Mis queridos hermanos y amigos:
Si hay una frase en el Concilio Vaticano II en la que se exprese uno de los aspectos más esenciales del oficio y ministerio del Papa en la Iglesia con mayor precisión doctrinal es aquella en la que se dice textualmente: «El Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles» (LG 23).
Y si hay un bien absolutamente imprescindible para que la Iglesia pueda ser y presentarse ante el mundo como «sacramento universal de salvación» (cf. LG 9, 48) ese es el de su propia unidad interior y exterior, visible e invisible. La razón íntima de esta necesidad de la unidad para la Iglesia, teológicamente tan vital, la desvela el mismo Cristo cuando al llegarle «su hora» ora al Padre por los suyos: «No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 20-21). Es decir, sólo en la medida en que la Iglesia «aparece como el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4) se convierte en ese instrumento eficaz y universal para que el mundo crea en Jesucristo y en su salvación. Sólo así su acción evangelizadora puede resultar fecunda.
Y, finalmente, si hay algo que los signos de nuestro tiempo estén reclamando a la Iglesia con mayor urgencia es su unidad. Mucho se ha pecado contra la unidad de la Iglesia desde sus comienzos hasta hoy mismo. Las huellas de sus rupturas más dolorosas siguen vivas. El Vaticano II, con su impulso al movimiento ecuménico, nos ha indicado el recto camino espiritual, doctrinal y pastoral para superarlas. Pero las tentaciones contra la unidad en el seno de la misma Iglesia no cesan; las acciones y comportamientos que la ponen en peligro no son infrecuentes. Sufre la unidad de la fe; sufre la unidad en la esperanza y en la realización de su vocación apostólica; sufre la unidad en el amor y caridad que es «el vínculo de la perfección». ¡Cuánto nos ha costado estos años, y continúa costándonos, vivir con aceptación plena, humilde y gozosa, todas las exigencias fundamentales que provienen de la Comunión Católica y Apostólica que es la Iglesia!
El servicio a la unidad de la Iglesia, intrínsecamente vinculado al ministerio confiado por el Señor a Pedro y a sus Sucesores, vuelve a mostrarse, pues, como de una enorme actualidad histórica cuando nos encontramos ya en el umbral mismo del Tercer Milenio de la Era Cristiana. A un mundo caracterizado por una situación cultural de «aldea global» en su configuración social, pero fragmentado, confuso e insolidario de espíritu, no se le puede presentar otra imagen de la Iglesia que la del Cuerpo de Cristo, unido interna y externamente a su Cabeza, el Señor Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo y el ministerio de quien lo representa como su «Vicario y Cabeza visible de toda la Iglesia, la casa del Dios vivo» (LG, 18): el Romano Pontífice.
Ese servicio a la unidad lo ha prestado Juan Pablo II en sus ya veinte años de Pontificado con una dedicación incansable, ejemplar y, en no pocos casos, heroica:
– servicio a la unidad de la fe a través de un Magisterio ejercido con claridad y caridad en torno a los temas más esenciales del credo y de la vida cristianas. Ahí están, por citar algunos ejemplos, su gran trilogía de Encíclicas sobre las tres personas de la Santísima Trinidad; y sus dos más recientes, sobre los principios y exigencias fundamentales de la existencia cristiana -la Veritatis Splendor y la Evangelium Vitae-.
– servicio a la unidad de la esperanza y en la esperanza, mostrada y proyectada apostólicamente en un ejercicio cercano, directo y activamente misionero de su ministerio a través de sus incontables visitas pastorales en todo el mundo. ¿Quién no recuerda como un aliento de esperanza sus últimos viajes, especialmente el de la hermana Isla de Cuba? ¿Y cómo no revivir en nuestra memoria eclesial más agradecida, en España y en Madrid, su presencia entre nosotros como «testigo de esperanza»?
– y, servicio a la caridad y al amor fraterno, abriendo y reconociendo nuevos caminos de santidad, y volcando toda su persona y toda la Iglesia en la defensa y cuidado de los más pobres de la tierra: desde las víctimas del terrorismo a los que padecen hambre y miseria en los países del Tercer Mundo.
A Juan Pablo II le debemos en este día del Papa de 1998 un tributo especial de gratitud que rebose afecto filial. Es muy grande el amor y la devoción al Santo Padre que siente la inmensa mayoría de los católicos españoles y madrileños. Y, sin embargo, en nuestra relación con él nos sobran, a veces, rutina y superficialidad; y, en ocasiones, apocado retraimiento a la hora de la identificación con su guía y magisterio.
Nuestra acción de Gracias al Señor por su ministerio ha de salirnos hoy de lo más noble y hondo de nuestra alma cristiana. Nuestra oración por él a Jesús, el Supremo Pastor, apenas podría encontrar mejor fórmula que la de la súplica tradicional de la Iglesia que desde siglos pide para el Papa: «pax, vita et salus perpetua».
Y no debe faltarle tampoco nuestra aportación, lo más generosa posible, para que pueda llevar adelante todos sus empeños pastorales al servicio de la Iglesia y de la humanidad. ¡»Obras son amores y no buenas razones»!
Y, confiémoselo a María, confiándonos simultáneamente a ella, como a nuestra Madre: la Madre de la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,