Homilía en la Santa Misa de la Apertura del Segundo Año Jubilar Perpetuo de la Santísima y Vera Cruz

Basílica-Santuario de la Stma. y Vera Cruz

Caravaca de la Cruz, 10.I.2010; 10’30 horas

(Is 42,14.67; Sal 28; Hch 10,34–38; Lc 3,15–16.21–22)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Acabamos de inaugurar por segunda vez el Año Jubilar Perpetuo concedido al Santuario-Basílica de la Santísima y Vera Cruz de Caravaca de la Cruz por el Venerable Juan Pablo II el 9 de enero del año 1998. Las palabras con las que hemos proclamado su apertura son extraordinariamente elocuentes desde el punto de vista espiritual y, sobre todo, desde la visión pastoral adecuada de sus fines y propósitos en la forma como los entiende la Iglesia. Se abre “el Año Jubilar Perpetuo” en el Santuario de la Vera Cruz de Caravaca:

“Para Gloria y exaltación de Nuestro Señor Jesucristo.
Para testimonio del amor misericordioso y redentor de Dios a la humanidad.
Para aumento de la fe y de la vida cristiana en el pueblo fiel”.

La peregrinación al Santuario-Basílica donde se guarda y venera desde hace casi ocho siglos (desde el año 1232) una de las más conocidas e insignes reliquias del “Lignum Crucis”, peregrinación realizada y vivida siguiendo las normas de la Iglesia, concretadas en el rescripto papal, representa y actualiza de modo egregio el itinerario espiritual de la conversión penitente al Señor que la Iglesia acoge en su seno maternalmente con la concesión y aplicación de la Indulgencia Plenaria.

En ese itinerario de conversión asumido y practicado fielmente en el contexto propio de la veneración de la Santísima y Vera Cruz, donde Jesucristo consumó su obra redentora y salvadora, se descubre en toda su verdad cual es la Gloria a la que se debe y a la que ha de aspirar el hombre, cómo se recibe y testimonia y cuáles son sus frutos en la vida cristiana o, sin más, ¡en la vida!

2. El peregrino de Caravaca de la Cruz se incorporará en esa caravana inmensa de hermanos suyos que a lo largo de muchos siglos han hecho aquí profesión gozosa de Fe en la Cruz de Cristo, exaltándola y siendo plenamente conscientes de que con la Cruz se abre para el hombre definitivamente el horizonte de la Vida feliz y sin ocaso o, lo que es lo mismo, el horizonte de la Gloria. El hombre no es el dueño del don de la vida en ninguno de sus aspectos –físicos, psíquicos, espirituales, ni en lo individual, ni en lo colectivo–, sino su receptor, su custodio e instrumento transmisor. La Gloria del hombre y, por lo tanto, lo que él llama su felicidad, tampoco está en sus manos. Apoyado en sus propias fuerzas, solamente en sí mismo, consigue quizá retener y gozar momentos fugaces de felicidad… que pronto se van y caducan; pero nada más. San Ireneo de Lyon, uno de los más luminosos Padres de la Iglesia, acuñó aquella sentencia de extraordinaria belleza sobre “la Gloria” que dice así: “la gloria del hombre es la gloria de Dios”. San Ignacio de Loyola en la primera meditación de su genial Libro de los Ejercicios, “el Principio y Fundamento” explicará con magistral concisión “que el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios, nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado”. A “la mayor gloria de Dios” sería su lema preferido.

Pues bien, la fuente de la vida, que es la adoración de Dios y la aceptación agradecida y obediente de su ley, ¡la ley de la vida!, fue cegada por la soberbia del hombre desde el principio ¡por su pecado! ¿Quién podría abrirla de nuevo sino el mismo Dios? ¿Cómo lo hizo? Entregándonos al Hijo que se hace hombre y muere por nosotros en la Cruz. De su Corazón herido por la lanza del soldado romano brotará la fuente de la nueva vida que viene por el don del Espíritu –que procede de Él y de su Padre–: ¡el Espíritu Santo! Es un agua nueva, distinta e infinitamente superior en sus efectos al agua del Jordán con la que bautizaba Juan. El agua, que con la sangre salió del costado de Cristo Crucificado, es la de la Vida que viene del don del Espíritu Santo con el que había sido ungida su humanidad por Dios, el Padre Celestial, y que le da la fuerza para transmitirlo a sus hermanos los hombres a través de un nuevo Bautismo, al cual Juan el Bautista se refería cuando contestaba a la pregunta del pueblo si él sería el Mesías: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 16). En la Cruz y desde la Cruz de Cristo se abriría el tiempo del nuevo y verdadero Bautismo –el de la Vida salvada, nueva, llamada a la Gloria sin fin– y del Sacrificio y Mesa de la Eucaristía; el tiempo, pues, del alimento espiritual y eterno para una vida nueva: del Cuerpo y de la Sangre de Cristo ¡Que bien y que bellamente ha sabido expresar Santa Teresa de Jesús el significado humano-divino del Misterio de la Cruz de Cristo, su significado salvador:

“En la Cruz está la vida y el consuelo
y ella sola es el camino para el cielo”
“Después que se puso en cruz el Salvador,
en la cruz está la gloria y el honor,
y en el padecer dolor, vida y consuelo,
y el camino más seguro para el cielo”.

Sí, en la Cruz y en su triunfo pascual está y se encuentra la Gloria en toda su plenitud y esplendor: ¡la Verdadera Gloria!, la gloria a la que debemos aspirar en este segundo Año Jubilar Perpetuo de Caravaca de la Cruz.

3. ¿Y cómo puede el hombre recibir y dar testimonio de esa Gloria que le salva?
Por la vía del amor misericordioso y redentor de Dios a la humanidad caída, manifestado en Jesucristo, el Hijo-Verbo del Padre, por quien todo fue hecho: en ese Hijo encarnado en el seno de la Virgen María y clavado y muerto en la Cruz por nuestros pecados. Jesús no dejó la menor duda desde el comienzo de su vida pública sobre cual era el sentido y la razón de su misión al pedir y casi forzar a Juan que lo bautizara con su bautismo de penitencia en las aguas del Jordán, colocándose en la fila de aquellos piadosos hijos de Israel que, conscientes de sus pecados y los del pueblo, respondían a la llamada a la conversión que les dirigía el Profeta de vida austera y palabras ardientes, que les anunciaba la inminencia de la venida y de la presencia del Mesías. ¡Jesús venía para liberar de su pecado y de la muerte, su consecuencia fatalmente necesaria, al hombre que había roto en el colmo de su soberbia con Dios! Desde el Bautismo de Jesús en el Jordán hasta el Calvario y la Cruz queda trazada la vía del amor de Dios Padre que se derrama a través del Corazón de Cristo Crucificado en el corazón del hombre pecador –¡en nuestros corazones!–; es decir, a través de la gracia y el don del Espíritu Santo. ¡Amor infinitamente misericordioso! ¡Amor que ilumina el Misterio de la Santísima Trinidad operando nuestra salvación y redención! Amor, por tanto, que, hecho “carne y sangre” en Jesucristo, que lo ofrece por nosotros en la Cruz y lo actualiza continuamente en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, revela al hombre lo que es el hombre: le muestra el camino de su salvación (Cfr. GSp, 22; y Juan Pablo II, RH, 10 y 13).

El peregrino que llega al Santuario-Basílica de la Santísima y Vera Cruz de Caravaca sabe muy bien, especialmente en el Año Jubilar, quién es y qué es lo que puede encontrar y encontrará en su peregrinación, si la vive con humildad y en verdad: a Jesucristo, su Salvador y Redentor, a su amor misericordioso. Si es cristiano, lo encontrará en el cara a cara con el Señor en el Sacramento de la Reconciliación –Sacramento de la confesión, del perdón y de la penitencia– y en la comunión eucarística de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Una nueva conversión o un fuerte y vigoroso impulso para la santidad de su vida serán el rico fruto de ese encuentro! Si no lo es, sentirá en el fondo de su alma como una necesidad interior de buscar el rostro misericordioso de Dios, –¡el rostro de Cristo!– para salir de la incredulidad y desesperación que entenebrece y entristece su vida.

Y, en todo caso, el peregrino de Caravaca de la Cruz recibirá una clara y luminosa dirección para su vida: la de practicar la misericordia y el perdón en las relaciones con su prójimo: en la familia, en el trabajo, en la vecindad y entre los amigos, en la vida pública nacional o internacional. Y, simultáneamente, comprenderá que ese es el verdadero camino de la paz: que la paz la ha traído ya irreversiblemente al mundo “Jesucristo, el Señor de todos”. En Él se cumplió la profecía de Isaías en una inefable conjunción de sublimidad divina y de ternura humana. La figura del Mesías, que “no gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará”, que “promoverá fielmente el derecho” y “que no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra”… esa figura que el Profeta vislumbraba en el horizonte de la historia de la salvación, quedaba cualitativa e infinitamente superada por ese Rey de la Paz que desde la Cruz, el verdadero Trono de la verdadera Gloria, vierte a rebosar el amor infinitamente misericordioso de Dios sobre el hombre y sobre el mundo.

4. El mensaje y la experiencia viva del Jubileo de la Santísima y Vera Cruz de Caravaca no puede ser de más actualidad en este momento tan crítico por el que atraviesa la sociedad contemporánea y que interpela con tanta gravedad a la Iglesia, convocada por Juan Pablo II y Benedicto XVI a una nueva evangelización.

Ese especie de “mito” del “superhombre”, que alumbró con tanto éxito histórico el pensamiento y la cultura del siglo pasado, el siglo XX, y que tantas ruinas físicas y espirituales dejó sobre todo en el suelo y el alma de Europa, ha vuelto revestido de nuevas formas y con reforzada influencia en la vida y en la sociedad de nuestros pueblos y de nuestro tiempo. El hombre del siglo XX que creía no necesitar a Dios y que despreciaba el método y la vía del amor misericordioso de Jesucristo el Crucificado, porque creía que se bastaba a sí mismo con el manejo de su propio poder socio-económico, político y cultural para resolver el problema de las injusticias de la sociedad “clasista”, del subdesarrollo de los pueblos colonizados, de las amenazas siniestras de guerra total, etc. … parece presentarse y re-editarse, ahora, en el umbral del siglo XXI y del Tercer Milenio, como el que, por la vía de una comprensión y valoración del poder de la ciencia empírica como última y definitiva instancia de la vida y del comportamiento humano, es capaz de garantizar la felicidad y el bienestar de la humanidad sin necesidad de una razón trascendente y de una fe que, en diálogo con la razón, pueda iluminarla e iluminarse; y, por supuesto, sin necesidad de una moral fundada en el mandamiento inequívoco del amor que clarifique y dignifique el ejercicio y uso de la libertad, liberándola de la arbitrariedad relativista. Los hechos tozudos e incontestables de la historia y de la vida real son los que vuelven a descubrir la debilidad y falsedad de la nueva versión ideológica del super-hombre. Extraordinariamente reveladora al respecto resulta la crisis económica-social que sufre el mundo con las dolorosísimas consecuencias del paro creciente, del agravamiento de la problemática de la familia, del derecho a la vida y, consecuentemente, del conjunto de la vida social, claramente perceptible y constatable en España. Una crisis indomeñable para la pura técnica económica, sociológica y política, y que reclama soluciones éticas, espirituales e, incluso, teológicas de fondo. Benedicto XVI ha puesto de manifiesto nítidamente la interrelación que existe entre los elementos financieros y económicos, los bioéticos y culturales que configuran la actual crisis; más aún, ha indicado la razón última antropológica que la explica: “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica” (CiV, 75); sin dudar en la afirmación de que “no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo” (CiV, 76).

El fracaso del modelo del “superhombre” como el “salvador” único, capaz de responder eficazmente a los considerados reales problemas del hombre en su vida temporal y terrena, lo había diagnosticado y predicho a tiempo Romano Guardini, el gran pensador de “la visión cristiana del mundo”, testigo lúcido y privilegiado de las dramáticas situaciones vividas en la Europa del anterior siglo. En distintos momentos de su obra filosófica-teológica – 1934, 1946 y 1963– fue desvelando como el cambio intelectual, moral y cultural, que se producía en el Viejo Continente, de Jesucristo, el Salvador divino–humano del hombre, por el “superhombre” personal o colectivo, dueño y protagonista de todo y de sólo el poder humano, se convertiría en el factor y causa de su más dolorosa tragedia, cuando no de su propia desaparición: “Europa deviene cristiana –vuelve a ser cristiana– o no será mas”

5. Los frutos del Segundo Año Jubilar Perpetuo de Aravaca de la Cruz podrán y deberán ser muchos, variados y abundantes en los más distintos órdenes de la vida de las personas y de la sociedad: frutos de convivencia, de acercamiento entre pueblos, ciudades y regiones de España y de fuera de España, especialmente entre los hermanos de Europa; frutos de animación económica, social y cultural. Pero hay un bien y un valor del cual depende la fecundidad verdaderamente humanizadora de los demás: el del “aumento de la fe y de la vida cristiana en el pueblo fiel”, que proclamábamos en las palabras de apertura del Año Jubilar. Si no se restablece, en unos casos, y no se revitaliza, en otros, la fe en Jesucristo, Redentor del hombre, profesada y vivida en la Comunión de la Iglesia y con sus Pastores –con el Pastor de la Iglesia Universal, el Papa, Sucesor de Pedro al que están unidos los Obispos Diocesanos, Pastores de las Iglesias Particulares–, si no se abren las almas a una nueva y renovada experiencia del amor misericordioso que brota del Divino Corazón de Jesús como don y gracia del Espíritu Santo para nuestra santificación y la del mundo, los otros frutos del Año Jubilar se perderán en el relumbrón de las meras apariencias, utilidades y vanidades humanas, efímeras y caducas. No será así, si desde este mismo momento de la Celebración eucarística de su apertura solemne nuestros propósitos de querer y de ser testigos auténticos y veraces del Amor Misericordioso de Jesucristo, con obras y palabras, van acompañados por la plegaria y súplica filial a la Madre del Señor y Madre de la Iglesia, Madre nuestra, a quien el Venerable Juan Pablo II confió España repetidas veces y a la que puso el nombre de “Tierra de María”. A Ella, “Vida, Dulzura y Esperanza nuestra” le pedimos que este Año Jubilar en el Santuario-Basílica de la Santísima y Vera Cruz de Caravaca sea para la querida Diócesis de Cartagena y todas las Diócesis hermanas de España un Año rico y fecundo en frutos de evangelización para nuestras familias y nuestra sociedad: ¡que los jóvenes de España, que portan la Cruz de la JMJ 2011 con el Icono de la Virgen por todos los lugares de la geografía patria, sean valientes testigos de la Cruz de Jesucristo, que nos salva!

Amén.