Esta mañana en la Plaza de San Pedro en Roma es un día de Madrid; una fecha que quedará grabada en los Anales de nuestra archidiócesis con las mejores letras y caracteres con los que suele escribirse la vida de la Iglesia: la de los santos. Nunca en su reciente historia se había hecho presente Madrid junto al Santo Padre con una ofrenda tan limpia y evangélica, tan fecunda para toda la Iglesia, como la de sus once hijas que hoy van a ser elevadas al honor de los altares.
La Iglesia particular de Madrid presenta al que preside a la Iglesia universal en la caridad el testimonio heroico de santidad vivida por once mujeres consagradas a Dios en un pasado muy próximo a nosotros. Dieron su testimonio de forma notoria y ejemplar para toda la comunidad eclesial e incluso la propia comunidad humana. La Iglesia, Una, Santa, Católica y Apostólica, muestra así al mundo, una vez más, las pruebas más fehacientes de que Jesucristo ha resucitado y de que sigue vivo como Señor, Cabeza, Esposo y Pastor de su Iglesia, a la que ha enviado su Espíritu, el Espíritu Santo, que lo llena y penetra todo. Estas pruebas son ellas: las de sus vidas, en las que refulge la perfección de la caridad, la humanidad nueva, que brota de la persona gloriosa de Jesucristo resucitado.
He aquí el motivo hondo de nuestro gozo y de nuestra acción de gracias en esta luminosa mañana: tan madrileña, tan española y tan universal. Las razones de nuestra alegría pueden parecer poco comprensibles a los ojos de la sola razón humana, máxime cuando se opera con ella tan rnstrumental y pragmáticamente como ahora, pero resultan patentes y evidentes para el que vea este acontecimiento con la luz de la fe, la única que permite escrutar y contemplar su dimensión íntima y verda-dera, la de su valor espiritual en el sentido más teológico de la palabra.
En un domingo que cierra una semana de acontecimientos tan trascendentales para el futuro de Europa y tan dolorosos para España, podría parecer una evasión o, en el mejor de los casos, una divagación superficial centrar nuestra atención en la celebración de esta mañana en Roma. En realidad ocurre todo lo contrario, puesto que ellas nos alertan y nos alientan a elegir el camino de la inmolación por amor o, lo que es lo mismo, a acertar con el verdadero valor de la vida en este mundo: el que la pierde por Cristo, amando a sus hermanos, la gana para la eternidad; el que pretende ganarla, contra Cristo y contra el amor a sus hermanos, la perderá para siempre.
EN LA EUROPA DEL EURO
La Europa del euro tendrá futuro si se pone al servicio de una Europa del hombre, en la que la luz y la fuerza del amor de Cristo conformen su alma, su cultura, sus relaciones sociales, su vida en común. El terrible terrorismo de ETA tocará a su fin cuando nos decidamos todos a colocar el respeto y amor a toda y a cualquier persona humana por encima de nuestros intereses políticos, culturales, sociales y económicos. Ningún bien u objetivo personal o colectivo que pretenda sobreponerse a la dignidad, a la vida y a los derechos fundamentales de la persona humana, agrediéndolos o menospreciándolos, merecerá o recibirá otra respuesta que la condena de parte de Dios. El ejemplo de nuestras once nuevas Beatas madrileñas nos enseña, con el acento tan pascual del martirio, que la victoria, siempre e irrevocablemente, será de la Cruz gloriosa de Jesucristo resucitado.