Homilía en la Misa Crismal celebrada en la Catedral de la Almudena

Celebramos de nuevo la Misa Crismal en el año 2007. Es la Misa por excelencia del Presbiterio diocesano con su obispo, que la previsión litúrgica más habitual suele celebrar en la mañana del Jueves Santo. Nosotros, por razones pastorales obvias en una diócesis como la de Madrid, la hemos adelantado tradicionalmente al Martes Santo.

La celebramos con el recuerdo todavía vivo de don Eugenio Romero Pose, nuestro queridísimo obispo auxiliar. Él vivió su sacerdocio, tanto como presbítero como de obispo, como una vida y una existencia entregada al amor de Cristo y al amor de sus hermanos sin preservarse nada para él mismo, humilde y sumisamente.

También con el recuerdo de Juan Pablo II, que hace dos años fallecía en Roma, después de uno de los Pontificados más largos de la historia, también rico en demostraciones y en pruebas de un sucesor de Pedro que vivió su oficio con la radicalidad propia del primer Papa de la Iglesia, de Pedro mismo, y de los más grandes papas de la historia de la Iglesia. Se entregó y se desgastó por ella, sin cesar, hasta el límite mismo del martirio. Martirio que no se consumó físicamente en aquel 13 de mayo, cuando fue víctima del atentado por todos conocido, pero que lo fue después desgranando a lo largo de los 24 años largos en los que todavía sirvió a la Iglesia.

La gratitud que le debemos al Papa Juan Pablo II no se puede expresar fácilmente con palabras, ni calcular con resultados más o menos contables de los frutos de su acción pastoral al servicio del Ministerio de la Iglesia. En cualquier caso, nosotros no podemos olvidar su presencia en Madrid, pues en la primera visita pastoral a España del año 1982, inolvidable, aquí celebró Eucaristías que todos tenemos en la memoria: inauguró la Iglesia de San Bartolomé, del barrio de Orcasitas, presidió una liturgia de la Adoración Nocturna, rezó también por los difuntos en el cementerio de la Almudena; y de aquí partió para visitar otros puntos de España; la visita terminaba en Santiago de Compostela, con el famoso acto europeísta de su Catedral, del 9 de noviembre, donde invocaba y reclamaba que Europa no se olvidase de sus raíces.

Después volvió en el año 1993 para la consagración de este templo, de esta Catedral de la Almudena, de las pocas que un Papa ha consagrado; y, finalmente, para despedirse de España, el 3 y 4 de mayo de 2003, con el encuentro con los jóvenes de toda España en Cuatro Vientos, y luego con la emotivísima celebración de la Canonización de cinco santos, madrileños casi todos, de alguna manera: tres de manera plena, y dos, Santa Genoveva Torres y Santa Ángela de la Cruz, pues muy madrileñas, por la presencia de sus hijos aquí. Y que terminó con algunas palabras emocionadas del Papa, diciendo adiós a España, tierra de María.

También celebramos esta Misa Crismal con el impulso sinodal del Tercer sínodo diocesano de Madrid, que queremos acoger en relación con el ministerio sacerdotal, con obediencia a lo que el Señor nos ha ido, a través del Espíritu, enseñando y concretando, para un mejor servicio al pueblo de Dios y a la sociedad madrileña y, si Dios quiere, encauzar a través de la instrucción pastoral que el mismo Sínodo pide. Pero, sobre todo, celebramos esta Misa Crismal en un tiempo de encrucijada en la historia contemporánea. Una encrucijada en la sociedad de nuestro tiempo, y no sólo en la española, sino en la europea y en el mundo; los caminos del futuro no se ven claros, no se ven despejados. La insistencia de nuestro Santo Padre, Benedicto XVI, en el tema o en la visión del misterio cristiano, a la luz de esa definición hermosa de San Juan, en la primera carta de que Dios es amor, nos pone de relieve dónde está el origen de la crisis de nuestro tiempo que es en la falta de amor, de amor verdadero, de amor sencillo, de amor sincero, de amor personal. El mundo padece y sufre de falta de amor.

Vivir por lo tanto esta Misa Crismal, queridos hermanos, con un sentido de la actualidad de nuestro tiempo, en el contexto de estos datos que acabamos de mencionar, nos anima a ahondar de nuevo en la esencia misma de nuestro sacerdocio, el sacerdocio común de todos los fieles, pero, sobre todo, del sacerdocio ministerial. Los textos de la liturgia, los comunes y los de esta Misa Crismal, son tan ricos que nos permiten ahondar en ellos con una actualidad siempre adecuada al momento en que celebramos esta Eucaristía.

Yo quisiera comenzar brevemente esta reflexión de los textos que acabamos de proclamar citando al Papa, Benedicto XVI, y su encíclica «Misterium Caritatis», que acaba de ser publicada. El Papa dice: «Ante todo se debe reafirmar que el vínculo entre el orden sagrado y la Eucaristía se hace visible precisamente en la Misa, presidida por el obispo o el presbítero en la persona de Cristo como cabeza». Ahí está, en esa última frase, lo que define más esencialmente la naturaleza de la misión del sacerdocio, de nuestro sacerdocio en la Iglesia de Cristo: vivir, ser y actuar en la Iglesia y en el mundo en nombre de Cristo como cabeza de la Iglesia, y salvador del mundo. Las consecuencias litúrgico-pastorales que extrae el Papa en relación con el misterio de la Eucaristía, es interesante que se conozca, que las leamos. Pero hay una inmediata que tiene que ver con nuestra propia celebración, y es la siguiente: no queráis ser vosotros, a la hora de presidir el sacramento más grande, el sacramento de amor por excelencia en la Iglesia, protagonistas sino servidores del Señor y de la Iglesia, observando cuidadosamente y humildemente el rito con el cual la Iglesia quiere que se celebre.

La Misa Crismal nos invita, pues, a entrar en ese misterio de nuestro sacerdocio, ese gran misterio en el que los hombres pueden actuar en nombre de Cristo como cabeza. El profeta Isaías veía que el Mesías iba a ser ungido por el Espíritu del Señor. Que iba, por lo tanto, a llevar a su pueblo y al mundo, a la humanidad, un tiempo nuevo de Gracia, de perdón, de consuelo y de recuperación del hombre, desde lo más íntimo de su ser hasta lo más externo de sus condiciones de vida económicas, sociales, políticas, etc. Sólo el Espíritu del Señor podría salvar al pueblo, y sólo un hombre ungido por el Espíritu podría ser el Salvador. Y el primer fruto de la acción de ese Mesías sería la instauración de un pueblo nuevo, un pueblo de sacerdotes, ministros de nuestro Dios como dice el profeta textualmente.

La humanidad se salvaría cuando por el Mesías, ungido por el Espíritu del Señor, iba a convertirse en una comunidad de sacerdotes y de ministros de nuestro Dios. Entonces sí reinaría el amor, la unidad, la liberación de todos los males del hombre, del mal, de la ruptura de la alianza con Dios. El profeta dice que en ese tiempo el pacto con Dios quedará firmemente establecido, y de las rupturas que vivimos los hombres entre nosotros en nuestra vida personal y en la vida social, en la vida del mundo. Pero todo ello será por la obra del Espíritu del Señor. El Mesías vino como el ungido por excelencia. Jesús lo dice en sus primeras intervenciones a la hora de llevar el anuncio del Reino a su vida pública, cuando en la sinagoga de Nazaret, después de leer el pasaje de Isaías, se habla de los frutos de ese Ungido, del Mesías del Señor, con respecto al hombre y a la salvación del hombre y, rayando de nuevo el libro de la Escritura, dice que el tiempo de Gracia ha venido, se ha cumplido hoy.

Efectivamente, se podía ver en la acción de Jesús cómo ese tiempo de Gracia había llegado. Los corazones desgarrados eran curados; los enfermos, sanados; los pobres, atendidos; el hombre, el pueblo volvía a levantar los ojos con esperanza de cara al futuro.

Pero la unción, la acción del Espíritu del Señor, de ese Mesías, se iba a producir en la Cruz, donde Él entrega su vida, por la salvación del mundo, a su Padre. Con la fuerza y movido por el amor del Espíritu Santo. Justo ahí es cuando el hombre puede conocer el misterio de Dios en toda su hondura. Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesús puede dar la vida y la da; su vida de hombre, su carne y su sangre, por la salvación del mundo, porque se siente impulsado por Aquél que en el misterio de Dios es la persona Amor. El amor llega ahí a su culmen. Y la acción salvadora y redentora con respecto al hombre también. Es decir, llega a su culmen ejerciendo el sacerdocio único y eterno con el que Él había sido dotado por la unción del Espíritu Santo, y siendo Él, el Hijo mismo, el Hijo de Dios vivo.

Él es, pues, el Ungido. Su sacrificio en la Cruz, coronado por la Resurrección, es el momento culminante de esa acción salvadora que el Mesías trae al mundo. Con Él ha nacido un nuevo pueblo, un pueblo sacerdotal. Lo dirá el vidente del Apocalipsis, cuando ya lo contempla resucitado y sentado a la derecha del Padre. Él, el Alfa y el Omega, el principio y el fin. Un nuevo pueblo sacerdotal ha nacido verdaderamente en el mundo, su Iglesia. Y un nuevo sacrificio de puro amor se ha instaurado en el corazón de la Iglesia. El sacrificio de su Cruz hecho actualidad permanente en el sacramento de la Eucaristía. Y un sacerdocio nuevo, distinto del de Lebí, y cualitativamente diferente del del Antiguo Testamento, que va a estar al servicio de esa efusión de Gracia y de amor que viene del corazón de Cristo crucificado. Un sacerdocio íntimamente, estrechamente y esencialmente ministerial. Un sacerdocio que hay que servir, queridos hermanos, con humildad y con sencillez en el corazón.

Y que nos permitirá, y permite ya al mundo, poder ser testigo de nuevas realidades humanas que se alimentan y nacen del corazón de Cristo y del servicio sacerdotal de aquellos sacerdotes suyos que, sucediendo a los apóstoles que recibieron el sacerdocio en la noche de la Cena Pascual, sirven al pueblo de Dios y dan testimonio al mundo de que el amor de Dios ha sido derramado en los corazones de los hombres y los va a salvar plenamente. Ese es nuestro sacerdocio: un instrumento de la Gracia de Cristo y del don pleno del Espíritu para que el hombre descubra en su vida que puede amar y ser amado, y que el amor de Dios le salvará.

Un sacerdocio, por lo tanto, para la Evangelización de nuestro tiempo, tan necesitado de amor. Un sacerdocio que habremos de vivir así, como lo vivió el Señor. Hasta la Cruz si es preciso, y con la esperanza de la Gloria y del futuro, o del triunfo de la Gracia de la Resurrección, que es seguro es infalible.

Un sacerdocio, por lo tanto, que pide ser vivido por hombres cuya existencia esté marcada por el celibato sacerdotal. El Papa lo renueva bellamente en esa Encíclica sinodal, «Misterium Caritatis». Dice así: «Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II y con los Sumos Pontífices predecesores míos, reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el celibato como signo que expresa la dedicación total y exclusiva de Cristo a la Iglesia y al Reino de Dios. Confirmo, por tanto, su carácter obligatorio para la tradición latina «. El celibato sacerdotal vivido con madurez, alegría y dedicación es una grandísima bendición para la Iglesia y la sociedad misma. Ese es el secreto de la opción por el celibato sacerdotal. El amar a Cristo y a la Iglesia sin condicionamiento alguno. Esa es la clave de nuestro celibato sacerdotal.

Hoy, queridos hermanos sacerdotes, vamos a renovar juntos nuestras promesas de la ordenación sacerdotal. Hagámoslo como nos lo pide el Papa, con madurez, con gozo y con dedicación. Entonces la bendición de Dios se derramará y fluirá abundantemente sobre la Iglesia y sobre la sociedad madrileña, a la que nosotros servimos desde la Iglesia. Y practiquemos entre nosotros, obispos y sacerdotes, ese amor de Cristo. Ese es el estilo de nuestras relaciones en el presbiterio diocesano. Que lo puedan ver los fieles, y que lo pueda ver la sociedad.

Rezar pues, queridos hermanos y hermanas presentes, por vuestros sacerdotes, por vuestros obispos, por el bien de la Iglesia, y para que el misterio del amor de Cristo sea cada vez más reconocido, más participado por toda la sociedad en la que la Iglesia está inserta.

A María Santísima le dedicamos nuestro sacerdocio, confiamos nuestro sacerdocio, y os pedimos que también dirijáis vuestra oración a Ella para que sirvamos a sus hijos, a todos los hijos suyos que forman parte de la Iglesia, y también a todos los hijos que tiene dispersos, esperando el reconocimiento y la experiencia plena de su filiación divina, por el mundo, para que sus hijos, con un sentido y un título especial de sacerdotes, puedan servir a la Iglesia y puedan servir a los hombres con el mismo corazón y con el mismo amor de Cristo crucificado y resucitado por nuestra salvación.

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