XII Jornada Mundial de la Juventud con el Santo Padre

«El milagro de París»

(Con una postdata sobre la Madre Teresa)

Mis queridos hermanos y amigos:

El pasado mes de agosto –y con él todo el verano– ha estado marcado pastoralmente en toda la Iglesia por un acontecimiento excepcional: el encuentro mundial de los jóvenes con el Santo Padre en París. Los que hemos participado en él lo llevamos ya grabado en el alma para siempre. Si en Santiago en 1989 ya alguien, un conocido escritor de voz limpia y sensibilidad poética y religiosa conocidas, pudo calificar la Jornada Mundial con Juan Pablo II en el Monte del Gozo como «El Pentecostés de Compostela», no menos se puede decir de las Jornadas Mundiales subsiguientes de Czestochowa, Denver, Manila, y ahora, de París. Sí, se puede hablar del «Pentecostés de París» en agosto de 1997. No es posible encontrar otra explicación que responda a la hondura espiritual, al gozo de comunión eclesial y a la sencilla gallardía del testimonio fresco y contagioso de una fe en Jesucristo, Salvador del hombre, ofrecido por una multitud incontable de jóvenes de todo el mundo, unidos al Papa y a sus Obispos y sacerdotes, que la de la efusión extraordinaria de la gracia del Espíritu Santo, que la del paso y presencia irradiante del Señor. Se cumplía con creces el texto evangélico de Juan, lema de la Jornada: «Maestro, ¿dónde vives? Les respondió: «Venid y lo veréis… Y se quedaron con él aquel día» (Jn 1, 38-39).

La ciudad de París fue testigo, entre sorprendida, atónita y agradecida, de cómo los jóvenes de todos los países de la tierra habían venido a París para vivir y sentir la experiencia católica de la Iglesia como la auténtica comunidad fraterna donde se encuentra y se vive con el Señor, con Jesús. Los jóvenes de la XII Jornada Mundial de la Juventud le dieron a la gran ciudad parisina un tono de nueva humanidad, un rostro risueño y lleno de esperanza. Le ganaron su corazón.

Efectivamente, de nuevo, los jóvenes se convirtieron en partícipes y actores decisivos de una experiencia visible y palpable de la Iglesia Universal: en la escucha de la Palabra en común, explicada por sus Obispos y dialogada con ellos; en el itinerario de oración de penitencia preparatorio, junto a sus sacerdotes y formadores; en las celebraciones de las Misas del peregrino…; y, sobre todo, en los tres grandes, inolvidables encuentros con el Papa. Él fue como siempre, como desde el inicio de este bello y genial empeño apostólico de las Jornadas Mundiales de la Juventud, el protagonista incansable, el testigo claro, diáfano y directo de la Palabra del Señor, dirigida a los jóvenes de hoy como palabra de luz y de amor, nacida en el corazón de Cristo. ¿Por qué no reconocer y confesar con sinceridad que en esta ocasión, con sus hombros encorvados por el peso de su servicio heroico a la Iglesia de Cristo, nos emocionó a todos? El Papa les habló a los jóvenes de la Iglesia de que Cristo es nuestra alegría, de que la ley evangélica del amor lleva a los cristianos a transformar el mundo como levadura, de que con su Bautismo su existencia se había convertido en una historia de amor con Dios; y les encargó de nuevo con indomable entusiasmo que estuvieran dispuestos a ser testigos de Cristo hasta los confines de la tierra.

Y eso es lo que queda y quedará de París/1997, XII Jornada Mundial de la Juventud con el Papa: una voz nueva y joven que ha hecho resonar el anuncio apostólico desde uno de los centros neurálgicos de la sociedad y cultura contemporáneas con timbres espirituales e históricos desconocidos; el anuncio de que Jesucristo ha resucitado y es el Salvador de la humanidad, de que Él es el gozo y esperanza de las jóvenes generaciones.

Y quedará también un reto apostólico para toda la Iglesia, en especial, para sus pastores: el de saber decirle a la juventud de hoy por dónde pasa el Señor, el de saber indicarle dónde está y dónde vive, cómo se le encuentra. En una palabra, nos queda, urgido de nuevo, el reto de una pastoral juvenil exigente y valiente, que exhale el buen olor y la fuerza transformadora del amor de Cristo. Y quedará, sin duda, también un surco regado de vocaciones para el sacerdocio ministerial y para la vida consagrada… Y, muchos apóstoles, amigos y hermanos de los jóvenes, de manera singular de los que lo necesitan con urgencia –y hasta con angustia–: los heridos y arruinados en su salud y en su alma por todos los que les explotan y/o les olvidan encerrados en ese egoísmo que el pecado alimenta y las fuerzas del mal aprovechan.

Nuestra Archidiócesis de Madrid estuvo también en París. Miles y miles de jóvenes madrileños con su Arzobispo y sus Obispos Auxiliares, con los Vicarios Episcopales, muchos de los sacerdotes de sus comunidades parroquiales, grupos, asociaciones y movimientos apostólicos, participaron en la XII Jornada de la Juventud poniendo todo lo mejor de su fe, de su dinamismo humano y espiritual y de su espíritu de sacrificio al servicio de lo que constituyó otra vez una excepcional experiencia juvenil de la comunión eclesial en la esperanza, en la paz, en el gozo y en el amor de Jesucristo, compartido con todos los jóvenes del mundo. Estábamos seguros –y continuamos percibiéndolo así–, de que el compromiso plenamente asumido de la Archidiócesis de Madrid con la XII Jornada Mundial de la Juventud en París con el Santo Padre en este agosto memorable de 1997 surtirá el efecto de una más jugosa, más cierta y más generosa incorporación de nuestros jóvenes al objetivo central de nuestras preocupaciones pastorales y apostólicas: fortalecer la fe y el testimonio misionero de todo el Pueblo de Dios en Madrid, especialmente entre su juventud.

Las Jornadas de París salieron bien, muy bien. Muchos esfuerzos y empeños sacrificados de la organización, de los jóvenes voluntarios… muchos factores humanos intervinieron en el éxito. También el trabajo incansable de nuestra Delegación Episcopal de Juventud, puesta sin reservas al servicio de la Conferencia Episcopal Española y de todas las Diócesis de España. Se lo agradecemos muy de corazón. Pero la magnitud del acontecimiento, incluso visto y analizado con los ojos e instrumentos de la ciencia y la técnica sociológicas, desbordaba todas nuestras previsiones, pequeñeces y fallos: en definitiva los medios humanos y técnicos empleados fueron como en anteriores ocasiones muy modestos… «Su clave», la clave y la naturaleza del éxito, han sido otras: la de la conciencia responsable de la Iglesia, vivida por todos; y, en último término –lo reiteramos de nuevo–, la del Espíritu del Señor. Sí, París fue «un milagro», un innegable «acontecimiento carismático de extraordinaria frescura». María, nuestra Señora de París, tuvo y tiene esa clave en su corazón de Madre: de Madre de Jesucristo, de Madre de la Iglesia y de Madre de sus jóvenes, de Madre nuestra. ¡Cómo nos gustaría que ese «milagro» pudiera acontecer un día en Madrid!

Con todo afecto y mi bendición,

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P.D. Después de haber escrito esta carta, nos llega la noticia del fallecimiento de la Madre Teresa –de Calcuta, decíamos todos, con la conciencia de que era de toda la Iglesia y de todos los pobres del mundo–. Nos preguntábamos si debíamos cambiar el tema y tenor de la carta. Nos pareció que no. No se nos ocurre un mejor homenaje que asociarla a los jóvenes y al Papa. Con ellos gozó siempre. Con ella, ya fruto maduro de amor inmolado con el de Jesucristo por sus hermanos más débiles, vivimos hoy el gozo siempre joven de la esperanza de la Resurrección. Sus huellas, inconfundibles, las percibimos también en París.

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