Santuario de Torreciudad
Huesca, 26.IX.1998, 12,00 h.
Mis queridos hermanos, sacerdotes concelebrantes -saludo de una forma muy cordial y afectuosa al señor vicario de la Prelatura del Opus Dei para España-; hermanos y hermanas en el Señor, familias venidas de todos los puntos de España, presentes aquí, en Torreciudad, para celebrar la X Jornada Mariana de las Familias:
Cuando se viene a Torreciudad en peregrinación, sólo se puede hacer si se vive esa peregrinación como un itinerario espiritual. Un itinerario espiritual que se quiere poner a ritmo, en armonía, con el itinerario de toda la Iglesia. De forma que ese itinerario espiritual, vivido en la comunión de la Iglesia, termine impregnando nuestra alma, nuestro corazón, el de todos y cada uno de los que peregrinamos, en nuestras familias, y en las familias de toda España.
Eso queremos conseguir hoy, por la gracia del Señor, por la intercesión mediadora y maternal de la Virgen de Torreciudad y también por la intercesión del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.
Saludo de forma muy especial a las familias y sobre todo a los niños que han venido con sus padres en peregrinación a Torreciudad; y a los que han hecho la peregrinación de forma sólida, rigurosa, como los viejos peregrinos del camino de Santiago, sólo que en dirección contraria: los jóvenes que han venido de Madrid, de Galicia, etc.
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Un itinerario espiritual: No se puede venir a este lugar donde se honra a la Virgen desde hace tantos siglos bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad, si no es espiritualmente. Se puede venir corporal o físicamente, pero se vendría como un cadáver. No hay peregrinaciones de hombres o de humanidades muertas, sino de hombres vivos. Y el hombre vivo es el que vive del Espíritu.
El que peregrina a un santuario como éste sólo puede venir vivo y viviendo en el Espíritu. Porque aquí se honra a la Virgen desde hace muchos siglos. Se la honra en una tierra donde se cruzan los caminos de España. Y no sólo los caminos políticos, culturales, históricos de España y de todas las Españas, sino el camino espiritual de España, el camino a través del cual el alma de España se fue forjando a lo largo de los siglos. Muy cerca bajan las aguas del Ebro, bañando las orillas del Pilar de Zaragoza, hacia el Mediterráneo; muy cerca está el castillo de Javier; muy cerca se encuentran los camino de la vieja Castilla y en lontananza el santuario del apóstol Santiago, que ha unido y une siempre la tradición apostólica de la primera fe de España con la devoción a la Virgen. ¿Cómo se va a peregrinar aquí si no se sintoniza con ese itinerario de la Iglesia y de los cristianos de todos los tiempos, que han poblado la Península y las viejas tierras de Hispania si no es espiritualmente?
Pero además hemos de peregrinar así porque ese redescubrimiento espiritual de Torreciudad se ha hecho por un hombre, por un santo de nuestro tiempo, el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Nos lo pide la Iglesia, el momento de la Iglesia y del mundo de 1998. Nos lo pide la situación de las familias, del matrimonio, en nuestra Patria, en Europa, en el mundo y cultura a los que pertenecemos, donde la herida espiritual que sufre el matrimonio y la familia es honda, y las consecuencias de esas heridas gravísimas.
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Cuando no se sabe bien qué es ser esposo o esposa, madre o padre. Cuando no se entiende bien lo que es ser persona humana y tener derecho a la dignidad de toda persona humana, que es el fundamento del derecho a la vida, quiere decir que algo está enfermo, herido, lesionado, en lo más íntimo y lo más hondo de la realidad humana de la persona, del matrimonio y de la familia.
Eso es lo que ocurre entre nosotros. Las ideas, las posturas de vida, los puntos de vista, relacionadas con esa negación de la pertenencia íntima del hombre y de su dignidad a la familia, la interdependencia intrínseca entre dignidad-futuro-bien del hombre bien de la familia y bien del matrimonio, se ponen hoy en duda y muchos viven de esa duda. Sólo hay una respuesta para superarla. Una respuesta intelectual, viva, de toda la existencia, que es la respuesta del Espíritu.
El Papa nos lo ha dicho en el saludo. «Vivid vuestra jornada mariana de Torreciudad sabiendo que la familia es la esperanza del mundo». Vividlo en el Espíritu y por el Espíritu, el Espíritu que da la fe, que la alienta, la fortalece, el Espíritu por el que el hombre tiene esperanza y que es en su raíz misma amor de Dios -amor del Padre al Hijo en persona y del Hijo al Padre-. Hemos de vivir, por tanto, como un itinerario espiritual esta mañana, esta peregrinación a Torreciudad. Y debemos de hacerlo en comunión con toda la Iglesia, porque si no, nuestro itinerario no sería espiritual.
El Espíritu fue dado a la Iglesia; mejor dicho, la Iglesia es obra del Espíritu Santo. Y por la Iglesia, viene al mundo y a los hombres. De formas muy distintas: la forma más visible es la de la palabra, la de la unión y pertenencia visible, a través de los sacramentos y de la fe, a la Iglesia de Cristo; y la invisible llega a extremos y puntos de los hombres y de la Humanidad que nosotros no conocemos. Pero en cualquier caso, siempre por la Iglesia y en la Iglesia.
El Papa nos invita a vivir el final del año 1998 poniendo nuestra mirada en el 1999, como el pórtico que abre el Gran Jubileo del año 2000. El misterio que coloca ante nuestros ojos es el del Padre. La humanidad, por la Iglesia, con nosotros, debe volver a la casa del Padre, mirar el rostro del Padre. Y sólo se puede hacer a través de Jesucristo. Si Jesús no se hubiera hecho hombre no se podría conocer a Dios como Padre. Lo conocemos, lo sabemos. Él se ha dirigido a nosotros como tal, nos ha dado al Hijo. El Papa quiere que al embocar el segundo milenio del Cristianismo, de la encarnación del Hijo de Dios, con Cristo, con su luz, a través de su rostro, volvamos a dirigir nuestra mirada al Padre. Y esa mirada al Padre exige una actitud interior, espiritual, que es básicamente la conversión: el que vuelve la mirada debe volver el corazón, el que vuelve el corazón debe volver toda su vida, debe convertirse, cambiar, transformarse radicalmente.
Y no sólo de forma superficial, sino en el centro mismo del corazón y de la persona. En lo que el hombre es más hombre, en lo más íntimo de su yo y de su personalidad. De su libertad. Volver al Padre por Cristo es volver con toda la vida, convirtiéndose por el camino de la Penitencia y del sacramento de la Reconciliación, para vivir del misterio del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. A eso nos invita el Santo Padre. Vivir el itinerario espiritual de la peregrinación a Torreciudad en esta mañana luminosa y melancólica, de un septiembre que se va de 1998, es poner los pies, no sólo los pies del cuerpo, sino los latidos del corazón y del alma, en el camino de vuelta a la casa del Padre.
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Y hacerlo como familia, conscientes del reto que esto supone para las familias. Ese reto lo podríamos -siguiendo las sugerencias del Papa- concretar en tres llamamientos:
En primer lugar, la familia tiene que ser el lugar primero de encuentro del hombre, de la persona con el Padre a través de Jesucristo. Por tanto, debe ser la primera escuela de la fe. Cuando hoy en el colegio, en la escuela, en los medios de comunicación, se encuentran con fórmulas y modos de hablar de las cosas de Cristo, de la fe, de la historia de la Iglesia, con tanta ignorancia y con tanta inconsecuencia viva, práctica; cuando se le pregunta a un niño si sabe el Credo, o cómo es su Credo, o cómo es su vida, a qué mandamientos obedece, de dónde le viene la gracia, la fuerza y el espíritu, si conoce a Jesús, las respuestas son muy distintas, muy sorprendentes o muy curiosas. Son cosas anecdóticas, algo parciales quizá, pero reflejan una gran crisis de conocimiento de fe y de fe. Entonces muchos se preguntan: ¿cómo ha sido? ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿ Por qué hemos llegado a este punto de ignorancia religiosa, de dudas de fe, de falta de luz a la hora de orientar el camino de la vida? Una respuesta básica, una solución para un problema igualmente básico: La familia.
La primera palabra de Dios que hemos oído casi todos nosotros ha venido de labios de nuestras madres. Y el primer encuentro con Jesús, lo hemos vivido en nuestra casa, en nuestra familia. Esa función de la familia no se puede sustituir, de manera permanente y constante. O la recupera, o no se recupera la verdad y la plenitud de la vida de fe, de los niños y de los jóvenes.
Una segunda exigencia es la de la familia que vive la esperanza y el mandamiento del amor en su seno. El texto de la carta a los Colosenses es bellísimo. San Pablo tenía en su mirada, en la primera perspectiva de sus destinatarios, a la primeras comunidades de cristianos. Estaban muy construidas y edificadas por familias ya desde el principio. La familia juega un papel primerísimo y principalísimo en los orígenes del Cristianismo y de la Iglesia. Amarse en la familia, desde el amor misericordioso del Padre, sabiendo y conociendo por sabiduría interna y por experiencia personal lo que es perdonar y perdonarse, lo que es sacrificarse y no de forma autoflagelante, como muchos nos han acusado desde siempre o desde hace al menos dos siglos a los cristianos: que no entendemos el amor, sino que entendemos el sacrificio como fórmula de infligirnos penas inútiles unos a otros. No, el sacrificio es la muestra más veraz, más auténtica y más fecunda del amor mutuo. Entonces, se aprende a vivir en cristiano en la familia.
Y también aquí pasa lo mismo que cuando se hace referencia al anuncio de la fe, y la experiencia de la fe. No hay otra escuela primera para saber lo que es amar cristianamente, desde el amor y la misericordia y desde la donación a los demás, que la familia. Puede ocurrir, por providencia de Dios, que eso no haya sido posible, porque han fallecido los padres, porque cualquier desgracia ha ocurrido violentamente, sin quererlo, en el seno de la familia; pero para la mayoría, la familia funciona como la escuela primera del amor o, de lo contrario, no hay otra escuela donde se aprendan estas realidades.
Y tercero: debemos concretar estas dos propuestas en fórmulas prácticas de vivencia y convivencia. La lectura del Evangelio nos ha colocado en el interior mismo de la experiencia de la Sagrada Familia de Nazaret. Ahí hemos de buscar las normas para el comportamiento de una familia que quiere ser escuela de fe y configurarse como escuela del primer amor cristiano. Y nos habla de cómo tienen que vivir la relación el marido con la mujer y la mujer con el marido; y los hijos entre sí y con sus padres. Por supuesto, en la familia de Nazaret nadie se preguntaba ¿quién manda aquí? No se imagina uno a la Virgen preguntando a José quién manda en casa, o a José preguntándole a María quién manda en casa, o al Niño planteándose la cuestión de la dignidad de la mujer o del papel de la mujer o del hombre en la familia.
Cuando se plantean esas preguntas en la familia, ya está minándose el corazón mismo, el fundamento mismo de la familia. Cuando se funciona con el amor, el amor oblativo, que admite diferencia al complemento, y admite la necesidad de la donación mutua con las peculiaridades respectivas, nadie se pregunta por quién manda, porque quien manda es, justamente, el amor, el amor de Dios. Y el amor sin límites y sin condiciones. El amor que hace normal que el padre, el esposo se entregue a la esposa y la esposa al esposo, y que de ahí nazca el don maravilloso de la vida, el amor de los hijos y de la familia. Amor misericordioso, amor difícil, amor sacrificado, pero amor fecundo, amor pleno.
San Pablo utiliza tres términos, cuando habla de los deberes del marido para con la mujer, de la mujer con el marido y de los hijos para con sus padres, en relación a esta palabra: amor, respeto y obediencia. Los tres reflejan una misma realidad, y una misma exigencia, la del amor de Dios, aplicado al hombre y a la mujer que se unen en matrimonio para ser fuentes de vida y de amor. Y nada más. Un amor que no funcione como respeto del otro, es una broma, pesada casi siempre. Un amor que no pueda pedir y no pueda recibir como respuesta obediencia, es decir, sacrificio de los propios intereses, del propio egoísmo, de las propias fórmulas de entender la libertad, es un disfraz de un egoísmo muy refinado.
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El Señor nos pide vivir esta celebración, esta peregrinación a Torreciudad, como un itinerario espiritual, vivido en familia, y en la comunión de la Iglesia. De la Iglesia que preside el sucesor de Pedro, y que ha sido convocada con vosotros, con todos nosotros, a dirigir nuestra mirada al Padre, para volver a Él el año que viene. De tal manera que podamos decir al mundo en el año 2000 que Jesucristo es el Salvador del hombre. Que podamos cantar la alabanza a la Trinidad como quiere el Papa: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo.
No hay mejor sitio para conseguir el éxito de este itinerario espiritual, que aquel donde estamos ahora, junto a la Virgen. Porque con Ella, el itinerario es fácil de recorrer. Con Ella podemos llegar al Cielo. De su mano podemos llegar a este próximo fin que es el de la participación honda, verdadera, en esta Eucaristía, y en la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que vamos a concluir y consumar. Os invito a colocar en la patena de la celebración de la Eucaristía, nuestro propósito de vivir así la respuesta a la llamada del Papa, como familia, con esas exigencias -esos tres puntos concretos a los que acabo de aludir-. A ofrecernos con ellos en la comunión, en esa identificación, en esa fusión de todo nuestro ser con el Cuerpo y la Sangre de Cristo que vamos a recibir. Todo ello es garantía, buen augurio, seguridad, promesa, de que los frutos nos van a ser concedidos por la misericordia de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Que así sea.