La actualidad de una Santa Joven de nuestro tiempo
Mis queridos hermanos y amigos:
El próximo domingo, día del DOMUND’1997, Juan Pablo II proclamará doctora de la Iglesia a una joven carmelita francesa; en el siglo, Teresa Martin. Su nombre más popular, sin embargo, por el que la conocerían a lo largo de los últimos cien años la Iglesia y el mundo, sería el de Santa Teresa del Niño Jesús. El nombre completo, el elegido por ella el día de su Profesión religiosa: el de Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Cumplidos los 24 años, el 30 de septiembre de 1897, moría como «víctima de holocausto ofrecida al amor misericordioso del Señor» en el Carmelo de Lisieux después de una larga y muy dolorosa enfermedad. Poco después, en 1898, publicaban sus hermanas carmelitas uno de los libros espiritualmente más apasionantes del siglo XX: «Historia de un alma» ¡Verdaderamente revolucionario! En él se recogían sus escritos autobiográficos: páginas íntimas, palpitantes, reflejo de una extraordinaria trayectoria espiritual.
De la espiritualidad de Teresa del Niño Jesús dirá uno de sus mejores conocedores que es «la más misionera que se ha conocido en la Iglesia desde San Pablo». No es de extrañar, pues, que cuando el Papa Juan Pablo II, al finalizar la Eucaristía de clausura de la XII Jornada Mundial de la Juventud en París, en aquella mañana luminosa e inolvidable del domingo, 24 de agosto de 1997, anunciaba a más de un millón de jóvenes venidos de todas las rosas de los vientos, de la Iglesia extendida por todo el universo, que el domingo 19 de octubre próximo proclamaría Doctora de la Iglesia a Santa Teresa del Niño Jesús, prorrumpiesen en una larga y emocionada ovación ¡Teresa de Lisieux era suya! ¡Una joven de su tiempo! ¡Teresa era una joven protagonista de la apuesta por la santidad, tal como podía ser comprendida y gustada por las generaciones jóvenes de todo el siglo XX ante el desafío de su evangelización y de la misión hacia dentro y hacia fuera de la comunidad eclesial!
¿Cuál fue el secreto de la fascinación que comenzó a ejercer Teresa de Lisieux, a partir del momento mismo de su muerte, con una fuerza espiritual tan inaudita? Porque, en efecto, los frutos de conversión, de animación misionera, de transformación interior de tantas y tantos (animosos y tibios en su vida cristiana; pecadores, alejados de la fe e increyentes; sacerdotes, religiosos y religiosas, misioneros…; laicos de toda edad, estado, profesión y situación social y cultural…) que brotaron en el nuevo surco «teresiano», se manifestaron pronto y copiosos. Parecía como si se hubiese hecho realidad, constatable desde el primer momento de su tránsito a la Casa del Padre, el cumplimiento de su deseo –anhelo y promesa a la vez– expresado con convicción ardiente al final de su vida cuando su ofrenda total de amor a Cristo se colmaba: «Quiero ir al cielo para seguir haciendo el bien sobre la tierra. Haré caer una lluvia de rosas». Alguien, tentado de autosuficiencia intelectual, podría sonreír con aires de humana superioridad sobre la frase, en apariencia tan romántica, de la «pequeña Teresa». De hecho algunos intentaron, para jugar con ella, la fácil ironía. Y también, por qué no decirlo, otros, con piedad bienintencionada, pero con no excesivo gusto estético, se servían de la bellísima expresión «teresiana» para trazar una facilona y sentimentaloide imagen de la honda experiencia cristiana que traslucía. Nadie, no obstante, se atrevería a trivializar o falsificar a Santa Teresa del Niño Jesús si su «lluvia de rosas» sobre el mundo la contemplara en el contexto de aquella otra visión suya, en la que se presenta al pie de la Cruz recogiendo la sangre que chorrea de manos de Cristo Crucificado para encauzarla al corazón de los hombres más necesitados de su tiempo.
El alma de la que se ha llamado «la pequeña Teresa», la Teresa del «pequeño camino» como el instrumento propio para vivir el Evangelio, poseía en realidad talla de gigante. Había descubierto y expresado con su vida entregada a Cristo con la confianza y sencillez de una niña la inmensidad de su Amor Misericordioso, con su faz vuelta al hombre contemporáneo: al de este siglo nuestro que fenece, tan soberbiamente orgulloso de sí mismo, tan atormentado, y tan ansioso de esperanza.
El secreto de Teresa de Lisieux es el de ese «pequeño camino»: el de saber aspirar a ser amada por Cristo en medio de las debilidades, de las flaquezas, de las faltas y pecados propios, como un niño que confía y se entrega a Él con un amor total, abandonándose sin condiciones a su misericordia. Amor que se fragua en la oración interior o mental, o dicho simplemente al estilo de la misma Teresa, en la oración que surge del fondo del alma y se dirige como un coloquio filial a Dios Padre por Jesucristo, envuelta en el don del Espíritu Santo. Un amor divino que se desborda en favor del hermano, al convertirse en amor apostólico, en amor misionero, en una palabra: en un amor radical al prójimo. Lo mejor es dejarla hablar a ella misma, cuando cercana ya su muerte, al buscar su vocación como miembro del Cuerpo Místico, escribía: «entendí que la Iglesia tiene un corazón, y que este corazón está ardiendo de amor», y que sin él ni los apóstoles anunciarían el Evangelio, ni los Mártires derramarían su sangre; «entonces, llena de alegría desbordante exclamé: ¡Oh Jesús, amor mío, por fin he encontrado mi vocación: mi vocación es el amor… En el corazón de la Iglesia, que es mi madre, yo seré el amor; de este modo lo seré todo, y mi deseo se verá colmado».
Teresa del Niño Jesús representa una de las más vivas y más atrayentes versiones del Evangelio, ofrecidas a los hombres del siglo XX. Su camino, iluminado por su máxima espiritual del «todo es gracia» en la relación con Dios, se revela para todos aquellos contemporáneos nuestros, especialmente, los más jóvenes, que buscan la fe y que quieren librarse de las miserias morales y espirituales de la hora presente, como un itinerario certero, en la búsqueda de la conversión a Jesucristo muerto y resucitado, el Salvador, en el que se encuentra la clave de una existencia vivida en el amor: a Dios y al prójimo.
¡La lección evangélica de Teresa del Niño Jesús, impartida con el lenguaje inigualable de toda la persona, que se inmola por el amor de Cristo, no puede resultar una lección más «misionera»! Bien merece ese Doctorado de la Iglesia que el Santo Padre le reconocerá públicamente el próximo domingo: Domingo Mundial de las Misiones.
¡Que su «lluvia de rosas» siga cayendo sobre el Pueblo de Dios y sobre la humanidad!
Con mi afecto y bendición,