores en hijos, para que pudiéramos rendir culto verdadero al Dios vivo, abrirnos el camino de acceso a Dios Padre «y hacernos de verdad felices» (San Agustín, De civ. X,6).
La Alianza, la Presencia de Dios-con-nosotros, la Eucaristía, no es el resultado de dos voluntades que se ponen de acuerdo sino que es el querer de Dios que sale al encuentro de sus criaturas, y establece una disposición o modo nuevo de vivir, una nueva relación y comunión, debida a la libre elección de Dios. La Alianza y Presencia eucarística no es un mero contrato entre Dios y el hombre. Es un don, ‘un acto creador del amor de Dios’, es la historia de amor entre Dios y el pueblo elegido, en la que se nos muestra que su amor por nosotros es más fuerte que la muerte.
Venerar los sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre
En el evangelio de san Marcos que se acaba de proclamar se nos relatan los preparativos de la cena pascual. Jesús aparece como el Señor de los acontecimientos; el ‘siempre presente’ en la vida de sus discípulos. El, con quietud, prepara a los suyos a participar en la cena pascual. La adoración silenciosa del Sacramento pascual, del memorial de la muerte y resurrección del Señor, descubramos la necesidad de estar siempre bien dispuestos y preparados para celebrar la Eucaristía, la cena pascual y, de este modo, sentir cercana la salvación. A la luz de la quietud orante, entendemos mejor la oración colecta: «… Nos dejaste el memorial de tu Pasión, te pedimos venerar los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre para experimentar la salvación».
El Señor disponiéndose a celebrar su propia Pascua enseñó a sus seguidores que entregándose a sí como Cordero inmolado y Eucaristía perfecta perpetuaría su pasión salvadora y, así, llegara a todos los hombres de todos los tiempos. «Instituyó el sacrificio de su cuerpo y su sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz, y confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramentos de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de lo gloria venidera» (SC 47).
La Eucaristía es el testamento del amor incorruptible manifestado en la entrega de su vida en la Cruz para que a nosotros no nos falte el alimento, la comida y la bebida, en nuestro viaje hacia la Pascua eterna. La liturgia lo resume bellamente: «Su carne inmolada es alimento que nos fortalece, la sangre bebida que nos purifica». El es el Pan de cada día necesario para esta vida. Más aún es el alimento sin el cual no podemos vivir. «No te basta morir, que quieres darnos alimento de vida: quedarte con nosotros y ofrecerte sobre el altar, hacerte Eucaristía» (Himno de laudes, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote).
Bien lo expresó san Agustín: «Por tanto, no podéis vivir bien si él no os ayuda, si él no os lo otorga, si él no os lo concede. Orad y comed de él. Orad y os libraréis de esas estrecheces. Al obrar el bien y al vivir bien, él os llenará. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará de alabanza y gozo de Dios, y, una vez liberados de tan grandes estrecheces le diréis: ‘Libraste mis pasos bajo mí y no se han borrado mis huellas (Salmo 17,37)’ (San Agustín, Sermo 132 A).
La Eucaristía: viático en nuestro camino
En el «peregrinar hacia la casa del Padre» (cf. TMA 49b), entre las pruebas del mundo, no tendremos ni fuerzas ni descanso si no nos alimentamos de Aquel que ya ha alcanzado para nosotros la meta, el reino, la plenitud para la que hemos sido creados. La Eucaristía es viático en nuestro camino y para el que deja este mundo, fuerza en nuestra debilidad, apoyo a los enfermos, bálsamo que sana heridas, medicina de inmortalidad y remedio para no morir (cf. Ignacio de Ant., ad Ef. 20,2; ad Rom. 7,3).
Pero el alimento eucarístico no pide el testimonio de los sentidos exteriores sino que, ante todo, reclama nuestra fe. Cristianos de primera hora gustaron decir que «no es lo que sirve, sino lo que se cree lo que alimenta» (san Agustín Sermo 112,4-5), pues la fe de la Iglesia sellada por el agua bautismal, revestida por el Espíritu Santo es nutrida por la Eucaristía (cf. Tertuliano, de praescr. 38,5). Cada vez que adoramos y comemos el Cuerpo y Sangre del Señor nutrimos nuestra fe, fortalecemos la esperanza y nos afianzamos en el amor, pues la Eucaristía nos hace concorpóreos y consanguíneos con Cristo (cf. Cat. Mist., 22).
Quien se alimenta del sacramento que nos otorga la divinización, quien se adentra en el misterio de la presencia real de Cristo en el pan y en el vino, transformados en Cuerpo y Sangre del Señor por la acción del Espíritu Santo, experimenta verdaderamente que la Eucaristía es fuente de unidad con Dios y de fraternidad.
La Eucaristía y los niños
El Señor nos concede en esta Vigilia el que un niño, llevado de la mano e iniciado en la fe por su familia, tenga la dicha de poder comer el pan de la salvación, el maná de los cristianos. Por primera vez va a recibir en su corazón a «Cristo, nuestro pan, porque Cristo es la vida y el pan de la vida» (Tert., de oratione 6). La historia del cristianismo, y no menos la Roma cristiana, conserva bellísimos recuerdos de niños, hijos de cristianos, que, alimentados con el cuerpo y la sangre del Señor, han sido grandes orantes, admirables y grandiosos testigos de la fe que, en algún caso, han admirado a todos con el testimonio del martirio. Los mártires de ayer y de hoy han dejado escrito con su sangre que los cristianos no podemos vivir sin la presencia eucarística, sin Dios-con-nosotros en la humildad y sencillez del pan y del vino.
Unámonos a la Iglesia entera poniendo también hoy ante el Señor Sacramentado al obispo de Roma y sucesor del apóstol san Pedro, al Papa Juan Pablo II, conservando la bella costumbre de los adoradores de pedir por sus intenciones.
Que Santa María, la llena de gracia, en cuyo seno se formó el cuerpo y la sangre de Jesucristo, la primera portadora y sagrario del Verbo encarnado, sea nuestra intercesora ante su Hijo para que adoremos la presencia real del Resucitado en la Eucaristía, para que agradezcamos el alimento que nos da fuerza en el camino de la vida. Santa María, la agraciada por el Espíritu Santo, la que en Caná se adelantó a pedir a su Hijo el milagro del vino nuevo; la que dio cabida en su corazón y en su vida al Espíritu Santo que transformó la carne mortal de su Hijo en carne gloriosa e inmortal, al mismo Espíritu Santo que transforma el pan y el vino en Carne y Sangre del Señor. Comer el pan y el vino transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo es comer el pan de los resucitados, es saciar el hambre de resurrección.
No olvidemos que en las celebraciones eucarísticas se elevan a María las alabanzas que la Iglesia asigna a la Madre. Estas alabanzas «han forjado la fe, la piedad y la oración de los fieles». Es que la Eucaristía y la devoción a la «toda Santa Madre de Dios» han ido siempre unidas (Juan Pablo II, RM 33) para que no desfallezcamos en la fe y nos mantengamos en la esperanza de llegar a la casa del Padre y alcanzar el Reino prometido para los que aman a Dios.
Que Santa María guíe a todos los fieles a la Eucaristía» (Juan Pablo II, RM 44).

Amén.

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