Dios no deja de manifestarse al sencillo y humilde de corazón

La Fe en Dios, un don al alcance de todo hombre que ama el Señor

Mis queridos hermanos y amigos:

La Fiesta del Bautismo del Señor, que hoy celebramos y que cierra el ciclo litúrgico de la Navidad, la ha vivido siempre la Iglesia como la memoria actualizada de un momento decisivo en la vida de Jesús. Si de recién nacido se le revela a los Pastores de Belén como el Salvador, el Mesías, el Señor; a los Magos de Oriente, como el Rey esperado de Israel; y a Simón y a Ana, a la entrada del Templo en Jerusalén cuando sus padres lo llevan para presentarlo al Señor según la Ley, como el Cristo, luz para todos los pueblos y gloria de su pueblo Israel; en el día en que pide y exige a Juan, el más grande de los Profetas de Israel, que lo bautice a orillas del Río Jordán, se aparece a aquellos hijos del Pueblo de Israel que, penitentes, buscaban el perdón de sus pecados, como el Hijo amado, el predilecto del Padre que está en los cielos, en el que reside la plenitud del Espíritu Santo.

Jesús, ya adulto, inicia el tiempo público de su misión, colocándose en la fila de sus hermanos, los israelitas más humildes que confiesan la necesidad del perdón misericordioso para sí y para su pueblo como la única forma válida de prepararse para recibir al Ungido de Dios, al esperado ansiosamente por sus patriarcas y profetas desde los tiempos del Padre Abrahán hasta ese día en que Jesús con su Bautismo se les revela como el Hijo de Dios que viene al mundo precisamente para cargar con los pecados de los hombres, mostrarles a ellos y al mundo que Dios, desbordante de amor por el hombre pecador, quiere perdonarle, atraerle hacia sí, ¡quiere adoptarle como hijo! En el Bautismo del Señor se nos hace ver a los Hijos de la Iglesia de todos los tiempos, cuando contemplamos y meditamos ese Misterio de la Vida de Jesús, “la interna unidad de su camino desde el primer instante de su vida hasta su Cruz y su Resurrección”, como nos enseña tan lúcidamente nuestro Santo Padre Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazareth”. Sí, “el Bautista”, según relata San Juan en su Evangelio, cuando “ve a Jesús venir hacia él dice: He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1, 29-30). En el día en el que cada uno de nosotros fue bautizado ya lo fue no sólo en agua sino, sobre todo, en “Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Por nuestro bautismo, recibido en el seno de la Iglesia de Dios, nos convertimos en hombres nuevos, hijos de adopción, reconciliados con el Padre y participando, por la gracia del Espíritu Santo, de su misma vida.

La Fiesta del Bautismo del Señor se nos presenta pues, cada año, al concluir las celebraciones del Misterio de la Natividad del Señor, como un día excepcionalmente apto para agradecerle a Él, a Cristo el Señor, el don de la vida nueva que hemos recibido el día lejano y bendito de nuestro Bautismo que nos permitió conocer a Dios con la honda sabiduría de la fe y conocer al hombre –¡a nosotros mismos!– con el gozo de saber que podemos vivir en su Amor y de su amor más allá del dolor, del pecado y de la muerte.

¡Qué triste y sin verdadera esperanza tiene que resultar, más o menos pronto o más o menos tarde, la vida de los que, pudiendo, desconocen ese lenguaje maravilloso con el que Dios nos habla a través de la naturaleza de todo lo creado –el lenguaje inequívoco del Universo– y que se muestra tan maravillosamente significativo en la naturaleza del hombre mismo! ¡Y qué posibilidades y perspectivas de experiencias de vidas y biografías personales, plenas del amor sin fin, que nacen del encuentro con ese Dios que ha entrado en nuestra historia y se ha puesto al lado del hombre en su camino a través del tiempo abriéndole el horizonte de la gloria eterna ¡sin fin!

Si hay épocas desencantadas en la historia del hombre –de las personas y de los pueblos– son aquellas, sobre todo, las postcristianas, en las que se pretende a toda costa olvidar a Dios. Al final ocurre –y tantas veces de forma trágica– que con ese olvido de Dios queda olvidado el hombre. Es bien conocida la historia de aquel grafito que reproducía la famosa frase de aquel filósofo contemporáneo, tan atormentado, que fue Nietzsche, “Dios está muerto, Nietzsche”, y que recibió líneas más abajo la respuesta llena de humor de un pasante que escribió: “Nietzsche está muerto, Dios”.

La Fiesta del Bautismo de este año 2009 nos trae a la memoria viva de la Iglesia, singularmente en la Diócesis de Madrid y en toda España, y a cada uno de sus hijos, más que en años pasados, la necesidad de ser testigos del acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios y de su presencia vivificante y salvadora entre nosotros como la demostración inefablemente próxima y misteriosa a la vez de que “Dios es amor” y que la vocación del hombre consiste en “conocerlo” con toda su mente, con todo su corazón ¡con todo su ser! y entregarse a Él siempre más y siempre más incondicionalmente. Un testimonio expresado privada y públicamente con la sencillez valiente de las palabras de una vida abierta al amor del hombre hermano, del que está a nuestro lado y del lejano, sabiendo que es en el seno de la familia donde ese testimonio puede y debe brillar con una renovada intensidad.

El ejemplo eximio en la forma de testimoniar a Jesucristo, al Redentor y Salvador del hombre, nos lo ofrece la Virgen María, su Madre purísima y Madre nuestra. Desde la visita a su prima Isabel, cuando ambas se encontraban en cinta y, especialmente, desde el establo de Belén, María nos mostró y nos donó al Hijo con la evidencia de que se consideraba y era “la esclava del Señor” que respondía al Ángel Gabriel al anunciarle el Misterio de su Maternidad divina con aquellas rendidas palabras de abandono a la voluntad de Dios: “hágase en mí según tu palabra”, que nos conservó San Lucas en su Evangelio.

Quiera Ella, Virgen de La Almudena, guiarnos, fortalecernos y sostenernos en los grandes empeños de la evangelización de la familia y de los jóvenes que hemos asumido los Pastores y fieles de nuestra querida comunidad diocesana de Madrid con la esperanza y la confianza puesta en su Corazón de Madre de la Iglesia y de los hombres.

Con todo afecto y mi bendición,