Carta Pastoral para el Domund 97

«Los misioneros, mártires como Cristo»

Queridos hermanos y hermanas:

La importancia de la celebración del DOMUND, la gran Jornada mundial de las misiones, «aumenta según afirma el Santo Padre en su mensaje para esta Jornada de 1997 a medida que nos acercamos al umbral del año 2000» (n. 1). En este año dedicado a Jesucristo, el primero de los tres preparatorios al gran Jubileo, el Día de las Misiones adquiere, además, la importancia especialísima que ha de darle la declaración de santa Teresa de Lisieux, Patrona ya de las Misiones junto a san Francisco Javier, como Doctora de la Iglesia, al cumplirse el primer centenario de su muerte. En la Misa de clausura de la pasada Jornada Mundial de la Juventud en París, ante más de un millón de jóvenes allí presentes, y ante los millones que en todo el mundo lo seguían por televisión, el Papa lo anunció solemnemente. Y ya antes, al final de su mensaje para este DOMUND 97, dado en el Vaticano el pasado 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés, Juan Pablo II expresaba su deseo de que, «en los umbrales del nuevo milenio, la Iglesia entera experimente un nuevo impulso de empeño misionero», de forma que cada bautizado, según su situación personal, haga suyo y viva, «el programa de la santa Patrona de las misiones: En el corazón de la Iglesia, mi madre, seré el amor… así seré ¡todo!» (n. 7).

A este reto misionero, pues, estamos llamados todos. Un reto que nos lanza, por una parte, el mandato último de Cristo: Id al mundo entero, y proclamad el Evangelio (Mc 16, 15); y, por otra, los millones de seres humanos que hoy en toda la tierra, aturdidos por innumerables noticias que las más de las veces no suscitan sino el vacío, el desconcierto, la desesperanza, o a lo sumo ilusiones, frágiles y pasajeras, siguen sin oír la única noticia salvadora: el Evangelio, la Buena Noticia de Jesucristo. Según estadísticas recientes, a las puertas del tercer milenio el número de aquellos que desconocen el Evangelio, o para quienes el Evangelio carece de significado o valor existencial, alcanza la cifra pavorosa de tres mil millones, que convierte en llamativamente insuficiente la de doscientos mil misioneros católicos (de ellos, veinticinco mil españoles), sobre todo si tenemos en cuenta la avanzada edad de muchos de ellos. El reclamo misionero en toda la Iglesia es, sin duda, urgentísimo; en él está en juego, no ya la permanencia de la Iglesia, sino de la propia Humanidad. Sencillamente, porque «no hay liberación alternativa –dice Juan Pablo II en su mensaje– con que poder alcanzar la verdadera paz y la alegría, que puede brotar sólo del encuentro con el Dios-Verdad: Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres (Jn 8, 32)». No hay, en efecto, alternativa alguna a la salvación de Cristo; ésta va «destinada a cada uno de los hombres, y cada uno de éstos en toda la tierra tiene derecho a llegar a conocerla; está en juego su destino eterno» (mensaje n. 2).

Esta desproporción entre la inmensidad de la mies y la escasez de los misioneros, irá en aumento en el futuro, debido al incremento demográfico de los países del llamado tercer mundo, donde la presencia católica es minoritaria, en significativo contraste con los países de mayoritaria tradición católica de la vieja Europa. Es decir, el grito de Cristo: La mies es mucha y los obreros pocos (Mt 9, 37), a las puertas del tercer milenio cristiano se hace especialmente dramático, como dramático resulta su mandato: Rogad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies (v. 38). En este DOMUND 97, somos llamados, pues, con especial urgencia a acudir al Señor, a poner la esperanza donde únicamente puede cumplirse, no en nuestras fuerzas, sino en la oración.

Orar significa, ante todo, ponerse plenamente en las manos de Dios, y vivirlo todo desde Él y para Él; sólo en Él está nuestra vida y nuestra fuerza, y de tal modo que no es posible disminuir ni un ápice la pretensión absoluta de Cristo: Sin mí, no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Así lo entendió la joven santa Teresa del Niño Jesús, y así lo entendió la Iglesia haciéndola Patrona de las misiones. «La vida y la enseñanza de Teresa dice el Papa en su mensaje para esta Jornada misionera corroboran el vínculo estrechísimo que existe entre misión y contemplación», y añade: «Estar sentados a los pies del Maestro (cf. Lc 10, 39) constituye sin duda el inicio de toda actividad auténticamente apostólica» (n. 5). El testimonio de quien en este DOMUND 97 será declarada Doctora de la Iglesia, viviendo la unidad radical en que consiste toda vida cristiana, adquiere hoy para nosotros, y para el mundo entero, una providencial proyección en el testimonio de otra Teresa, que asumió este nombre precisamente para seguir más de cerca a la santa de Lisieux, y que como ella ha mostrado de forma eminente que Cristo es todo, y en todos (Col 3, 11).

Teresa de Calcuta, la «Misionera de la Caridad», ha sido, en primerísimo lugar, testigo de Jesucristo, vivo en ella y reconocido por ella especialísimamente en los más pobres de los pobres. Nunca ocultó, ¡todo lo contrario!, la fuente divina de su amor sin límites que ha conmovido al mundo. En ella, como en Teresa de Lisieux, aparecen inseparables «misión y contemplación». Porque «el encuentro con el Cristo vivo es también encuentro con el Cristo sediento» (mensaje, n. 5). No es posible vivir con Cristo sin participar de su ansia de salvar a todos los hombres, de su amor infinito que le hizo gritar desde la Cruz: ¡Tengo sed! (Jn 19, 28). Esta sed hoy, ante tantísimos millones de hombres que todavía no han recibido el Evangelio, hace sentir más que nunca la incapacidad de las fuerzas humanas para la misión de la Iglesia, y con ello la urgencia de la santidad, del martirio, es decir, del testimonio de que es Cristo el único Salvador.

El lema del DOMUND de este año, Los misioneros, mártires como Cristo, nos introduce justamente en el misterio de la salvación, obra, no de hombres, sino sólo de Dios; de un Dios que se ha hecho carne y habita entre nosotros (Jn 1, 14). La vida cristiana consiste, básicamente, en hacer visible en medio del mundo la presencia de Cristo vivo en aquellos que somos miembros suyos, lo cual nos convierte en sus testigos, es decir, en sus mártires. El término griego mártir significa testigo, y de tal modo dan testimonio de Cristo los que por Él derraman su sangre, que a ellos especialmente se aplica el nombre de mártires. Sólo en el último año son más de sesenta los misioneros obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que han derramado su sangre por el Evangelio; de modo sobrecogedor en estas últimas semanas Argelia sigue siendo el mismo escenario de martirio de los primeros siglos cristianos. Quiera el Señor que como entonces, y como siempre ha sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia, la sangre de estos mártires sea abundante semilla de nuevos cristianos.

La misión de la Iglesia, hoy más que nunca, reclama a todos los bautizados el más auténtico testimonio de Cristo. ¡Sed testigos de Cristo!, decía Juan Pablo II a los jóvenes del mundo entero al concluir su homilía en la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud de París. Sea con el derramamiento de la sangre, si el Señor concede esta gracia, sea con el derramamiento de la vida entregada al Evangelio día a día, todos en la Iglesia estamos llamados a ser testigos, a ser verdaderos mártires de Cristo, el Mártir por excelencia: Testigo del amor del Padre hasta el derramamiento de su Sangre en la Cruz para la Redención de todos los hombres. Si dar testimonio de Cristo es hacerle presente a Él en la propia vida del testigo, a éste no le será posible hacerlo más que imitándole. Por eso en este DOMUND 97 la Iglesia nos recuerda con una fuerza especial: Los misioneros, mártires como Cristo.

Que la Virgen María, a quien llamamos Reina y Madre de los Mártires, porque es Madre de Cristo y Madre nuestra, y porque Ella misma, junto a la Cruz, se hace especialmente merecedora del título de Mártir, nos aliente a todos sus hijos, con su ejemplo, a hacernos también merecedores de tal nombre; sostenga con su ayuda maternal a todos los misioneros y misioneras en su testimonio de Cristo a lo largo y ancho del mundo; y con su intercesión poderosa, en este DOMUND 97 acompañada especialmente de santa Teresa de Lisieux, Doctora de la Iglesia y Patrona de las Misiones, alcance del Dueño de la mies la gracia de que envíe tantos y tan santos obreros a su mies como ésta lo necesita.

Con nuestro afecto y bendición para todos.

+ Francisco José Pérez y Fernández Golfín
Obispo de Getafe
+ Manuel Ureña Pastor
Obispo de Alcalá
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