Homilía en la Eucaristía por la Madre Teresa de Calcuta

S. I. Catedral Metropolitana de

Nuestra Señora La Real de la Almudena

Madrid 8.IX.1997; 19’30 horas

(Ap. 14,13; Sal 121; Rm 8,31b-35.37-39; Mt 5,1-12a)

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

HA MUERTO LA MADRE TERESA DE CALCUTA: SU «DIES NATALIS»

En la primitiva Iglesia, la Iglesia de los Mártires, de los que ofrecían su sangre y daban así la vida por El Señor, fechaban ese día –el de la confesión y oblación a Cristo sellada con la propia sangre– como su «dies natalis», como el verdadero día del verdadero y pleno nacimiento de aquél que había amado a Jesús, y con Jesús, hasta la muerte. A mí me parece que resuena también hoy desde el cielo la voz que escuchaba Juan, el Profeta del Apocalipsis, anunciándonos en el día de la muerte de la Madre Teresa, y para que pudiéramos referirla a ella: «escribe: ¡Dichosos ya los muertos que mueren en el Señor! Sí (dice el Espíritu), que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14,13). Las obras que acompañan a la Madre Teresa son obras de amor, de amor limpio, incondicional, crucificado, amor de Cristo. Son expresión inequívoca de ese Amor. Ya lo decía ella con una natural e inimitable sencillez –la propia de los Santos–: «La ocupación principal de las Misioneras de la Caridad se centra en dar de comer a Cristo, que tiene hambre; en vestir a Cristo, que está enfermo; y en ofrecer cobijo a Cristo, que padece desahucio. Hacemos esto dando de comer, vistiendo, cuidando y ofreciendo cobijo a los Pobres». El amor de Cristo reclama la vida toda, y a todos. A unos, en el filo de la confesión de la Fe, aún a costa de la sangre; a otros, en el día a día de un gastarse y desgastarse por los hermanos, sin que nadie ni nada nos pueda o deba apartarnos de Él. «¿Quién puede apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado» (Rm 8,35-37).

Sí, en todo esto ha vencido la Madre Teresa, porque el modo y estilo de cómo ella se ha acercado a los pobres a través de una dilatada vida de servicio incesante, incansable e incondicional, prestado a los más necesitados en el cuerpo y en el alma con bondad inagotable y con exquisita cercanía maternal –en el que le imitan sus hijas, desparramadas por todo el mundo– ha brotado y brota de una fuente inagotable: el AMOR DE CRISTO, vivido hasta el límite de la completa inmolación de sí misma.

La Madre Teresa se había consagrado muy joven –con dieciocho años– al Señor. Le había ofrecido toda su existencia, costándole mucho, con mucho sacrificio de ella y de su familia: «Seguir mi vocación fue un sacrificio que Cristo nos pidió a mi familia y a mí puesto que éramos una familia muy unida y muy feliz», confiesa con toda sinceridad. Misionera en Calcuta, dedicada a la enseñanza con mucha ilusión y satisfacción personales –consideraba que la tarea de la formación cristiana de las chicas de la clase media de la ciudad constituía una hermosa forma de apostolado–, sintió ya en los años más maduros de su juventud una llamada más apremiante del Señor que le pedía una donación más completa y exigente de sí misma. Le ocurría, tal como ella cuenta, en una noche de tren, camino de una lejana ciudad para hacer Ejercicios Espirituales. «Sentí una llamada dentro de mi vocación. Sentí que Dios quería de mí algo más. Quería que yo fuese pobre con los Pobres y que les demostrase mi amor bajo la dolorosa semblanza de los más pobres entre los Pobres». Era como «una nueva vocación», «una profundización de mi pertenencia a Cristo y de mi ser por completo suya».

Se repetía en la historia íntima de la Madre Teresa la vivencia plena de la identificación con Jesucristo recibida por gracia singular, como había acontecido en la biografía de otros grandes santos y santas. Como en el caso de «sus patronas» de profesión a la vida religiosa en las Hermanas de Loreto: las dos gran Santas del Carmelo, Teresa de Jesús –la de Avila– y la del Niño Jesús –la de Lisieux–. «En la Profesión elegí el nombre de Teresa. Pero no fue el nombre de Teresa, la Grande, la de Avila. Yo elegí el nombre de Teresa, la Pequeña: la del Niño Jesús», refiere ella con gracejo netamente «teresiano». Precisamente, en esa corriente de amor «teresiano», del apasionado amor a Cristo, en las huellas de Pablo, amor indomable e invencible frente a cualesquiera fuerza de este mundo –«ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor Nuestro» (Rm 8,38-39)–, invencible como el candor de un niño, se inscribe el amor practicado, vivido e irradiado por el rostro y la mirada, siempre joven y siempre amable, de la Madre Teresa de Calcuta.

«DICHOSOS LOS POBRE EN EL ESPÍRITU,
PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS»

El amor a Cristo se manifestó en la Madre Teresa como un amor al hombre hermano, al pobre: auténtico, sin límites, de una total gratuidad; desconcertante a los ojos del mundo y, por ello, verdaderamente revolucionario.

La Madre Teresa amaba a los pobres uno a uno: «Jesús habría muerto por un solo pobre». «Tanto las hermanas como yo nos ocupamos de la persona, de una sola persona cada vez. No se les puede salvar más que de uno a uno. No se puede amar más que uno a uno».

Pero, a la vez, los amaba a todos, con preferencia especial para los más humillados y despreciados: «Son los pobres más pobres, cubiertos de suciedad y de microbios, los leprosos, los abandonados, los discapacitados físicos y psíquicos, los que carecen de hogar, los enfermos terminales de sida, los huérfanos, los moribundos, aquellos a quienes todo el mundo desprecia».

Y los amaba en su verdad y en su dignidad inviolables: «Los pobres son personas magníficas. Nos dan mucho más que nosotros a ellos, empezando por el inmenso gozo que nos dan al aceptar las pequeñas cosas que conseguimos hacer por ellos».

Y los amaba cuanto más impotentes e indefensos. Amaba a los niños con singular ternura, aún antes de nacer. «El niño es un don de Dios –decía ella–. Tengo la sensación de que el país más pobre es el que tiene que asesinar al niño no nacido para permitirse más cosas y más placeres. ¡Que se tenga miedo de tener que alimentar a un niño más…!». Y se dejaba amar por ellos. Emociona la narración suya de una historia conmovedora de un niño de cuatro años de Calcuta que se sacrifica y se abstiene de tomar azúcar durante tres días para poder llevárselo, luego, en el cuenco de su manecita, a la Madre Teresa, a la que le faltaba azúcar para sus niños pobres. Se lo habían contado en el colegio…

Sí, en verdad no se encuentra ni un ápice de exageración en ese título de Madre de los pobres con el que la ha designado el Santo Padre; o, en aquél otro, que ella se atribuía a sí misma de representante de todos los pobres de la Tierra: «Yo he asumido la representación de los pobres del mundo entero: de los no amados, los indeseados, los desatendidos, los paralíticos, los ciegos, los leprosos, los alcohólicos, aquellos que quedan marginados por la sociedad, las personas que no saben lo que es el amor y la relación humana»

¿Cómo no reconocer hoy en esta celebración de la Eucaristía por la Madre Teresa, en la celebración del gran Sacramento y Misterio del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo, inmolado por nosotros en la Cruz y Resucitado en la fuerza del Espíritu Santo –Sacramento de la Comunión en la Nueva Alianza, la del Amor que vence al pecado y a la muerte–, que su vida en este mundo parece configurarse como una creciente incorporación al Sacrificio del amor victorioso del corazón de Cristo? ¿Cómo no percibir en la Madre Teresa con lo ojos de la fe y de la esperanza cristiana, que alienta hoy en toda la Iglesia y a la que ha dado expresión emocionada y autorizada la voz de Juan Pablo II, una de esas figuras a las que el corazón empuja a proclamar «dichosa» y «bienaventurada», con la Bienaventuranza del Evangelio?

En la Fiesta de la Natividad de Nuestra Señora

Celebramos esta solemnísima Eucaristía por la Madre Teresa en Madrid, en la Catedral de Nuestra Señora de La Almudena, el día de la Fiesta de la Natividad de María. Lo que pedimos y esperamos firmemente que haya sido su «dies natalis» fue posible porque tuvo su inicio en ese día en el que nació, limpia de pecado original, Inmaculada, María, la doncella de Nazaret, la Madre del Autor de la Vida y del Amor Hermoso. La devoción filial de Teresa de Calcuta a la Virgen presenta todos esos matices de confianza, intimidad y trato diario, propio de aquellas almas abiertas sin reservas a la voluntad del Padre. «María es nuestra Madre, la causa de nuestra alegría. Por ser madre, yo jamás he tenido dificultad alguna en hablar con María y en sentirme muy cercana a Ella». María, sin duda, le habrá ayudado a abrir bien los ojos del alma para ir descubriendo más y más, con la luz inefable del Espíritu, el rostro de Jesús, hasta poder llegar a ese momento en el que la poesía de Santa Teresa, la Grande, la de Avila, puede aplicársele a ella sin reservas, con el gozo cierto de los que creemos y esperamos en Jesucristo Resucitado:

«Véante mis ojos
dulce Jesús bueno;
véante mis ojos,
muérame yo luego.
Vea quien quisiere
rosas y jazmines
que si yo te viere,
veré mil jardines;
flor de serafines,
Jesús Nazareno,
véante mis ojos
muérame yo luego».

La herencia que nos ha legado la Madre Teresa de Calcuta a los cristianos y al mundo es la de un testimonio del EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO como EVANGELIO DE LOS POBRES; un testimonio, claro como el agua limpia, y sencillo como los ojos de un niño, de tal manera que lo puedan oír y ver bien los hombres y la sociedad de este tiempo tan orgulloso de sí mismo y tan envanecido por su poder.

El ejemplo evangélico de la vida de la Madre Teresa de Calcuta representa un don extraordinario de la gracia de Dios para su Iglesia, llamada a vivir, con la autenticidad de los humildes y la veracidad del amor compartido día a día con los pobres, el Misterio de la Comunión en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo.

Oremos con María y todos los Santos para que esa gracia prenda y fructifique en todos los surcos de la Iglesia, sobre todo, en el alma y el corazón de sus jóvenes.

Amén

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