Homilía en la Ordenación Episcopal del Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Juan Antonio Martínez Camino, Obispo Auxiliar de Madrid

Catedral de La Almudena, 19.I.2008; 12’00 h.

(Dt 6,3-9; Sal 113b; Tim 4,1-5; Mt 5,13-16

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor

querido Juan Antonio:

1. La historia de tu vida llega hoy a un momento culminante y decisivo a la vez. Dentro de unos instantes vas a recibir el sacramento del orden en el grado del episcopado. El sacerdocio ministerial que ya te adorna como Presbítero se te otorgará en plenitud y la misión pastoral que ejercías en comunión con tu Obispo Diocesano y en conformidad con las reglas de la Compañía de Jesús, a la que perteneces, se convertirá ahora en responsabilidad y encargo específico de la sucesión apostólica. El Concilio Vaticano II lo enseña bellamente cuando afirma que, entre los varios ministerios que se ejercen en la Iglesia desde sus comienzos ocupa el primer lugar –siendo testigo de ello la tradición– “el oficio de aquellos, que constituidos en el episcopado, a través de una sucesión que se remonta hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica” –“apostolici seminis traduces habet”– (LG 20). Los Obispos son verdaderamente los sucesores de los Apóstoles. Tú, querido hermano, lo vas a ser inmediatamente por la imposición de manos y la oración consecratoria de tus hermanos Obispos que te insertarán en el Colegio de los Sucesores de los Apóstoles, presidido por el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, Benedicto XVI.

A la consagración ha precedido la elección, querido hermano, y, a la elección, ha seguido la llamada del Señor. También tú te encuentras envuelto en aquel acontecimiento de la elección, la llamada y la constitución de los Doce que San Marcos narra con suma concisión: “Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde Él. Designó a Doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Así instituyó a los Doce…” (Mc 3,13-16).

2. En el trasfondo, sin embargo, de aquel momento solemne de “la institución de los Doce”, había toda una historia viva de acercamientos y llamadas variadas, de miradas y de voces cruzadas entre Jesús y los que iban a ser por excelencia “los suyos”: Andrés y Simón, que se llamará Pedro, Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo… Ninguno de ellos duda en seguir al Maestro que les invita a dejarlo todo: las redes, la barca, el Lago, la Galilea de su infancia, la casa y la familia ¡todo! para irse y vivir con Él. Van a convertirse desde ese momento en “pescadores de hombres”. Es una bella historia: una historia que surge de un acto de predilección profundamente humano y, a la vez, fascinantemente divino, que conmueve y arrastra a aquellos nobles pescadores galileos, que esperaban, probablemente ansiosos, la llegada inminente del Mesías de Dios (Cfr. Mc 1,17; Mt 4,19;Lc 5,1–11; Jn 1,36). Ninguno de “los Doce” se resistió a su mirada y a su llamada: marcharon con Él y le fueron básicamente fieles, a pesar de la traición de uno, Judas, y de la debilidad de todos en las tremendas jornadas de su Pasión y Muerte en la Cruz. Tanto les amaba el Señor que les confió el sacrificio y banquete de su Amor en la Noche de la Última Cena –en cierto sentido el acto de la fundación de la Iglesia– y derramó sobre ellos el Espíritu Santo en el día de Pentecostés a fin de que fueran sus testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (Hch 1,8).

3. También, tú, querido hermano, has vivido una historia personal entretejida de encuentros con el Señor que te ha buscado y llamado muy tempranamente, para que, dejándolo todo, lo siguieses por las huellas y al estilo de los Apóstoles. El nombre de Jesús, que con toda seguridad has aprendido de los labios de tu madre y de tu padre, ha marcado tu vida desde niño hasta hoy mismo, el día de tu ordenación episcopal. Tu vocación sacerdotal surgió y creció en el ambiente cristiano de tu familia, alimentada espiritualmente en tu Parroquia de Sta. Cruz de Marcenado de la Diócesis de Oviedo y, luego, en el Seminario Menor Pontificio de Comillas… siempre presente y vivo el recuerdo, más aún, el ejemplo de tu tío sacerdote, Don Lázaro San Martín Camino, Cura Párroco de Miyares, uno de los innumerables Mártires de la España del siglo XX, sacrificado en Asturias por el nombre de Cristo con otros muchos compañeros sacerdotes. En tus años de universitario civil la vocación, madurada en el trato íntimo con el Señor, te encamina precisamente a la Orden Religiosa que lleva su nombre como una insignia gloriosa: “la Compañía de Jesús”. Sin duda te habrías imaginado a Cristo, Nuestro Señor, según la recomendación de San Ignacio, “delante y puesto en Cruz”, y hecho el coloquio: “cómo de Creador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto, mirando a sí mismo, –a ti mismo– lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo…”, no vacilaste en decirle “Sí” cuando te llamaba al Sacerdocio ministerial. Y, en su ejercicio en los oficios encomendados por tus superiores, por la Conferencia Episcopal y por el Obispo diocesano en la Cátedra de Teología de la Facultad de San Dámaso y en la atención pastoral a “las Cruzadas de Santa María”, mantuviste viva y creciente la disponibilidad para servirle, tal como Él quisiera. Y tampoco vacilas hoy cuando te llama al episcopado exigiéndote una entrega a Él y a su Iglesia en plenitud. Le dices –y lo corroborarás solemnemente ante esta Asamblea litúrgica– que estás dispuesto a asumir este ministerio con todo lo que conlleva de compromiso martirial al ser eminentemente el de la presencia viva de Jesucristo en su Iglesia y, a través de ella, en el mundo. Cristo “es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles” ¡Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote, que fue llevado a la Cruz por nuestros pecados y por la salvación del mundo! (Benedicto XVI, Catequesis 15.III.2006).

4. Al nombre de Jesús y a su Gloria, inseparable de la del Padre y de la del Espíritu Santo, quieres dedicar la especial devoción y el estilo personal y pastoral con el que tú propones vivir tu ministerio episcopal, como lo sugieres con el lema que has escogido. Al dulce nombre de Jesús, que indica y revela lo más hondo de la persona que se ama, el Hijo de Dios y Salvador del hombre, quieres unir en tu corazón de Pastor el de María, “la estrella que refleja en el mar proceloso la Luz de la Gloria de su Hijo” ¡Un buen punto de partida para andar el camino del servicio pastoral y de la existencia personal de un Obispo en el contexto de una intensa vida y experiencia espiritual, cuidada y cultivada humilde y perseverantemente en el día a día del servicio ministerial, como nos lo pedía el Siervo de Dios Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Postsinodal “Pastores Gregis”! (PGr 11-25). Se trata en definitiva de impregnar de vida de fe, esperanza y caridad –en la que crecen y se robustecen las más valiosas virtudes humanas–, la fidelidad a la vocación y al ministerio recibido de tal forma que se haga crecientemente verdad, testimoniada y vivida en la existencia cotidiana, que “el Obispo actuando en persona y en nombre de Cristo mismo, se convierte, para la Iglesia a Él confiada, en signo vivo del Señor Jesús, Pastor, Maestro y Pontífice de la Iglesia” (PGr 7).

5. Porque, ciertamente, como estudió y propuso la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 de septiembre y 27 de octubre de 2001), el Obispo ha de ser “servidor del Evangelio de Jesucristo para la Esperanza del mundo” (PGre. 1). ¿Qué acentos espirituales, apostólicos y pastorales se nos piden hoy para que nuestro servicio episcopal a Jesucristo y a su Iglesia confiera nueva frescura a la esperanza del mundo y la avive? La respuesta se impone cada vez con mayor nitidez: siendo testigos del Dios vivo que se nos ha manifestado en el Misterio de Jesucristo como el que es Amor ¡“Dios es Amor”! Ser testigos con el anuncio y la predicación incansable de Jesucristo, el Emmanuel, “el Dios con nosotros”, que nos ha salvado por su Muerte y su Resurrección; con la enseñanza fiel, integra y actualizada de esta doctrina; con el ejemplo de nuestras celebraciones litúrgicas                             –especialmente de la celebración eucarística–, transparentes para la Gloria de Dios y la historia de nuestra salvación; con un servicio pastoral impregnado de verdadera caridad fraterna, es decir, prestado sólo y únicamente por el amor que se entrega a los más pequeños y necesitados de alma y cuerpo y que se da silenciosamente, sin pretender nada a cambio… Sí, eso es lo que nos demandan con urgencia a los Pastores de la Iglesia “los signos de los tiempos”.

6. El hombre contemporáneo se siente muy solo y, en medio de su creciente “soledad”, busca la compañía de quien le ama y le puede amar por sí mismo, de alguien que le cure y alivie no sólo sus males del cuerpo sino también las angustias y heridas del alma ¿No será la soledad, esa soledad radical, el mal típico de la sociedad y del hombre de nuestro tiempo? ¿No será este el mal que subyace y está en la raíz de las crisis y rupturas matrimoniales y familiares, de la inseguridad y desesperanza de muchos de nuestros jóvenes y, sobre todo, de los más grandes sufrimientos de nuestros mayores? La sentencia de que “Dios ha muerto” ha dejado en la sociedad contemporánea rastros inequívocos; entre otros, el de la soledad de las personas y, paradójicamente, la pretensión de atribuir a la fe en el Dios único y verdadero, Padre de las misericordias, la culpa de las violencias y de las guerras entre los hombres, olvidando sorprendentemente lecciones históricas bien recientes que han puesto de manifiesto hasta qué límites de desprecio y de negación virulenta de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales conducen el olvido y la negación de la ley del amor de Dios. No hay poder humano que pueda llenar el vacío de Dios en la conciencia de las personas y consiguientemente, tampoco, en el corazón y el interior de la sociedad. Sólo Él la puede curar de su soledad.

7. Al Obispo de hoy le incumbe, pues, con singular urgencia ser testigo de Jesucristo que, siendo totalmente hombre, ha traído, al mismo tiempo, a Dios a los hombres; a Dios con el que Él como Hijo era una misma cosa (Cf. Benedicto XVI, Jesus von Nazareth, 10). Si para Israel, para que pudiera irle bien, crecer en número y llegar a la tierra prometida, le era vital el reconocimiento de que el Señor Dios es sólo Uno y cumplir el mandato de amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, grabando estas palabras en su memoria y repitiéndolas a sus hijos, cuánto más esencial e imprescindible es para la Iglesia, para su misma credibilidad histórica, contestar a la pregunta contemporánea de qué es lo que nos ha traído Jesús con la afirmación de toda la verdad divino-humana de su ser y de su misión salvadora. Benedicto XVI la expresaba muy recientemente en su libro “Jesús de Nazareth” con la belleza y genialidad que le es habitual: “¿Qué ha traído -Jesús-? La respuesta es muy sencilla: a Dios… Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y destino: la fe, la esperanza y el amor. Sólo la dureza de nuestro corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero y duradero” (Jesús von Nazareth, 73-74).

8. No resulta nada vano ni anacrónico para los actuales Pastores de la Iglesia, los Obispos –antes bien se nos muestra como necesario y urgente–, acoger con renovada seriedad la exhortación de Pablo a Timoteo, a quien había escogido para la continuidad del ministerio apostólico: “Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir. Porque vendrá un tiempo en el que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas” ¿No queda retratado en este texto paulino, en buena medida, lo que sucede en la sociedad y también –de algún modo– en la Iglesia de nuestro tiempo?

Sólo siendo testigos de Jesucristo, “del Dios que es Amor”, veraces y auténticos, afrontando el debate de las ideas y la configuración justa, solidaria y humana de la sociedad lúcida y generosamente, con el servicio apostólico de la palabra de la verdad y una vida humilde de amor a los hermanos, podrá el Obispo contribuir eficazmente a que toda la comunidad de los fieles sea “la sal de la tierra” y “la luz del mundo”. Sólo así volverá a florecer la esperanza. Pues ¿en qué consiste en concreto tener esperanza? ¿una esperanza que sea “redención”? “En llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza” (Benedicto XVI, Spe Salvi, 3).

9. Querido Juan Antonio: El Santo Padre ha tomado la determinación canónica de que el ejercicio de tu ministerio episcopal se realice en la Archidiócesis de Madrid como Obispo Auxiliar. El Madrid de nuestros días representa una comunidad humana muy numerosa, dotada de un rico patrimonio histórico, humano y espiritual. Es la capital de España. Ciudad y comarca, desprendida y cordialmente abierta y acogedora de personas, familias y gentes procedentes de los más diversos lugares de la patria, de Europa y de todo el mundo, en virtud de un vasto proceso emigratorio de todos conocido (pocas ciudades europeas, grandes y chicas, lo son tanto); pero social, económica y culturalmente muy compleja. La Archidiócesis de Madrid está empeñada en su evangelización, poniendo una especial e intensa atención en las jóvenes generaciones ¡Evangelizar en la Comunión de la Iglesia!… ése ha sido nuestro principal objetivo pastoral durante más de una década y continúa siéndolo hoy. La nueva evangelización de este “querido y viejo Madrid” ha impulsado apostólica y pastoralmente todo nuestro servicio episcopal y la vida y acción eclesial de toda la comunidad diocesana –de sacerdotes, consagrados y laicos– hasta ahora mismo. Ha inspirado nuestros planes de preparación y vivencia del Gran Jubileo del Año 2000 y ha motivado decisivamente el III Sínodo Diocesano de Madrid centrado en la tarea de “la Transmisión de la fe vivida y realizada en la comunión de la Iglesia”. Ha suscitado, finalmente, dentro del espíritu y la letra de nuestro Sínodo, “la Misión Joven” y su versión como “misión joven en la familia” durante el presente curso.

10. El empeño misionero por llevar a Cristo a los jóvenes, a las familias y a toda la sociedad madrileña sigue con no decaído entusiasmo. Nuevos e ilusionantes proyectos y tareas pastorales nos esperan próximamente. También a ti, querido hermano. Estoy seguro que en comunión y amistad fraterna con el Arzobispo y sus actuales Obispos Auxiliares, renovando el recuerdo de nuestro muy querido e inolvidable hermano, Eugenio Romero Pose, q.e.g.e., contribuirás a esa gran empresa evangelizadora de Madrid, en la que estamos inmersos, con los dones y gracias, naturales y sobrenaturales, con los que el Señor te ha enriquecido ¡Que nos sirvan de guía permanente en esta singladura pastoral las luminosas palabras que Benedicto XVI nos dirigía a los miembros de la Asamblea Sinodal, recibidos en audiencia concluido el Sínodo, el 4 de julio de 2005! El Papa nos dijo entre otras cosas: “Como en un nuevo Pentecostés, el Espíritu Santo ha infundido en los corazones un nuevo ardor misionero, una intensa solicitud por quienes hoy viven en vuestra comunidad diocesana; personas con nombres y apellidos, con sus inquietudes y esperanzas, sus sufrimientos y dificultades. A partir de la experiencia sinodal, habéis sido enviados para ‘dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista’ (Lc 4,18). En una sociedad sedienta de auténticos valores humanos y que sufre tantas divisiones y fracturas, la comunidad de los creyentes ha de ser portadora de la luz del Evangelio, con la certeza de que la caridad es ante todo comunicación de la verdad”.

11. Los hijos e hijas de la Comunidad Diocesana, que han tomado conciencia de ser “familia en la fe”, te reciben con los brazos y el corazón abiertos, junto con nosotros, el Arzobispo y los Obispos Auxiliares de Madrid ¡Es su estilo! el que caracteriza su propia e inconfundible fisonomía eclesial. Toda ella, con sus pastores, te encomienda y te confía desde hoy mismo, con particular afecto, al cuidado y protección amorosa de la Virgen, la Madre del Señor y Madre nuestra, invocada en el Madrid del segundo Milenio de su historia cristiana, principalmente, como Nuestra Señora, la Real de La Almudena.

¡Que Ella quiera acompañarte desde tus primeros pasos como Obispo de la Iglesia de su Hijo, “el Dios con nosotros”, como lo hizo con el Madrid que recobraba hace casi mil años, apoyado en su intercesión, su libertad y su historia cristianas!

Amén.

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