Palabras de gratitud en la imposición de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica

Palacio de la Moncloa, 12.XI.2003


Excelentísimo Señor Presidente del Gobierno,
Excelencias,
Señoras y Señores:

Permítaseme, en nombre del Sr. Nuncio Apostólico, del Sr. Obispo de Córdoba y en el mío propio, unas palabras de sentida gratitud a Su Majestad el Rey que a propuesta del Consejo de Ministros se ha dignado concedernos la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica; esa alta distinción del Estado Español vinculada a la persona de una Reina excelsa que ha marcado la historia y el alma de España hasta nuestros días con un sello indeleble, no sólo político y cultural, sino además profundamente espiritual.
El motivo de la distinción tiene que ver principalmente con la reciente Visita Apostólica de Su Santidad Juan Pablo II a nuestra patria llevada a cabo en el espléndido escenario de la ciudad de Madrid. El acontecimiento resultó excepcionalmente gozoso para la Iglesia y los católicos de España y también, sin duda alguna, para toda la sociedad española. El Papa vino ciertamente, en primer y específico lugar, a animar a los hijos de la Iglesia a ser testigos, vivos y valientes, del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo en el que han creído sus antepasados con una fiel unanimidad y un fervor singulares, sin muchos parangones en la historia del cristianismo; desde los albores mismos de la Hispania romana hasta la España actual. Pero alentándoles a la vez a que lo formulasen y practicasen en la vida diaria como fuente de esperanza para todos sus conciudadanos.
En la vigilia mariana de “Cuatro Vientos”, en el suave y primaveral anochecer del 3 de mayo, resonó la invitación del Papa dirigida a los jóvenes de esta España de hoy, la del desarrollo tecnológico y del gran progreso científico y cultural, como un vibrante reto a ser protagonistas de ese renovado anuncio del Evangelio de la esperanza. Los jóvenes supieron comprenderlo y asumirlo inmediatamente con un sí emocionado y comprometido con todas sus consecuencias: las que se derivaban para su propia vocación cristiana dentro de la Iglesia y de su realización en la sociedad y en el mundo. Desde la entraña misma de ese testimonio cristiano les descubrió la necesidad de que fuesen “operadores y artífices de paz”, el imperativo urgente de responder “a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor”, de mantenerse “lejos de todo nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia”, de testimoniar con su vida “que las ideas no se imponen, sino que se proponen”, de “irradiar, en una palabra, la fraternidad evangélica” y, ser así, “constructores de un mundo mejor”. Luego, en la radiante mañana del cuatro de mayo -¡un domingo pascual!-, Juan Pablo II canonizaría a cinco santos españoles del siglo XX colocándolos ante nuestros ojos como intercesores y modelos de auténtica y renovada humanidad. La que es necesario ir tejiendo en nuestra España y en el conjunto de la nueva realidad de una Europa que camina imparablemente hacia su unidad, cotidianamente, con fe, amor y esperanza, si queremos despejar entre nosotros y más allá de nuestras fronteras el futuro del hombre y de su dignidad personal inviolable en el siglo y milenio que acaba de comenzar.
Frescas todavía las celebraciones del XXV Aniversario de su elección como Sucesor de San Pedro y Pastor de la Iglesia Universal, los que hemos sido tan generosamente honrados por Su Majestad el Rey y el Gobierno de España quisiéramos rendir al Santo Padre en este acto, un homenaje filial de gratitud por su reciente Visita Apostólica y por la constante y cercana dedicación dispensada a la Iglesia en España y a España misma desde el comienzo de su Pontificado; prueba inequívoca de una estima y afecto hacia nuestra patria, poco comunes.
En la preparación y en el buen y feliz desarrollo de la visita de mayo del Santo Padre a Madrid han intervenido con generosidad extraordinaria muchas personas y no pocas instituciones y entidades de la vida pública y de la sociedad y, no en último lugar, las Administraciones central, autonómica y municipal de Madrid, amén del Ejercito del Aire y de AENA. La ayuda de nuestros más estrechos colaboradores, de miles y miles de voluntarios de todas las edades y la callada, oculta, pero eficacísima, de las religiosas de vida contemplativa y de otras muchas personas, con la oración y oblación incondicional de sus vidas al Señor, ha sido y es impagable. El valor de su cooperación se calcula con medidas que trascienden lo meramente humano.
Nuestros méritos, en la forma que tuvo lugar ese gozoso acontecimiento de gracia y de paz que fue la Visita Apostólica de Juan Pablo II para todos los españoles, si algunos nos corresponden, son los suyos.
¡Quiera Dios seguir bendiciendo a España, a sus Majestades los Reyes, al Gobierno y a todo el pueblo con la abundancia con la que la hemos experimentado, muy cerca del Papa, aquellos dos día inolvidables del último mayo!

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