Mis queridos hermanos y amigos:
Desde hace ya treinta y cinco años por iniciativa de S.S. Pablo VI la Iglesia evoca en el Cuarto Domingo de Pascua la Vida Consagrada como un bien precioso e imprescindible para el cumplimiento fiel de su misión en el mundo, invita a todos los fieles a tenerla en gran estima y aprecio, y les apremia a rogar a Jesucristo, el Buen Pastor, por las vocaciones de especial consagración. El Concilio Vaticano II había enseñado ya con meridiana claridad que «el estado de vida que se constituye por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, sin discusión a su vida y santidad» (LG 44). Y Juan Pablo II nos dirá de la vida consagrada en su reciente Exhortación Apostólica Postsinodal «Vita Consecrata» de 1996, que es «un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu», y que por la profesión de los consejos evangélicos «los rasgos característicos de Jesús -virgen, pobre y obediente- tienen una típica y permanente «visibilidad» en medio del mundo» (VC, 1)
La imagen de «la consagrada» y del «consagrado» nos son a todos muy familiares. La presencia del monje y de la monja, de los religiosos y de las religiosas, conforman como connaturalmente la vida de la comunidad eclesial desde los mismos orígenes apostólicos hasta hoy mismo. Incluso en el trajinar diario de nuestra vida ordinaria nos encontramos con ellas y con ellos, identificados frecuentemente por su «hábito», como lo más habitual del mundo. A nadie le extraña encontrarse con la Hermana y/o el Hermano al lado de la cama del enfermo, junto al necesitado y al pobre, allí donde se educa a los niños a los jóvenes. Es más, el campo donde se percibe hoy su presencia y actuación en la Iglesia se amplía y profundiza constantemente. Se les ve con frecuencia creciente en los puntos más sensibles de la Evangelización, donde se juega su futuro. ¿Y a quién pasarían inadvertidos en el panorama histórico-artístico de nuestros campos y ciudades monasterios y conventos, iglesias y casas de los consagrados y consagradas a Dios? Se puede tomar nota o no de ello; pero en el corazón mismo de la comunidad urbana o del pueblo en el que vivimos se hayan insertas comunidades de contemplativas y contemplativos, que oran y no cesan de ofrecer silenciosamente sus vidas por la salvación del mundo. Hasta puede ocurrir que en el lugar del trabajo o de la actividad profesional, en la oficina y en la Universidad, se encuentre alguien con la sorpresa de que su compañero o compañera haya «consagrado» su vida a Dios plenamente, en una síntesis singular de existencia en el mundo -de «secularidad»- y de dedicación exhaustiva de toda su persona al seguimiento de Jesucristo en pobreza, castidad y obediencia. Es el caso de la nueva forma de vida consagrada que ha nacido y se ha instaurado con los Institutos Seculares.
La vida consagrada no es un lujo renunciable, ni representa una exquisitez «espiritualista» para la Iglesia de Dios, sino una vocación esencial para que todos sus hijos puedan realizar su común vocación cristiana como una llamada a la santidad o, lo que viene a significar lo mismo, para que el camino de toda la comunidad cristiana, peregrina por los senderos del espacio y del tiempo, sea lo más fiel posible a su Señor, a Jesucristo: obediente, casto y pobre, y, consiguientemente, humilde siervo de sus hermanos hasta la muerte y una muerte de Cruz. Una muerte de amor y por amor que se ha manifestado victoriosa en la Resurrección. Por ello también la vocación sacerdotal encuentra en el estilo y en el espíritu de los consejos evangélicos, a través del celibato asumido y vivido por el Reino de los Cielos, la forma más apropiada a su naturaleza y sentido apostólico. Al que participa por el Sacramento del Orden en la consagración y misión de los Sucesores de los Apóstoles corresponde adoptar un estilo de existencia «apostólica», como la de ellos: la del seguimiento incondicional del Señor, dejándolo todo por Él y por su causa.
La vida consagrada ha resultado siempre un escándalo para «el mundo». Es la experiencia de la vocación cristiana que pone con más evidencia de manifiesto la condición de la Iglesia en la historia como «signo de contradicción». También en nuestros días. O, mejor, mucho más en nuestros días. La fascinación ante el modelo de vida a ras de tierra, centrado en el dominio y gozo materialista e individualista de las realidades temporales, a la que se ha rendido la actual cultura dominante, choca con especial crudeza con esa opción de vida que se sabe y experimenta «bienaventurada» porque ha apostado radicalmente por «los bienes del cielo», presentes y operantes ya en la tierra, por el don del Espíritu Santo enviado por el Resucitado, y que «anuncia ya la Resurrección futura y la gloria del reino de los cielos» (cf. LG 44).
¡Cuánto necesita la Iglesia vocaciones a la vida consagrada para llevar adelante de cara a la celebración del Jubileo del Año 2.000 con fidelidad y entrega apostólicas, con auténtico amor al hombre contemporáneo, el programa de la Nueva Evangelización, propuesto y alentado por Juan Pablo II! Si faltan –o no abundan–, nos quedaremos sin las palabras vivas y verificables a la hora de dar el testimonio nuevo entre los hombres de nuestro tiempo del Evangelio de Jesucristo Resucitado. Y no faltarán -abundarán-, si abrimos nuestra vida al Espíritu: cada fiel cristiano, toda la comunidad cristiana y, con preferencia singular, el joven y la joven que son llamados.
A la Madre del Buen Pastor, a «la consagrada» por excelencia, a la llena del Espíritu Santo, unidos con Ella en oración como en el día de Pentecostés, le confiamos los corazones y las mentes de nuestros jóvenes: ¡qué se abran al don del Espíritu y así vuelva a producirse en la Iglesia de nuestros días una espléndida floración de vocaciones para la vida consagrada! ¡Muéstrales a Jesús fruto bendito de tu vientre; oh Clementísima, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María!
Con mi afecto y bendición,