Jesucristo: la Palabra de la verdad al servicio del ministerio de la Palabra

Introducción

Primera parte : VERDAD Y CREACIÓN

El hombre aspira a una palabra verdadera

La creación, primera palabra verdadera dirigida al hombre

Segunda parte: LA VERDAD REVELADA: CRISTO

Dios reaviva el diálogo con los hombres

La Palabra se hace carne

Tercera parte: LA VERDAD PERMANECE: IGLESIA

Los apóstoles, transmisores de la Palabra

Permanencia de la Palabra de Dios en la Historia por medio de la Iglesia.

La palabra de la Iglesia

La Palabra de Dios se comunica de modo personal

Acoger la Palabra en el silencio del corazón

El ejercicio del ministerio de la Palabra para la misión evangelizadora

María, madre y maestra en el servicio de la Palabra

INTRODUCCIÓN

1. Llegado al término de su caminar terreno, antes de su ascensión a los cielos, el Señor Jesús, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, prometió a los suyos enviar al Espíritu Santo, para que estuviese siempre con ellos y fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra . La misión de los Doce, cuya institución había tenido lugar precisamente «para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios», recibió su forma definitiva tras la resurrección, cuando Jesucristo los envió «por todo el mundo a proclamar la Buena Nueva a toda la creación».

Guiados por el Espíritu a la verdad completa, los apóstoles, sus sucesores y toda la Iglesia con ellos tienen desde entonces la tarea de difundir por todas partes el conocimiento de Cristo, ser embajadores y cooperadores suyos . Para ello es necesario hablar con sinceridad y como de parte de Dios , con toda valentía, con espíritu de fe, pues también nosotros creemos y por eso hablamos, «conforme a lo que está escrito: Creí, por eso hablé».

Así pues, perseverando en lo que hemos aprendido y creído, teniendo presente de quiénes lo hemos recibido, observando las palabras de salvación guardadas en el depósito apostólico, también nosotros estamos llamados hoy a la diaconía del Evangelio, al anuncio, la predicación, la exhortación y la enseñanza de la Palabra de la verdad, a dar testimonio de nuestro Señor sin avergonzarnos, pues no se nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y de templanza. Y a hacerlo de modo adecuado a las circunstancias de nuestro tiempo; es decir, a hacerlo de un modo nuevo.

Testigos de Cristo hasta los confines del mundo

2. La gran tarea de la nueva evangelización, cuya urgencia al final de este milenio nos recuerda el sucesor de Pedro, Juan Pablo II, es irrealizable sin un ejercicio, renovado espiritualmente, de ese «ministerio de la Palabra» que el Señor asumió con toda su vida y encomendó a los suyos, y para cuyo cumplimiento envió al Espíritu Santo sobre su Iglesia.

La recomendación de Pablo a Timoteo de «reavivar el carisma de Dios» cobra una singular actualidad para nosotros, miembros de la Iglesia que peregrina en Madrid a finales de este siglo XX, que, apoyados en la oración, deseamos ardientemente «fortalecer la fe y el testimonio misionero de todo el pueblo de Dios» y, en sintonía con las orientaciones de la exhortación apostólica Tertio millennio adveniente, tratamos de «anunciar el Evangelio a todos, creyentes y no creyentes», tal como nos hemos propuesto en nuestro Plan Pastoral para el trienio 1996-1999. Cobra actualidad precisamente ahora, cuando se ha iniciado un nuevo curso pastoral y, a la vez, está finalizando un año dedicado todo él a Jesucristo: «al descubrimiento de Cristo Salvador y Evangelizador». El examen de nuestras experiencias apostólicas y pastorales vividas en el curso pasado 1996/97, el de la puesta en marcha de nuestra respuesta diocesana al reto de la nueva evangelización en Madrid, nos anima a proseguir con fortaleza y gozo la tarea emprendida; pero, sobre todo, a ahondar en ella como exigencia del carisma de la verdad, como una respuesta fiel a Cristo, que es la Palabra de la Verdad.

Un renovado «ministerio de la Palabra»

3. Hoy, quizá más que nunca, abunda la palabra entre los hombres; o, mejor dicho, abundan «las palabras». No sólo el espacio físico se encuentra saturado de palabras que nos llegan por los medios de comunicación social, sino que, además, el espacio vital nuestra propia casa, incluso el ámbito interior de nuestra intimidad y de nuestra conciencia se ve asediado minuto a minuto por una invasión verbal que nos deja insatisfechos, y nos aturde. Sus mensajes responden a múltiples necesidades de la existencia humana comerciales, económicas, políticas, culturales…; pero casi nunca apuntan a las grandes cuestiones, y apenas tienen que ver con la gran necesidad del hombre: conocer la verdad, la única que le puede salvar. Es una «cultura de la palabra» que, en el fondo, se revela insuficiente y superficial. ¿No será que falta la Palabra verdadera, aquella que corresponde plenamente a la inquietud de nuestro corazón? A su servicio está llamada nuestra persona y nuestra palabra, aunque «llevamos este tesoro en recipientes de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» .

La Palabra asediada por la invasión de las palabras

PRIMERA PARTE

Verdad y creación

El hombre aspira a una palabra verdadera

4. La vida está transida de un afán por la verdad, como se manifiesta en la misma experiencia cotidiana de la persona, entretejida de un sinfín de relaciones personales, familiares, profesionales… Desde lo más profundo de nuestro ser deseamos que esas relaciones respondan a la verdad de lo que somos nosotros, y de lo que son los demás. Anhelamos unas relaciones fundadas en la verdad. Si ésta falta de manera sistemática, lo consideramos una ofensa, un agravio. El padre se siente defraudado si el hijo lo engaña; la actitud de confianza propia del discípulo da paso a la desconfianza cuando el maestro miente; la amistad se quiebra si no está presidida por la verdad; la mentira usada como recurso político en la vida pública mina el fundamento mismo de la sociedad. El hombre, en definitiva, anhela la verdad en su vida cotidiana; sin ella, se hace imposible la confianza y la convivencia; o lo que es lo mismo, una existencia en común, digna de la persona humana. Cuando se carece de verdad, la vida se convierte en una gigantesca farsa en la que perece toda dignidad: la de la persona y la de los pueblos.

Desde lo más íntimo de su corazón, la persona aspira a que las relaciones que conforman su vida estén fundadas en la verdad. Así, a lo largo de los siglos, en las diversas culturas la falta de respeto a la palabra, la ruptura entre ésta y la verdad, siempre fue sentida como un atentado a la convivencia y a la dignidad misma de la persona. «No tener palabra»; «faltar a ella»; «ser un hombre de palabra», etc., son expresiones mediante las cuales la sabiduría popular manifiesta esta convicción. El hombre aspira a una palabra verdadera, que coincida con la realidad y con la persona. Esta relación entre el peso de un hombre y el de su palabra vivida al menos como horizonte ideal expresa una intuición humana muy profunda: el hombre tiende a la unidad entre sus relaciones y su ser; tiende a recibir y ofrecer una palabra verdadera, una palabra en la que se exprese realmente el don de la persona. Aquí reside el fundamento de las relaciones humanas esenciales: de la familia, de la amistad y de la vida social misma.

Por otro lado, cuando el hombre se entrega al estudio de la filosofía, de la Historia, o de la ciencia, responde a la urgencia por comprender la realidad, la verdad de las cosas y del universo entero. Es bien sabido cómo la investigación y el dominio del mundo material han alcanzado en estos últimos tiempos un desarrollo extraordinario, hasta el punto de que difícilmente se puede entender la vida de nuestra sociedad sin la confianza otorgada a la palabra de la ciencia: de la medicina, de la física y de todas las otras ciencias con las que el hombre profundiza en el conocimiento de sí mismo y en la verdad del universo. Este progreso está llamado a «contribuir muchísimo a que la familia humana se eleve a más altas concepciones de la verdad, el bien y la belleza, y a un juicio de valor universal «.

La sed de verdad, en la raíz misma de la persona

5. Pero el afán por la autenticidad de las relaciones humanas, así como el avance constante en el conocimiento de la verdad científica, tan característicos de nuestro tiempo, contrastan sorprendentemente con la renuncia a una verdad más profunda de la existencia, que el hombre siempre ha buscado y, de algún modo, encontrado . Quizá por haber cedido a la tentación de la autosuficiencia, que puso su confianza en proyectos puramente socio-políticos y en utopías irreales, que se han mostrado incapaces de responder a las necesidades propias del corazón del hombre, se ha generado y extendido una especie de escepticismo, precisamente a propósito de las grandes cuestiones sobre el sentido de la existencia. Se podría hablar de un agnosticismo de moda, que afecta a las verdades fundamentales, a la verdad sobre la que se funda la vida humana. Son muchos los que desalentados por la experiencia cotidiana, que parece decir una palabra clara únicamente sobre las necesidades inmediatas, han dejado de pensar que la vida humana pose una significación propia e intransferible, que va más allá de la muerte; y, por consiguiente, han dejado de esperar. No sólo la «des-ilusión», sino, lo que es cualitativamente peor, la «des-esperanza», han pasado a ser la tónica y estilos de muchas vidas, y de muchas vidas jóvenes, en la sociedad actual.

Este escepticismo niega que existan verdades válidas para todos; más aún, afirma que la existencia de una palabra que pretenda proponer una verdad cierta sobre el sentido de la vida humana es peligrosa para una adecuada convivencia. Por el contrario, una tolerancia que merezca tal nombre ha de ser entendida como el obligado respeto a la libertad y a la dignidad de la persona, aun si sus opiniones aparecen equivocadas, pero no como un relativismo que reduce a insignificante toda conciencia de verdad y toda convicción personal.

Sin embargo, dígase lo que se diga, el corazón del hombre no está quieto, no se puede conformar con los avances científicos, que sólo ofrecen verdades parciales, pero no las razones íntimas de las cosas y del hombre mismo, al utilizar un método que no puede ser considerado como la regla suprema para hallar la verdad en todas las dimensiones de la existencia . Por otro lado, el anhelo de autenticidad en las relaciones humanas, si prescinde de la búsqueda de la verdad más profunda de la vida, puede conducir a una ética individualista y subjetivista, «para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación misma de la naturaleza humana» .

La renuncia a la verdad produce escepticismo y relativismo

6. Cuando el hombre no busca la verdad profunda de la vida, está poniendo en juego su propia dignidad. Una actitud auténticamente humana, conforme a la razón y a la voluntad libre, entraña la búsqueda de la verdad, así como el esfuerzo por vivirla, profundizarla y transmitirla . En esta búsqueda personal, el hombre nunca camina solo; por el contrario, se encuentra siempre con la compañía y la ayuda «de la enseñanza, de la comunicación y del diálogo, por medio de los cuales los hombres se exponen mutuamente la verdad que han encontrado o juzgan haber encontrado».

Una familia, un pueblo o la sociedad en general se manifiestan sanas, como espacios de auténtica humanidad, cuando comunican palabras con un contenido verdadero y bueno que suscita adhesión, y forman un hombre que juzga las cosas y los acontecimientos con criterio propio a la luz de la verdad, que actúa con sentido de responsabilidad, y que se esfuerza por secundar todo lo que es verdadero y justo. Por el contrario, todas esas realidades básicas para la existencia humana entran en crisis cuando se muestran incapaces de transmitir, con persuasión, palabras que introduzcan a la significación propia y trascendente de la vida.

Sin la búsqueda de la verdad, está en juego la dignidad y la misma existencia humana

7. La búsqueda y afirmación de la verdad son estructuralmente necesarias para la existencia y la libertad de la persona, y para el adecuado desarrollo de la vida social. Sin el don de una palabra verdadera no es posible satisfacer el anhelo de libertad, tan vivo en el hombre contemporáneo. La libertad, ciertamente, es puerta de acceso a la verdad, pues este acceso ha de ser libre para que sea humano; pero también, de modo recíproco, la verdad presta un servicio indispensable a la libertad. En efecto, ésta es interpelada en su capacidad de decisión y de adhesión precisamente en la medida en que tiene ante sí algo verdadero y bueno. Por el contrario, una exaltación de la libertad como pura capacidad de elección, desprovista de la referencia a la verdad, frustra su misma dinámica, que nunca llega a su fin, a su plenitud; no se satisface nunca. Así pues, negar el horizonte de la verdad fundante de la existencia, renunciar a su búsqueda, cerrarse a la posibilidad de una palabra verdadera sobre el hombre, hace de la libertad algo banal, porque ésta, sin aquélla, acaba extenuándose en una tensión continua que nunca consigue aquello que colma el corazón humano.

«La libertad es valorada en pleno solamente por la aceptación de la verdad» . En efecto, todo ideal o proyecto social conlleva la afirmación de unos valores, de algo que aparece como deseable, de una palabra que se ofrece como guía en el camino de la libertad. Pero si ésta no mantiene una relación honrada con toda la verdad sobre el mundo, el hombre y Dios, cae en la arbitrariedad, se transforma en amor propio, acaba sometida a cualquier pasión, e incluso se convierte en el humus de futuros totalitarismos. En el fondo, todo totalitarismo «nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad…, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás». Pues la verdad no es la decisión arbitraria del poderoso, ni resulta sin más del consenso de la mayoría, sino que posee un fundamento objetivo en la realidad misma de las cosas creadas por Dios, que el hombre de corazón recto puede reconocer .

————————————————————————    Sin la verdad, la libertad acaba extenuándose y da paso a los totalitarismos
La creación, primera palabra verdadera dirigida al hombre

8. La obra creadora no es sino el resultado del hablar primero de Dios para el hombre, como aparece en el libro del Génesis: Dios dijo, y así fue. Cuando Dios habla, crea, y la realidad creada es el fruto de la Palabra divina: «Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe» .

El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y puesto por Él en una relación sana con el mundo, pone nombre a todos los seres vivientes , habla por primera vez para responder a la realidad que Dios crea. Así pues, la creación antecede a cualquier acción y palabra humana; el hombre se relaciona con ella y procura comprender su lenguaje, su mensaje, lo que él mismo es y el mundo en el que se inserta. Por ello, una palabra verdadera no es una fantasía que crea la mente de manera arbitraria, sino el resultado de conocer la verdad, fruto de una relación adecuada entre la realidad que le es dada al hombre y el hombre mismo.

A través del lenguaje de las criaturas, Dios habla y se manifiesta, da perenne testimonio de sí. El hombre puede entregarse confiadamente a la verdad y a la fidelidad de lo expresado por Dios en todas las cosas; porque Dios es la Verdad misma y sus palabras no pueden engañar , pero al mismo tiempo, «por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias, y de un orden y leyes propias que el hombre debe respetar».

La realidad creada antecede a la palabra humana

9. No obstante, el Génesis es tan sólo el comienzo de un diálogo destinado a alcanzar toda su precisión, belleza y verdad en el Hijo encarnado, en la Palabra de Dios hecha carne. El sentido y destino último de la creación es desvelado por Cristo, pues «Él es la Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra…: todo fue creado por Él y para Él». Creación y redención, creación y salvación, no hablan sino del único designio de Dios sobre el hombre. En el plan divino, la creación tiene como destino ser consumada en Cristo; o, dicho de otra manera, la creación no está definitivamente concluida hasta que alcanza su salvación en Cristo. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo…, por cuanto nos ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad…»

El designio iniciado con la creación testimonia, ante todo, que Dios ama al hombre de un modo particular y diverso de las demás criaturas, que su corazón de Padre lo ha elegido para elevarlo a la dignidad de hijo adoptivo. Por eso, toda la historia del hombre consiste, en definitiva, en ir desvelando el significado de la Palabra que Dios comenzó a decir con su creación.

«Todo fue creado por Cristo y para Cristo»

10. Mas el hombre, al caer en la tentación de dudar de la Palabra de Dios, de su benevolencia y de su fidelidad, rompió por el pecado la armonía que mantenía con Él; y, de este modo, la que mantenía consigo mismo, con los demás y con todas las criaturas. Como consecuencia, la bondad de la creación se ve entreverada de fatiga, dolor, espinas, abrojos y muerte. El lenguaje creador de Dios se hace menos transparente para la inteligencia y la libertad humanas, oscurecidas y debilitadas en parte por el pecado. De hecho, el progreso de la desconfianza en el Creador, tal como lo narra el libro del Génesis, culmina en la confusión de Babel. El pecado hace menos inteligible el lenguaje de las criaturas; las palabras de los hombres se hacen ambiguas; ya no son sólo expresión del don de la creación, sino también vehículos del oscurecimiento e infidelidad del corazón humano.

Pero Dios, fiel a su Palabra y a sus promesas, no deja de hablar e interpelar al hombre. De hecho, a lo largo de los siglos, los hombres, en diálogo continuo con la creación, han ido encontrando respuestas a los interrogantes fundamentales de la existencia, oteando incluso el misterio de Dios, como bellamente describe san Agustín: «Pregunté a la tierra y me dijo: No soy yo. Y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles, y me respondieron: No somos tu Dios; búscale sobre nosotros. Interrogué a las auras que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: Se engaña Anaxímenes; yo no soy tu Dios. Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas. Me respondieron: Tampoco somos nosotros el Dios que buscas. Dije entonces a todas las cosas que están fuera de la puerta de mi carne: Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de él. Y exclamaron todas con gran voz: Él nos ha hecho. Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su aspecto».

Los pueblos, a lo largo de la Historia, han acumulado una sabiduría vivida que se ha transmitido a las nuevas generaciones para introducirlas en el conocimiento de la realidad, y en el sentido y destino de la existencia humana. Pero también se constata que las respuestas a los grandes interrogantes del hombre han variado de un pueblo a otro. No sólo han sido distintas, sino, además, contradictorias e incompatibles. Sin embargo, este hecho, que fácilmente podría inducir al escepticismo, o a la persuasión de que no hay verdades objetivas y absolutas, lo que pone de manifiesto es el peculiar estado de pecado en que ha caído el hombre desde el principio.

La existencia del mal, en sus múltiples facetas, y el oscurecimiento del corazón humano, como consecuencia del pecado, no impide que el hombre atisbe luces de la verdad en ese diálogo con la creación que supone la vida; aunque esos destellos de la verdad percibidos por el hombre se distorsionan fácilmente cuando se insertan en maneras de vivir y de pensar extrañas a la verdad e incapaces de adecuarse al destino que Dios ha querido para la Humanidad, a saber: la plenitud del hombre en Cristo, en la Palabra creadora de Dios hecha carne. Pues, en efecto, la Sabiduría de Dios es la única que puede introducir en la comprensión verdadera de todas las cosas y de su definitivo destino.

La inteligencia y la libertad, oscurecidas por el pecado

SEGUNDA PARTE

La Verdad, revelada: Cristo

Dios reaviva el diálogo con los hombres

11. Ante la incapacidad de los hombres para desvelar la palabra de la creación, le pareció bien a Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad; toma, pues, la iniciativa de hablar a los hombres como amigos, y los acompaña en el descubrimiento de la verdad, preparando los caminos de la salvación. Dios se hace presente en la Historia acercándose a hombres concretos, llamando a Abraham, para que su existencia, fundada de nuevo sobre la confianza en la Palabra de Dios y en su promesa, fuese una bendición para todos los pueblos, testimonio vivo de aquella Palabra que sostiene el universo y que corresponde a los anhelos del corazón humano.

También los israelitas, siendo sólo un pueblo de esclavos en Egipto, han visto cómo la palabra dirigida por Yahvé a Moisés se cumplía ante sus ojos atónitos. El poder del Faraón palidecía ante la fuerza de aquella Palabra, que hacía salir a su pueblo de la tierra de la servidumbre. El camino del desierto confirma su eficacia, pues Israel experimenta cómo la potencia de la Palabra de Yahvé responde a sus necesidades más elementales, el hambre o la sed. Y con la llegada a las puertas de Palestina contemplan de nuevo cómo los que pretenden impedirles la entrada fracasan estrepitosamente, porque Yahvé acompaña a su pueblo.

La Palabra creadora se pone de manifiesto ahora, en la Historia, en la historia de Israel, con la iniciativa constante en favor de su pueblo. Es tal su eficacia al realizar lo que enuncia, que la lengua de Israel, el hebreo, expresa con un solo término la palabra y el hecho o realidad designada por ella. Ésta no es sino la realización de aquélla. Este fenómeno lingüístico es la expresión de su experiencia: cada vez que Yahvé pronunciaba una palabra, se realizaba. Uno de sus grandes profetas lo proclamará genialmente: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido mi encargo».

La Palabra de Dios, que realiza lo que dice, se revela en la historia

12. A lo largo de la Historia, Dios suscita a los profetas para guiar y acompañar a su pueblo, que siente, deslumbrado, la tentación de apoyar su existencia en la fuerza y la riqueza de las poderosas naciones vecinas, y no en la obediencia a la Palabra que los había constituido como pueblo. Los profetas recuerdan a Israel la fidelidad de Dios, y lo llaman a confiar y esperar en su Palabra, que «permanece por siempre» y que, desde el inicio, es realización de una promesa que aguarda su desvelamiento definitivo .

El profeta será para el pueblo el modelo de una existencia determinada por la fuerza de la Palabra de Dios, hasta el punto de constituir su destino personal; será como su signo viviente: «Me llegó esta palabra de Yahvé, que decía: `Antes que te formara en el vientre te conocí, antes que salieses del seno materno te consagré y te designé para profeta de pueblos…’ Yahvé tendió su mano y, tocando mi boca, me dijo: He aquí que pongo mis palabras en tu boca». La vocación y misión del profeta están definidas por esta Palabra, que no procede de ellos mismos, sino de Yahvé, y de la que, por tanto, no pueden disponer a su antojo.

El profeta, sin embargo, no se limitaba a ser un transmisor mecánico del mensaje que le era encomendado. Para poder anunciar la Palabra de Dios, el profeta tenía que hacerla suya, asimilarla, como dice Ezequiel: «Abre la boca y come lo que te presento. Miré y vi que se tendía hacia mí una mano que tenía un rollo. Lo desenvolvió ante mí, y vi que estaba escrito por delante y por detrás, y lo que en él estaba escrito eran lamentaciones, elegías y ayes… Yo lo comí y me supo a mieles. Luego me dijo: Hijo de hombre, ve, llégate a la casa de Israel y háblales mis palabras». Así pues, aunque no es suya, esa Palabra pasa a través de su persona: «Hijo de hombre, todas las palabras que yo te digo recógelas en tu corazón y escúchalas con atención y ve luego a los deportados, a los hijos de tu pueblo, y háblales diciendo: Así dice el Señor, Yahvé».

Dios suscita a los profetas para guiar a su pueblo

13. De hecho, cuando los profetas pronunciaban una palabra que tenía su origen en Yahvé, se realizaba; mientras que cuando procedía del profeta mismo, es decir, cuando éste rehuía ser vehículo de la Palabra de Dios y osaba suplantarla con la suya propia, enmascarándola, no se cumplía. El origen divino de la Palabra se ponía de manifiesto en su cumplimiento. Este hecho permitía diferenciar al verdadero del falso profeta; la palabra de éste último no se cumplía: se encontraba vacía, no contenía la fuerza para cumplirse. La misma característica distinguía a Yahvé de los ídolos. Éstos eran falsos, porque eran vanos, vacíos; no contenían la realidad que aparentaban. Su pretensión de ser dioses como Yahvé quedaba desmentida por los hechos: «Tienen boca y no hablan, tienen manos y no tocan, tienen pies y no andan…» Las palabras de los falsos profetas no son verdaderas porque carecen de realidad.

El profeta puede ser portador de un bien para su pueblo en la medida en que acoge una Palabra que no es suya. Sin ella se hallaría tan desvalido como cualquier otro hombre; la densidad de sus palabras y la potencia de su espíritu nunca superarían esa impotencia. En cambio, al hacerse disponible para Dios, se convierte en un instrumento eficaz de su presencia, capaz de contribuir a la renovación y reconstrucción de su pueblo. El profeta sólo puede prestar este servicio en la medida en que acepta ponerse en manos de Aquel que es el único que tiene la capacidad de hacer todo nuevo. La contribución al bien de su pueblo depende de su obediencia.

La eficacia de esta Palabra pone de manifiesto su verdad. Su eficacia es tal, y su contenido tan realmente denso, que permanece en el tiempo. Para el pensamiento bíblico la verdad ha de ser lo que dura en el tiempo. En esto coincide con la experiencia humana elemental: el amor de una madre a su hijo es verdadero porque dura; las dificultades y los avatares de la vida no significan un obstáculo, antes bien se revelan como la ocasión para poner en evidencia el amor de la madre. Así como éste permite el crecimiento del niño, la fidelidad de Yahvé a su Palabra permite el nacimiento y el desarrollo de Israel como pueblo. Sin ella Israel no habría perdurado, como resulta de la comparación con las naciones que le circundan; con ella, en cambio, puede atravesar las vicisitudes cambiantes de la Historia sin perder su identidad como pueblo. Israel, pues, llega a la convicción de que la Palabra de Yahvé, que lo acompaña, es verdadera, porque se ha manifestado eficaz a lo largo de la historia que ha vivido y de la que ha sido testigo.

El cumplimiento de la Palabra distingue a los veraderos de los falsos profetas

14. Todo el Antiguo Testamento vive con la conciencia clara de poseer una Palabra bien distinta de la mera palabra humana, incluso de la palabra religiosa pensada y elaborada por los hombres. Israel cree haber recibido una verdadera Palabra de Dios. «Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo al otro del cielo Palabra tan grande como ésta?, ¿se oyó cosa semejante?, ¿hay algún pueblo que haya oído la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?, ¿algún dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios, hizo con vosotros en Egipto? Te lo han hecho ver para que reconozcas que el Señor es Dios, y no hay otro fuera de él».

Confiados en la eficacia de la Palabra de Yahvé, experimentada constantemente a lo largo de su historia, Israel vive en la esperanza de una realización más plena, conforme al designio divino de llevar a plenitud la creación, tal como Dios lo había venido reiterando a través de las promesas hechas desde los tiempos de los patriarcas, y cuyo cumplimiento definitivo anuncian incansablemente los profetas. De esta forma caminaba el pueblo hacia la gran manifestación de Dios .

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Israel sabe que ha recibido una Palabra sin parangón humano

La Palabra se hace carne

15. «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo». Este texto enuncia bien la novedad que ha tenido lugar: las «muchas veces» y los «muchos modos» de las palabras de Dios pronunciadas por medio de los profetas se han convertido, «en los últimos tiempos», en la Palabra única y definitiva que Dios ha pronunciado, «porque en darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una Palabra suya -que no tiene otra-, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar».

Esa Palabra que Dios ha enviado por último a los hijos de Israel se ha manifestado a través de «lo que sucedió en toda Judea»: el acontecimiento salvífico de Jesucristo, que se inicia con la encarnación y culmina en el misterio de su cruz y resurrección. No se trata de una nueva promesa -una promesa más-, como la de los profetas, sino del cumplimiento de todo el designio divino; por eso san Pablo puede decir que Cristo es el amén que Dios ha pronunciado a todas sus promesas.

San Juan lo ha expresado en una frase sintética: «La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». El Verbo, que desde el principio estaba con Dios y era Dios, se ha manifestado a los hombres plena y definitivamente en la persona e historia de Jesús de Nazaret. Con Él ha entrado en la Historia la Palabra, a la que debe la existencia la creación, y con la que Dios cumple su pacto con Israel.

Los discípulos llegan a esta convicción recorriendo un largo camino de convivencia con Jesús, asombrados ante un hombre que «habla con autoridad y no como los escribas», que tiene la conciencia de ser el cumplimiento de la promesa profética: «Hoy se cumple esta palabra que acabáis de oír», dice en la sinagoga de Nazaret, tras la lectura del profeta Isaías, ante un auditorio que «tenía los ojos fijos en Él». Sus obras testimonian la verdad de su pretensión, como lo indica su respuesta a la embajada de Juan Bautista: «Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan… y se anuncia a los pobres la Buena Nueva». La confianza profunda que los discípulos llegan a depositar en las palabras de Jesús queda reflejada en la respuesta de Pedro cuando les pregunta si también ellos quieren abandonarle: «¿A dónde iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» . Es, pues, la palabra de Jesús, una palabra que pone en juego la libertad del hombre y suscita su adhesión; su contenido de verdad provoca de modo incomparable a la razón y la libertad humanas. Nadie que lo mire con un mínimo de atención puede quedar indiferente.

La Palabra, manifestada en la persona e historia de Jesús de Nazaret, cumple la promesa de Dios

16. La razón última de la diferencia entre sus palabras y las de otros la explica el mismo Jesús: «La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado». La existencia terrena de Jesús refleja el misterio de la vida trinitaria: el Padre se expresa totalmente en la generación del Hijo, su Palabra, y todo lo que Éste realiza es expresión del Padre, de quien recibe todo su ser. Esto explica que Jesús en su manera de hablar y callar, actuar y sufrir, orar o, sencillamente, existir, sea la revelación de la más profunda verdad de la vida. Debido a la unión de su humanidad con la persona del Hijo, no hay nada en Él que no sea revelación de Dios: no sólo su doctrina, sino toda su existencia; no sólo una palabra o una acción por separado, sino toda su vida y, en especial, su muerte y su resurrección. Su propia persona es su palabra; no entrega un mensaje, sino que se entrega a sí mismo sin reservas en su palabra y en su obra: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

Esta pretensión de Jesús no tiene los rasgos de una orgullosa arrogancia, sino de una actitud de servicio a los hombres, mediante la cual cumple su misión en obediencia al Padre, como se puede verificar a lo largo de toda su existencia histórica. En este amor y obediencia del Hijo, Dios habla de sí a la Humanidad, y «la Humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios». Por ello, Jesucristo es el centro del universo y de la Historia, la Palabra en la que encuentra la creación la verdad y la paz, «pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas».

Jesús -su persona, toda su vida-, revelación plena del Padre

17. La certeza de que su persona es la plenitud de lo humano, le permite someterse al examen de cualquier hombre. Por ello, a los primeros discípulos les dice «venid y lo veréis», invitándolos a una relación basada en el ejercicio pleno de la razón y la libertad, de modo que su adhesión a Él sea verdadera y profundamente humana. Por este camino, adecuado a la naturaleza del hombre, Jesús nos llama a reconocer en Él al Hijo de Dios, hecho carne: la presencia definitiva de Dios en la Historia.

Dios responde así al hombre que busca la verdad; pone ante él, por la presencia palpable de un hombre, a Aquel en el que puede reconocer lo que anhela, porque responde a la sed de su corazón. La mujer samaritana había intentado saciar su sed de muchos modos, sin conseguirlo. Ante la persona de Jesús, que le promete un agua que la sacie para siempre, le suplica: «Dame de esa agua para que no sienta más sed». Para poder beber de esta fuente de la vida no se requiere ningún mérito humano previo, ninguna especie de «esfuerzo» o «rendimiento ético» antecedente, sino que basta la humildad y sencillez de un corazón arrepentido, que busca, orando, el rostro de Dios; y ésta es la actitud donde reside la auténtica moralidad, que permite reconocer el bien cuando se presenta delante. Humildad y sencillez suscitadas por la presencia de un hombre que «le había dicho todo lo que había hecho». ¿Cómo es posible que alguien a quien se le dice todo lo que ha hecho, sienta su persona de tal manera exaltada, que se lo comunique inmediatamente a los demás? Aquella mujer se vio envuelta en una ternura que correspondía a la sed de su corazón más que todos los abrazos recibidos de sus diferentes maridos. A un corazón que no ha cegado su exigencia de ser amado, que mantiene de algún modo aquella apertura original con la que vino al mundo, le basta un instante para percibir a quién pertenece.

Lo mismo les sucedió a otros personajes del Evangelio, especialmente a aquellos que estaban inmersos en la miseria del pecado. Estar con Jesucristo, vivir en su cercanía, recibir su visita, encontrarse en su presencia, permite experimentar la vida con la conciencia de saberse acogido y perdonado, con una alegría y una plenitud que no han sido capaces de conseguir los esfuerzos hechos hasta entonces. Sus palabras «son espíritu y vida», iluminan la propia historia personal, la del pueblo y, en última instancia, toda la historia de Dios con los hombres, hasta sus entrañas más íntimas, hasta donde sólo el misterio del Amor misericordioso puede llegar, redimir, liberar, sanar, elevar… En efecto, el encuentro con Jesús suscita una correspondencia «universal». Jesús se dirige a todos los hombres y se dirige a todo el hombre. En ese encuentro se incluye toda la realidad y todo lo humano, menos el pecado. Es, pues, una experiencia «católica».

Con la certeza de ser la plenitud de lo humano, Jesús invita a todos los hombres y a todo el hombre: «venid y veréis»

18. Aquellos que tienen la dicha de cruzarse con Él en el camino de la vida, que se embarcan en su seguimiento, entran de un modo sencillo, accesible a todos, en la verdad, de modo análogo a como lo hace el niño en la relación con sus padres. Este seguimiento es la respuesta adecuada a la Palabra hecha carne, el camino escogido por Dios para llevar a cabo la comunicación con el hombre. De este modo, como María en el momento de la encarnación, pronuncian los apóstoles su personal «hágase en mí según tu palabra». Y comprenderán plenamente las palabras y obras de Jesús con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés: «Cuando os envíe el Espíritu de la verdad, Él os llevará a la verdad plena». Este Don hace posible el reconocimiento de la verdad, la acogida de la Palabra, es decir, de Jesucristo, pues «nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo».

En Pentecostés, Jesús realiza gratuitamente, por el don de su Espíritu, lo que el esfuerzo titánico del hombre no pudo llevar a cabo en Babel: El Espíritu Santo incorpora la Humanidad a la comunión con el Hijo y con el Padre, con el Dios único y verdadero, en quien el corazón encuentra saciada su sed de reconciliación, de verdad y de vida. Se hace posible al mismo tiempo la unidad entre los hombres; se supera la antigua y universal división de las lenguas, al resonar de nuevo en medio del mundo una palabra que restablece la comunicación entre todos los pueblos y culturas: la palabra de los testigos de Jesucristo, vivificada por su Espíritu; vínculo de perdón, de unidad y de comunión, que no está ya al servicio del odio y del dominio de unos hombres sobre otros, sino al servicio de la donación mutua en el amor.

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El don del Espíritu Santo lleva al reconocimiento de la verdad plena

TERCERA PARTE

La Verdad permanece: Iglesia

Los apóstoles , transmisores de la Palabra

19. La asombrosa fidelidad de Dios a su Palabra, ya percibida por el pueblo de Israel, se manifiesta con una profundidad insondable en la resurrección de Jesucristo. Del encuentro con su humanidad glorificada, en la que habita corporalmente la plenitud de la divinidad, nace el reconocimiento de fe que se expresa en los evangelios. La incredulidad, las dudas y el miedo de los que habían vivido con Él, dan paso al asombro, a la alegría y a la paz cuando se les manifiesta Jesús mismo glorioso. Su aparición suscita en los discípulos una palabra, el testimonio de quienes han estado con el Resucitado: «Hemos visto al Señor». La Palabra fiel de Dios subyuga el corazón de los testigos escogidos, en los que nace una palabra de fe: «¡Señor mío y Dios mío ! «

Ya antes, en los tiempos veterotestamentarios, hemos podido vislumbrar una experiencia semejante. Hombres como Jeremías, llamados al servicio de la Palabra de Yahvé, pudieron testimoniar: «Yo decía: no volveré a recordarlo, ni hablaré más en su Nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba para ahogarlo no podía». En la efusión, sin embargo, del día de Pentecostés, este fuego del Espíritu obrará de modo radicalmente nuevo en el corazón de los apóstoles, que son configurados con su Señor hasta el punto de estar dispuestos a entregarle la propia vida, en un seguimiento que será llevado, en la plenitud de la fe en el Resucitado, hasta el testimonio vivido del martirio.

Reconocimiento de fe en el Resucitado: «Hemos visto al Señor»

20. Los apóstoles comprenden ahora que participar en la misión de Jesús, que los envía a proclamar la Buena Nueva a toda la creación, es participar de su amor profundo, asumido como servicio y oblación de la propia vida, en el lugar del último, amando a su Señor y amándose los unos a los otros como Él los ha amado. Llamados a ser portadores de la Palabra de Dios, del Logos hecho carne, en quien verdad y vida coinciden, saben que al «servidor del Evangelio» le pertenece especialmente la donación y el sacrificio de la propia persona: «Si por Cristo no estamos dispuestos a morir para participar en su pasión, su vida no está en nosotros » .

El apóstol reconoce que su persona está indisolublemente ligada al anuncio del mensaje que ha recibido de Cristo resucitado, que su servicio a la Palabra se ha cumplido cuando su vida se convierte en testimonio «crucificado», hasta el punto de que puede pedir a sus hermanos que lo imiten, porque él imita a Cristo que le ha confiado la tarea de evangelizar, y que practiquen lo que han aprendido y visto en él. El martirio es la expresión suprema de esta correspondencia entre el contenido de la Palabra de Dios anunciada y la vida del que es enviado al servicio del Evangelio. En Pablo, en su experiencia apostólica, desgranada en el día a día del desgastarse por el amor de Cristo, se despliega esta correspondencia de forma conmovedora.

La persona del apóstol, indisolublemente ligada al anuncio de la Palabra

21. Así, cumpliendo fielmente el mandato de Cristo, los apóstoles transmitieron lo que les había confiado a lo largo del tiempo que convivieron con Él: sus palabras y acciones llenas de autoridad, el misterio de su Persona, que los había fascinado desde el primer momento y que se manifestó en toda su profundidad después de la resurrección. «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida… os lo anunciamos». Conscientes de que no pueden disponer a su arbitrio de la gracia que se les ha confiado, saben que han de custodiarla fielmente y entregarla a otros; son ellos los que están al servicio de la Revelación, y no ésta sometida a ellos. San Pablo alaba a los que conservan con fidelidad lo que él les transmitió, y recrimina a los que abandonan fácilmente la predicación apostólica, amonestándoles a que no acojan un Evangelio distinto del que ya han recibido, aunque él mismo o un ángel del cielo lo anunciara.

De este modo, mediante la palabra apostólica, la salvación de Dios operada en Cristo sale al encuentro de los hombres y llega hasta los confines de la tierra, para cumplir el designio divino, que quiere que todos «se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». En su «palabra de la reconciliación» se brinda realmente la reconciliación que viene de Dios. En efecto, afirmar que en el Evangelio «se revela la justicia de Dios», la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, quiere decir que esa justicia, plena de misericordia, se hace actualmente eficaz. Por tanto, la decisión frente a la palabra apostólica es decisión frente a Cristo, y Cristo resucitado, salvador del hombre. «El que a vosotros escucha a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza». San Pablo da sin cesar gracias a Dios, porque los cristianos de Tesalónica acogieron la Palabra de Dios que les predicaba «no como palabra de hombre, sino como Palabra de Dios cual es en verdad, y que obra eficazmente en vosotros que creéis». La Palabra de Dios se hace presente mediante la palabra del hombre, del apóstol, que la fe acepta, sabiendo lo que es en realidad. Dios predica «por medio de nosotros». En honda y bella formulación de un maestro contemporáneo de la teología bíblica, se dirá: «La resurrección de Jesucristo de entre los muertos, la aparición del Resucitado a los testigos (los apóstoles), el testimonio de los testigos constituyen tres formas de la única Revelación, que se condicionan mutuamente de modo indisoluble».

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Los apóstoles están al servicio de la Revelación, y no al revés

Permanencia de la Palabra de Dios en la Historia por medio de la Iglesia

22. La respuesta definitiva del Padre al hombre en búsqueda y, en especial, al pueblo de Israel en la espera, cuando envió a su Hijo en la plenitud de los tiempos, no podía quedar prisionera de un momento del pasado y, por tanto, sin valor para las generaciones venideras, para hoy. Por el contrario, sigue presente en la Historia, de un modo accesible al hombre de nuestros días. Cristo y su obra salvadora son, a partir de Pentecostés, contemporáneos a toda época y a todo tiempo, también al nuestro. Y lo son por la pervivencia fiel del testimonio apostólico, encabezado por Pedro.

En efecto, desde entonces, desde los orígenes, los testigos apostólicos, los Doce con Pedro a la cabeza, en especial por la mediación singular, sacramentalmente fundada, de sus sucesores, han anunciado y transmitido fielmente, por la fuerza del Espíritu, todo lo que el Señor les enseñó y confió durante su vida terrena, antes y después de su resurrección, sobre todo el sacrificio y banquete de su Cuerpo y de su Sangre gloriosos, inmolados en la cruz; es decir, su Pascua: la Alianza nueva y eterna. Esta tradición apostólica continúa presente en la Historia a través de la Iglesia, que «con su enseñanza, su vida, su culto, perpetúa y transmite a todas las edades todo lo que es y todo lo que cree», como misterio de comunión visible en la Palabra y el Sacramento de Cristo, animada por su Espíritu. En su virtud, la Iglesia anuncia la Palabra a lo largo de todos los tiempos, haciendo resonar la viva voz del Evangelio hasta los confines de la tierra.

Por su misma naturaleza la Iglesia es «aquella que acoge el Evangelio», anunciado por los apóstoles, por los testigos enviados por el Hijo: por Aquel que es la Palabra, llena de espíritu y vida. Sabe que permanece y vive en esa Palabra cuando permanece fiel a ese testimonio, transmitido por sus sucesores hasta hoy. La Iglesia reconoce que no puede poner otro fundamento, ya que la fe sólo subsiste cuando se escucha y se acoge el Evangelio testificado apostólicamente. Gracias al don del Espíritu, Dios nos habla en estas palabras, elaboradas y pronunciadas por hombres, y adapta así su lenguaje a la altura de la humilde capacidad de escucha, propia de la naturaleza humana. Su Palabra, «el Logos de Dios» hecho carne, Jesucristo, sigue tomando así cuerpo en medio del mundo. Por ello, la Iglesia recibe y guarda este precioso depósito, fiel y obediente, y lo transmite afirmando su autoridad perenne para todo hombre en cualquier momento de la Historia.

Cristo y su obra salvadora son contemporáneos a todo tiempo, también al nuestro

23. El testimonio apostólico se contiene, en primer lugar, en la Sagrada Escritura, que es fruto de la predicación de los apóstoles del Señor y que, por el don de la inspiración, es fuente perenne y veraz de lo que en ese testimonio se anuncia y enseña acerca de la persona y misión del Hijo de Dios hecho hombre, y acerca del origen de su Iglesia, su cuerpo, el nuevo pueblo de Dios, realidad humano-divina fundada por Él, signo eficaz de su Presencia en el mundo. La Escritura nace del Kerygma apostólico -de la palabra o anuncio apostólico- y, por ello, nace con la Iglesia y en la Iglesia, para que ésta sea edificada en la verdad hasta que el Señor vuelva. La autoridad de la Escritura es inseparable de la autoridad apostólica, que establece «el canon» por el que puede ser reconocida por todos, separando los libros auténticos de los apócrifos.

Por ello, la Sagrada Escritura en sus dos «Testamentos», Antiguo y Nuevo, no es un libro o documento meramente histórico como otro cualquiera que nos haya legado la historia de la cultura o civilización de los pueblos, sino fuente y norma viva en la que se alimenta constantemente la fe de la Iglesia y su testimonio misionero en todo tiempo y en todo lugar. La Iglesia proclama para sí y para el mundo la autoridad siempre viva y presente de la Escritura, e invita a que sea leída e interpretada con el mismo Espíritu con que fue escrita, y en el mismo ámbito divino-humano, el suyo propio, el de su vida, como Iglesia apostólica, en el que nació.

La permanencia en «la comunión» con Cristo, transmitida desde el inicio por los Doce, presididos por Pedro, en especial el permanecer en comunión con la palabra apostólica, son conditio sine qua non, presupuesto estructural y existencial imprescindible, para entender correctamente las Escrituras y, por encima de todo, para poder acogerlas como la Palabra de Dios. Sin este contexto eclesial, siempre renovado, no sólo parecería que la palabra de la Escritura hablase al hombre de hoy de cosas y acontecimientos lejanos, irremisiblemente pasados, sino que, además, se quedaría reducida a reseña y relato de puras palabras de hombres que sólo comunican experiencias y realidades humanas, no el Misterio revelado por Dios. La Escritura, por su origen, por su naturaleza y por su fin, precisa ser leída en el ámbito vital de la tradición apostólica, de la que es inseparable, y en la que la Iglesia va creciendo, por obra del Espíritu Santo.

La Escritura, fuente y norma viva de la fe de la Iglesia y de su testimonio misionero

24. Garantes del depósito de la Palabra de Dios, contenido en la Tradición y en la Escritura, son los sucesores de los apóstoles, los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice. Ellos «son los testigos de la verdad divina y católica», «los transmisores de la semilla apostólica», por cuyo ministerio, recibido de los apóstoles unidos a Pedro, en una sucesión ininterrumpida que llega hasta nosotros, «se manifiesta y conserva la tradición apostólica en todo el mundo».

No hay, pues, posibilidad objetiva de acceso a la Palabra de Dios en sus fuentes apostólicas -Escritura y Tradición- si se prescinde de la interpretación auténtica del magisterio vivo de la Iglesia; por lo tanto, sin la adhesión a lo que enseñan los sucesores de los apóstoles y el Sucesor de Pedro en nombre de Cristo, adhesión prestada «con espíritu de obediencia religiosa de voluntad y de inteligencia», no se accede a la verdad viva de la Palabra de Dios. Obediencia que se le debe singularmente al magisterio del Papa, aun cuando no lo ejerza «ex cathedra», de modo definitivo.

«Así, pues, la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros; los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas». Si uno de ellos se debilita o elimina, inevitablemente se pierden los otros dos y se interrumpe el flujo vivo de la Palabra de Dios en la Iglesia.

Sólo así se hace presente y operante en la Iglesia el Kerygma -«el testimonio apostólico»- la Palabra última y definitiva de Dios: Jesucristo muerto y resucitado; se hace presente y operante como Palabra viva y salvadora para el mundo, en su historia, en lo que es ya su tiempo final. Sólo así, en actitud ejercitada de obediencia viva de todos, fieles y pastores, a la Palabra de Dios, traída desde la fuente límpida de la predicación de Pedro y de los apóstoles, crece la Iglesia en su fe, en su esperanza, en la caridad; crecen su vigor misionero, su preocupación constante para que resuene la Palabra y la voz del Evangelio como el primer día de su proclamación en Galilea.

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Tradición, Escritura y Magisterio de la Iglesia están unidos y ligados entre sí

La palabra de la Iglesia

25. La Palabra de Dios se pronuncia y oye dentro de la Iglesia, comunidad apostólica, como en su «lugar propio» y, pero con el fin de que la escuche el hombre e influya salvíficamente en la historia de la Humanidad. Se proclama y formula como palabra de la Iglesia, acogida por la fe de sus hijos y testimoniada con sus palabras y con sus vidas, en virtud del don recibido el día del Bautismo por el Espíritu del Resucitado que les incorpora a Cristo, pero para ser ofrecida a cada hombre y al mundo como la palabra de la verdad, la que desvela el significado profundo de la existencia y el destino último de la creación y de la Historia, porque revela a Dios y a sus designios amorosos de salvación.

Es una palabra en la que no hay que destacar en primer lugar su valor teórico o su calidad científica -no es palabra nacida de la ciencia humana-, sino su cualidad de ser testimonio vivo de una Persona, de Jesucristo, la Palabra por antonomasia, el Logos de Dios hecho carne, muerto y resucitado; y, por ello, un Viviente. El que quiera conocerle -o, lo que es lo mismo, acogerle como Palabra de Dios- habrá de elegir un método coherente: no el de la mera indagación afanosa, curiosa de saberes y conocimientos humanos, ni el de la fría aplicación de criterios puramente racionales, sino el método del seguimiento personal, como el que emplearon los Doce cuando se encontraron con Él, que era conocido por Jesús de Nazaret, en Galilea: «Maestro ¿dónde vives? Él les respondió: venid y lo veréis. Se fueron con Él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con Él».

La verdad sobre el hombre, sobre el mundo y sobre Dios se adquiere participando de «la comunión de vida, de caridad y de verdad» que Jesucristo ha constituido y enviado a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra. Así, la Iglesia no es espectadora -alejada- de la historia humana, sino protagonista, muchas veces imperceptible, aunque principal, de la misma, que contribuye activamente a construirla, profundizando en las riquezas inagotables del misterio de la Encarnación. La Iglesia entra en diálogo con todas las culturas, se hace capaz de acoger todos los fragmentos de verdad, de llevar a plenitud las «semillas del Verbo» presentes en la vida de los hombres. Como en ella habita el Espíritu de Cristo, puede evitar el anquilosamiento en meras tradiciones humanas, salir siempre al encuentro de las situaciones nuevas y de las particulares condiciones de vida de los pueblos, y reconocer sin ambigüedad y sin recelo los indicios de bien dispersos en el mundo, amarlos y potenciarlos en toda su verdad . La abundancia de los dones y carismas del Espíritu rejuvenece una y otra vez el rostro de la Iglesia, facilita de distintos modos la adhesión de los hombres al único misterio de Cristo y, «dando unidad al cuerpo, produce y estimula la caridad entre los fieles».

La Palabra tiene su «lugar propio» en la Iglesia, pero su destino son todos los hombres

26. De esa manera, en Jesucristo, que «es el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la Historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones», también el bien precioso de la palabra humana alcanza una nueva fuerza y dignidad, haciéndose capaz de dar un testimonio vivo y veraz de Dios, de indicar así a todo hombre el camino de la verdad profunda de la vida, y, por tanto, de promover la libertad, la justicia y la paz. Se cumple así, como dice san Pedro, la antigua profecía: «Derramaré mi Espíritu sobre vuestra carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas».

A causa de su amor sobreabundante, el mismo Señor otorga, por tanto, a su pueblo el don de una palabra que, de alguna manera, participa de aquella eficacia inigualable manifestada ya, como promesa, en el diálogo de Yahvé con Israel y, definitiva y plenamente, en la existencia misma de Jesucristo. En efecto, la Iglesia ha recibido palabras que realizan con una especial fuerza lo que significan: por la acción del Espíritu perdonan los pecados, obran la incorporación al cuerpo de Cristo por el agua del bautismo o la presencia real de Jesús en las especies eucarísticas… Las declaraciones solemnes del Magisterio, como las definiciones dogmáticas o las canonizaciones de los santos, también expresan de un modo singular la novedad de esta palabra que pronuncia la Iglesia. Son infalibles y, por consiguiente, llenas de una riqueza de significado y de verdad que desborda las capacidades humanas: «Lo que ates en la tierra, quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en los cielos».

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La palabra humana de la Iglesia participa de la misma eficacia de la de Jesucristo

La Palabra de Dios se comunica de modo personal

27. La palabra de la salvación resuena eficazmente cuando brota de los labios y del corazón del hombre nuevo, hijo de la Iglesia, inserto en su vida. La palabra de la salvación no puede pronunciarse de forma individualista o por propia iniciativa, como si el origen fuera el hombre mismo. Su proclamación no puede por menos que nacer de una respuesta amorosa a la misión que el Señor resucitado, presente en la comunión de la Iglesia, encomienda a sus discípulos, a todos los fieles cristianos, cualquiera que sea su vocación o estado de vida, «bajo la guía del magisterio de los sucesores de los apóstoles».

Cada uno de los llamado por Jesús a seguirle, a incorporarse a su Iglesia y a participar en su misión, es elegido por Él: no son siervos sino amigos con los que Cristo comparte lo más íntimo y a los que confía el encargo de extender su reino. San Pablo vive su misión de predicador del Evangelio con la conciencia clara de haber sido objeto de un acto inaudito de pura predilección de Jesús, que quiso hacerlo «su mensajero entre los paganos» . Se entrega a esa misión con todas sus fuerzas sin escatimar sacrificios o sufrimientos, porque sabe que, si no predica, no se difundirán la fe y la esperanza entre los hombres.

La vocación para anunciar la Palabra afecta a toda la persona y la toma a su servicio, como hemos visto que sucedía con los profetas y con los apóstoles. La fe, por la que el hombre acoge la misión encomendada, exige asentimiento y compromiso de toda la persona con todos sus recursos corporales y espirituales: sus sentidos, su inteligencia y su voluntad. Una actitud, profundamente existencial, que sólo puede ser captada y descrita objetivamente con una expresión: obediencia al Señor que nos llama. El fruto de tal obediencia es el gozo del evangelizador; su recompensa, el propio anuncio del Evangelio; porque «el perseverar y permanecer en el servicio de Dios -en el servicio de su Palabra- es la gloria del hombre».

Son amigos, no siervos, los llamados por Cristo a seguirle y anunciar la salvación con toda su persona y sus facultades

28. La acogida y la transmisión de la Palabra por el cristiano -«el hombre nuevo»- reviste un carácter de acontecimiento eminentemente personal. Se trata de dar testimonio de las «mirabilia Dei»: las maravillas que Dios ha obrado por Jesucristo y que se hacen actualidad incesante en su Iglesia. La experiencia de los Doce es modélica y normativa a este respecto. Todos los miembros del nuevo pueblo de Dios, en virtud del bautismo y de la confirmación, son enviados a dar testimonio de Jesucristo mediante su palabra y su vida cristiana; también «pueden ser llamados a cooperar con el obispo y con los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra». El fiel cristiano es testigo de ella, cuando la novedad de su comportamiento, dentro de las condiciones normales del mundo, despierta la pregunta: «¿Quién eres?, ¿por qué vives así?» De este modo, se hace cercano y presente a todo hombre el acontecimiento cristiano. En este encuentro personal se hace concreta la comunicación de la palabra revelada de una manera respetuosa con las exigencias de todo hombre que busca: nace en él una pregunta, se le despierta el deseo de la verdad, tantas veces oscurecido y reprimido, y descubre el significado de la vida.

Los hombres encuentran la verdad de Jesucristo cuando se ven enfrentados al testimonio de una existencia vivida en la fe. No importa tanto elaborar mensajes, aun envueltos en las más sofisticadas técnicas de comunicación, si van a resultar al final anónimos e impersonales, sino ejercitar «el apostolado», abrir el camino para la relación con la persona que da testimonio del amor de Cristo con sus obras y palabras. Como dice el Apóstol, los creyentes son «una carta de Cristo escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones». Mediante esta palabra viva se sigue difundiendo el mensaje evangélico entre nuestros hermanos los hombres: se anuncia que ha llegado al hombre el tiempo de la liberación del pecado y de la muerte: su plena libertad.

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Testigos que suscitan la pregunta: «¿Quién eres?, ¿por qué vives así?»

Acoger la Palabra en el silencio del corazón

29. No es posible, pues, el servicio a la Palabra sin antes haberla acogido interiormente: en el silencio del corazón. Para ello es imprescindible abrir una vía irrenunciable: la del amor a la Escritura, que, unida a la Tradición, es norma suprema de la fe, pues ambas constituyen el depósito inagotable de la riqueza, siempre antigua y siempre nueva, del Evangelio que ha de anunciarse a los hombres.

El amor a la Escritura, así entendido, lleva a su lectura y meditación frecuente hasta ir ensimismándose en las palabras y los hechos que nos transmiten la vida divina. Lectura que exige, por una parte, el ir familiarizándose con los avances que las ciencias bíblicas han logrado para una comprensión más adecuada de lo que los autores sagrados han querido expresar, a veces según géneros literarios muy diferentes y no siempre fáciles para la sensibilidad contemporánea; y, por otra, el ir creciendo en su comprensión «espiritual», a la luz de la fe, alimentada siempre por el magisterio vivo de la Iglesia. Si todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento merecen nuestra veneración, en los evangelios podemos identificarnos con mayor afecto y cercanía con nuestro Señor Jesucristo, aspirando a reproducir en nosotros sus mismos sentimientos y a hacer nuestro su mismo modo de pensar .

El amor a la Escritura, irrenunciable en el servicio a la Palabra

30. La práctica inmemorial de la Iglesia ha cuidado siempre la «lectio divina» como instrumento privilegiado para el trato y encuentro espiritual y eclesial con la Escritura. Su forma más sencilla y accesible a todos es la que tiene lugar en la celebración pública de la Liturgia, sobre todo en el marco de la celebración eucarística. En la Liturgia de las Horas adquiere unas posibilidades extraordinariamente ricas y fecundas para ser asimilada y vivida, en el ambiente de la gran tradición teológica y espiritual de la Iglesia. La lectura combinada de los Santos Padres y de los grandes maestros de la vida espiritual le confieren la hondura viva de la sabiduría cristiana. ¡Cómo no mencionar aquí a las grandes figuras del Siglo de Oro de la espiritualidad española! La «lectio divina», cultivada a la luz de la vida de los santos, nos permite «entrar en la intimidad de aquellos que, con anterioridad, han vivido, trabajado, pensado, sufrido por Cristo». Con ella se abre un amplio espacio vital para la conversión, se profundiza en la propia vida de fe y aumenta el gusto por comunicar a otros lo que nos ha fascinado y conmovido.

En definitiva, para lograr una proclamación de la Palabra, viva y atrayente testimonio vivido de Jesucristo, es esencial custodiarla, amarla y asimilarla en el silencio del corazón. Sabemos, por experiencia, cómo el silencio del corazón se nutre del silencio de la oración, sin el cual es imposible comprender el significado profundo de la Palabra que se nos ha dirigido y que nosotros dirigimos a los demás hombres. «Una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma».

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Riqueza y fecundidad de la «lectio divina» y la liturgia, a la luz de los Santos Padres y los maestros cristianos

El ejercicio del ministerio de la Palabra para la misión evangelizadora

31. El servicio a la Palabra atañe a la Iglesia entera. Todos «los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, deben dar testimonio de Cristo en todas partes, y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1Pe 9.15 ) «. Uno es el servicio que han de prestarle «los ministros ordenados», a los que es propio el servicio del testimonio, la predicación y la enseñanza de la Palabra «in Persona Christi», en virtud de la misión y autoridad apostólica recibidas en el sacramento del orden según sus grados. Y otro, el que han de prestar los fieles laicos según propia vocación y, en su caso, como llamados a cooperar con los obispos y los presbíteros en el ejercicio del ministerio de la Palabra. Especial vocación suya es hacer presente y operante en medio de las estructuras de este mundo a la Iglesia y a su palabra como luz del mundo y sal de la tierra. El servicio de los consagrados es del todo peculiar.

Las formas en las que se puede y debe manifestar ese servicio de clérigos y laicos son múltiples. En cualquier caso es vital, para que se logre y fructifique la nueva evangelización, que todos, pastores y fieles, unidos en la comunión jerárquica de la Iglesia, sientan la urgencia y la responsabilidad de anunciar la palabra del Evangelio y de servirla con todo el corazón, con toda el alma y con todas sus fuerzas; pero, sobre todo, con un humilde espíritu de fe obediente a la acción de la gracia y del Espíritu.

Una premisa fundamental habrá de observarse: que todos los que sirvan al anuncio de la Palabra vivan la convicción de que no ejercen una capacidad suya, sino que la reciben, por medio de la Iglesia, del mismo Señor a quien obedecen; que no se limitan a transmitir conocimientos propios o un conocimiento sólo de «la letra que mata», sino que participan del Espíritu del Resucitado que la mantiene viva. Por ello necesitan suplicar constantemente el Espíritu que convierta sus palabras en vivificadoras. El anuncio verdadero de la Palabra es el que nace de la escucha humilde del Espíritu, Señor y dador de vida, que insufla su aliento en nuestras palabras para que éstas, a su vez, sean vehículo de toda la riqueza de la verdad y de la vida de Dios.

Todos los bautizados, cada uno según su vocación y de formas múltiples, son llamados a anunciar el Evangelio

32. Entre las formas de ejercicio del servicio a la Palabra destaca una que es propia del ministro ordenado, y que lo caracteriza como ninguna otra como «ministro de la Palabra», y a su servicio específico como «ministerio de la Palabra»: la predicación. Por ella se renueva y despliega el Kerygma -el anuncio apostólico- en las circunstancias de cada momento, en el «sitio en la vida» de la comunidad cristiana; y, en ella y por ella, de modo insustituible, se proclama y hace presente la Palabra de Dios en la Liturgia de la Iglesia. ¿Cómo no renovar nuestro empeño en que se cuide con primor la homilía de la Santa Misa, especialmente en los domingos y en los tiempos fuertes de Adviento, Cuaresma y Pascua, así como la de las demás celebraciones sacramentales (bautismo, matrimonio y exequias sobre todo)? Urge cuidarla, no sólo en la preparación inmediata, sino también en el enraizamiento cada vez más profundo del ministro en el misterio de Cristo, vivido y experimentado cotidianamente con la Iglesia al hilo espiritual del año litúrgico.

El pueblo cristiano -lo mismo sucede con los no creyentes- advierte enseguida cuándo las palabras nacen de lo profundo de un corazón que ha reconocido en el silencio la presencia de Jesús, y entonces las aprecia y acepta con gusto . En cambio, cuando siente que las palabras son mecánicas y exteriores, incapaces de comunicar las realidades a las que aluden, las ignora y se distancia. ¡Cómo acierta san Agustín cuando sugiere que el predicador «ha de ser orante antes de ser orador…»! «Cuando se acerque la hora de hablar, antes de que la lengua suelte una palabra, eleve a Dios su alma sedienta, para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó». Si las palabras no traslucen la presencia viva de Cristo, si no se detecta ninguna conmoción del alma sobre todo, en el que las proclama, es inevitable que su anuncio del Evangelio suene a hueco, que no sea percibido como la Buena Noticia de la justificación del hombre y de su salvación. Sus palabras aturden más que edifican, saben a precepto antiguo y rutinario, más que a la Ley Nueva del Redentor.

Cuanto más humildemente el ministro haya acogido en su corazón la Palabra, en una actitud de sencilla disponibilidad a la conversión, más eficaz será su exhortación para quienes le escuchan, según la fórmula clásica: contemplata aliis tradere (comunicar a los demás lo que se ha contemplado). Es así como la proclamación de la Palabra de Dios iluminará la condición concreta de los hombres, con verdaderas «palabras de vida eterna», y no derivará en generalidades que sólo suscitan el aburrimiento y la resignación.

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Urge cuidar al máximo la predicación, en especial la homilía de la Misa

33. El ámbito litúrgico de la predicación de la Palabra de Dios no se ha limitado nunca en la Iglesia a las celebraciones específicamente sacramentales, sino que ha abarcado todos los momentos de su oración pública, en una y otra forma, según las necesidades pastorales de los tiempos. Hoy, después del Concilio Vaticano II, y en virtud de la creciente sensibilidad ecuménica y del mayor aprecio litúrgico y pastoral de la Palabra de Dios, suscitado por él, se ha propiciado el desarrollo de formas litúrgicas propias de Celebración de la Palabra, con gran fruto por lo que concierne al alimento de la vida espiritual de los fieles; e, incluso, como vías para la evangelización y conversión de los alejados de la fe y de la práctica cristiana. En este contexto hay que subrayar de nuevo el valor de la actual configuración del Oficio de las Horas, tan propicio para el culto de la Palabra.

La piedad popular ha jugado, y sigue jugando, un papel valiosísimo en la creación de ámbitos y momentos celebrativos muy aptos para la proclamación y escucha interior de la Palabra de Dios. Algunos, de gran tradición popular, no han perdido importancia como ocasiones muy propicias para ejercicios intensos y sistemáticos de predicación extraordinaria, cuando se acerca la preparación de las grandes fiestas del Señor, de la Santísima Virgen y de los santos: conferencias y sermones en la Cuaresma; novenas y triduos en las fiestas patronales… Dos fórmulas ancestrales de piedad popular, muy enraizadas en la entraña misma de la experiencia cristiana, han vuelto a encontrar los últimos años un intenso eco en la vida pastoral de la Iglesia: la peregrinación y las romerías en torno a santuarios insignes, por su historia o por su vinculación a acontecimientos extraordinarios del presente o reciente pasado eclesial.

Por supuesto, continúan ofreciendo riquísimas posibilidades, para una predicación fecunda de la Palabra de Dios, los retiros y ejercicios espirituales, donde la relación entre el predicador y el oyente de la Palabra se desarrolla en el plano mismo de la conciencia e intimidad personal, ambientado por un clima de oración interior que envuelve a ambos.

El valor de los múltiples y diversos ámbitos de proclamación de la Palabra de Dios

34. Otras formas de predicación extraordinaria son las que han nacido, sobre todo en la historia moderna y contemporánea de la Iglesia, como respuesta de carácter y finalidad netamente misionera ante el desafío de la descristianización de amplios sectores de las sociedades europeas. No se ha dudado en usar, para identificarlas, de la expresión «misión interior», como distintas de las encaminadas a la misión «ad gentes». Su nombre más conocido entre nosotros es el de «misiones populares». Su concepción y metodología se han renovado, y las posibilidades que encierran para la pastoral de la nueva evangelización son de una innegable actualidad.

En cualquier caso, hay una observación sociológica y una máxima de buena pastoral que hemos de tener en cuenta en el servicio ministerial a la Palabra, en todo este ancho campo en el que puede y debe desplegarse su predicación, a partir de su centro litúrgico de irradiación que es la Eucaristía: muchos de los que participan en dichos actos nuestros oyentes son personas alejadas de la comunidad eclesial; no raras veces, religiosamente indiferentes; y, en la realidad diaria de su vida, agnósticos, si no en la teoría, sí ciertamente en la práctica. Se hace inevitable, por tanto, que la predicación haya de dirigirse, no sólo -ni quizá tanto- a los cristianos practicantes y/o más comprometidos con la acción apostólica de la Iglesia, sino a los que se han apartado de ella. De ahí que la predicación no deba perderse en consideraciones secundarias, sino que debe afrontar las cuestiones básicas, que mueven el corazón del hombre y que afectan a su destino temporal y eterno, proponiendo las grandes respuestas de la fe en Dios, Creador y Redentor.

Necesidad del anuncio a los alejados ante el reto de la descristianización

35. El segundo servicio a la Palabra, de suma importancia para la vida y misión de la Iglesia, consiste en la educación en la fe. En primer lugar, a través de la catequesis, desarrollada según la pedagogía de la revelación con la que Dios ha querido condescender con el hombre y su situación, asumiendo nuestra naturaleza menos en el pecado y sirviéndose para su Palabra de nuestras palabras. Los sacerdotes y los catequistas tienen encomendada hoy en Madrid una tarea decisiva para el futuro de la Iglesia y de su acción evangelizadora. Todos los esfuerzos que hagamos por ofrecer una catequesis bien preparada, con textos y materiales didácticos, adecuados a las distintas edades, en los que se exponga completo el contenido de la fe, siguiendo las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica, serán pocos. Habremos de estar atentos a fin de que los criterios pedagógicos empleados, de acuerdo con el nuevo Directorio General de Catequesis, sirvan para introducir a los niños, jóvenes y adultos en una experiencia auténtica de la Iglesia que les lleve a la plenitud de la vida en Cristo. Para ello es de suma importancia -¡necesario! que los párrocos y los catequistas se muestren siempre como testigos en primera persona de la fe que han recibido de la Iglesia.

La familia, como Iglesia doméstica, constituye el ámbito primero y de mayor influencia para la educación en la fe y, aún, para su misma transmisión a las futuras generaciones de cristianos. El servicio a la Palabra, el propio de la vocación de los laicos, alcanza aquí momento y formas propios, no del todo transferibles a otras vocaciones en la Iglesia. Es en la familia donde se pueden pronunciar palabras, dar testimonio y ejemplo de vida, con la eficacia del lenguaje diario, íntimo y gratuito, del amor: el más convincente para comunicar a los hijos las certezas necesarias para la existencia y, sobre todo, el más transparente para acercarles la figura de Jesús y darles a conocer la Buena Noticia de su Evangelio. Los padres, en particular, tienen un derecho y un deber en la educación cristiana de sus hijos, que «no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros», y que recibe del sacramento del matrimonio «la dignidad y la llamada a ser un verdadero y propio `ministerio'». Así pues, los padres han de «sentirse responsables ante Dios, que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los hijos», fomentando la vocación propia de cada uno, y especialmente la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa.

La enseñanza religiosa escolar representa asimismo un ámbito de singular importancia para un aspecto básico de la educación en la fe, que reclama cada vez mayor atención pastoral, tanto por parte de los padres de familia como de la Iglesia misma. Es el que concierne al conocimiento intelectualmente sólido de la fe católica en el marco del diálogo con la ciencia, la cultura y el pensamiento filosófico de nuestro tiempo. Si el profesor de Religión asume esta tarea con la seriedad pedagógica y el entusiasmo apostólico de una verdadera vocación evangelizadora, se le abre una excelente oportunidad para llegar a muchos niños y jóvenes, que tal vez nunca se aproximarían a las parroquias o a grupos y asociaciones eclesiales y que, de este modo, en un clima de respeto a su persona y de diálogo educativo, podrían encontrarse con la Palabra de Dios y la realidad viva de la Iglesia. Resulta evidente que las posibilidades evangelizadoras de la enseñanza de la Religión escolar reciben en la escuela católica una potenciación pastoral extraordinaria. También hoy y aquí, en Madrid, se nos impone a todos los responsables de las escuelas de la Iglesia, en especial a las órdenes y congregaciones religiosas y a las asociaciones de padres de familia, acentuar y renovar nuestro compromiso firme e ilusionado con su sostenimiento y con un funcionamiento, no sólo cada vez más al día de los adelantos pedagógicos y didácticos, sino también mejor proyectado y más abierto a la acción evangelizadora. La cooperación de los profesores, que sientan su vocación en cristiano, es del todo imprescindible para alcanzar esta meta.
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La educación en la fe: catequesis, familia y escuela

36. En los campos de evangelización hasta aquí aludidos -catequesis y escuela-, el servicio a la Palabra de sacerdotes y laicos va precedido y acompañado del mandato y envío explícitos del obispo. Otros hay en que la comunicación del Evangelio mediante la palabra se encuentra con horizontes especialmente ricos y urgentes, donde ha de actuar y ejercitarse de modo específico la vocación y misión propia del seglar en la Iglesia y en el mundo. Nos referimos con preferencia al amplio mundo de la enseñanza y de sus instituciones: las estatales y las de iniciativa social. Destaca, con diferencia cualitativa, la universidad. La Iglesia necesita, hoy más que nunca, a seglares católicos como profesores y formadores de la juventud que se dejen iluminar en su tarea formativa por la Palabra de Dios y la trasluzcan, sin menoscabo de ninguna legítima autonomía científica o pedagógica: educadores, preocupados de procurar «a sociar», más que «di-sociar», fe y razón, fe y cultura, Evangelio y vida. Esta necesidad, sin embargo, se revela como especialmente grave y urgente en la universidad, en donde la palabra de quien ha conocido el sentido profundo del universo y del hombre, gracias al encuentro con Cristo, podrá manifestar respeto y amor profundo a la verdad, y proponer una visión integral de la persona humana que no niegue o reduzca dimensiones esenciales de su vida. La presencia y testimonio del profesor cristiano en la universidad es requerida por uno de los problemas más inquietantes de la hora actual: el de saber poner al servicio de la Humanidad los diferentes conocimientos de la ciencia sin caer en la tentación de una supuesta objetividad científica, más allá de toda exigencia ética, que pueda, en definitiva, volverse contra el hombre, pervertirle y destruirle. De esta forma, el universitario cristiano contribuye a una educación abierta a la totalidad del destino humano.

Atención especial requiere el mundo de la universidad

37. Por último, hay que hacerse presentes con el testimonio de la Palabra de Dios en el cada vez más complejo y sofisticado mundo de los medios de comunicación social (prensa, radio, cine, televisión , internet …) sin excluir, por supuesto, el sector más antiguo del libro y publicaciones análogas. No sólo porque se trata de vehículos excelentes para hacer llegar la misma predicación de la Palabra de forma ágil, y a veces única, a los propios fieles, impedidos de mil modos para acudir a los actos y lugares eclesiales donde ésta se proclama; sino, y sobre todo, porque pueden constituir en muchos casos el único cauce efectivo para que la Buena Nueva de Jesucristo pueda llegar a los oídos de alejados e increyentes, incluidos aquellos que ya han crecido y sido educados totalmente al margen de la fe cristiana. Las posibilidades «misioneras» que se encierran en estos medios tan característicos de la civilización contemporánea son, sencillamente, excepcionales.

Sucede, además, que por ellos circula la corriente de ideas, de transmisión de valores y modelos de vida personal y social, que envuelve y condiciona hasta límites insospechados la libertad del hombre y sus posibilidades de afrontar con responsabilidad personal su existencia y su destino eterno. La persona individual y la familia se ven enfrentadas a un sistema global de información, contradictoria y polémica por lo general, dominada por los intereses del poder y del dinero, casi siempre sin escrúpulos, ante la cual se encuentran inermes e impotentes. La participación de los cristianos, como actores y receptores, en ese mundo de «los medios», conscientes de lo que entraña su vocación cristiana en el ejercicio de su profesión o como simples ciudadanos, no puede esperar más: es inaplazable. Apremia su presencia como portadores de palabras verdaderas y honradas donde se busca y guarda, con un cuidadoso sentido de la justicia y de la caridad, la dignidad de la persona humana, de toda persona humana, aun de la más herida por las miserias del pecado. Son llamados para aportar la luz que procede de la Palabra de Dios, que es Cristo, a ese tan poderoso proceso de la información y comunicación social de nuestros días, de modo que contribuya a la verdad y al bien integral del hombre . Es éste un servicio a la Palabra de los más urgentes dentro de la gran tarea de la nueva evangelización, un «apostolado» de los que más reclaman el sí generoso de los seglares hoy en la Iglesia.
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La presencia de los católicos en los medios de comunicación no puede esperar más; es inaplazable

María, madre y maestra en el servicio a la Palabra

38. Nadie ha acogido la Palabra de Dios como María Santísima. Llena de gracia por especial predilección del Padre, ha concebido al Verbo en su corazón inmaculado, como Hijo lo ha llevado en su seno virginal, y así lo ha dado al mundo como la Palabra de la Verdad hecha carne.

El fíat que la Virgen pronunció ante el ángel implicaba su pleno y confiado abandono en Dios, sin reservarse nada para sí misma. La obediencia a la Palabra dominó toda su vida y la impulsó sin desmayo a tomar parte activa en los duros trabajos del anuncio del Evangelio del Reino, acompañando a su Hijo Jesús con discreción insuperable hasta el momento indeciblemente doloroso del Calvario, llegando al mismo pie de la cruz. Desde el principio María ha recibido el anuncio de misterios cuyo sentido la superaban, ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor, las ha conservado en su corazón esmeradamente; y todo ello, con una fidelidad que no retrocedió ante el escarnio de la Pasión y la Cruz. Por su incorporación al sacrificio de su Hijo es partícipe también en la comunicación de la vida nueva a los hombres. Jesús le confía sus discípulos que la reciben como madre en «su casa», para formar la nueva familia de la Iglesia .

Por medio de María, la Hija de Sión, llega a su cumplimiento el camino de fe iniciado por Dios con Abraham, y se manifiesta la fecundidad inimaginable para el destino del mundo de los que se entregan sin reservas al servicio de la Palabra de Dios. ¡Qué gozo no embargaría el corazón de la Virgen cuando la luz del Espíritu Santo le iluminó por completo el misterio de la persona y de la misión de su Hijo, el Hijo del Altísimo!

¡Que ella, Madre de Dios, y Madre de la Iglesia, Virgen de La Almudena, ruegue por nosotros! Para que guardemos en nuestro corazón la certeza plena y el gozo de la fe en la Palabra enviada por el Padre para llevar a cumplimiento todas las promesas -Jesucristo nuestro Señor y Salvador-, y para que podamos responderle con la entrega libre y generosa de nuestras vidas, con estilo y ardor apostólicos, porque «Dios ama al que da con alegría». Así, el pueblo de Dios que camina en Madrid, unido a su pastor diocesano con sus obispos auxiliares, sus presbíteros y diáconos, en comunión con el Sucesor de Pedro y con su llamada a la nueva evangelización, puede emprender confiado cuantas acciones sean necesarias «para que se difunda y brille la Palabra de Dios», con la fuerza profética, definitivamente colmada, del Evangelio; de forma que llegue al corazón de los hombres, en todas las circunstancias y ambientes en que hoy se encuentran, como la Palabra de la Verdad y de la Vida eternas.

Madrid, 8 de diciembre de 1997,

Solemnidad de la Inmaculada Concepción.
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La obediencia fiel a la Palabra, guardada en el corazón, de la Sierva del Señor es el secreto del ministerio de la Palabra

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