Capilla del Palacio de la Zarzuela 4.10.1998; 17,30 h.
(Ez 36,24-28 Sal 26; Rom 6,3-5; Mt 28, 18-20)
Majestades
Altezas
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El nacimiento de un niño es siempre una buena noticia, porque no es separable ya de aquella proclamación de la más gozosa noticia que la humanidad haya escuchado jamás: la del nacimiento del Niño Jesús en Belén de Judá. El Santo Padre Juan Pablo II, en la actualísima Encíclica de 1995, que él ha titulado tan bellamente «el Evangelio de la Vida», no duda en iniciar en sus primeras líneas con una afirmación muchas veces desapercibida pero extraordinariamente honda y sugestiva: «la Navidad pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace» (EV, 1).
Esa alegría es la que nos embarga hoy a todos los aquí reunidos en torno a la Mesa del Señor, para participar en la celebración eucarística, marco litúrgico privilegiado del Bautismo de este niño, porque lo que fue noticia jubilosa de su nacimiento va a encontrar la plenitud de su realización en este su «segundo nacimiento» del Sacramento del Agua y del Espíritu que va recibir dentro de unos instantes en el seno de la Iglesia.
El nacimiento de un niño representa siempre, ya en sus aspectos naturales, una maravilla del amor y de la vida, que brota como un fruto espléndido de la donación mutua y total de sus padres, del esposo y de la esposa, en la que se hace presente directamente la acción amorosamente creadora de Dios. El niño es inseparablemente hijo de sus padres y criatura de Dios.
Tal maravilla adquiere todo su definitivo y nítido esplendor cuando se produce su incorporación a Cristo, a su Muerte y a su Resurrección. La vida que recibimos de nuestros padres es una planta frágil, amenazada permanentemente por la muerte, prisionera del tiempo y temerosa de su futuro. La raíz de esa fragilidad existencial va más allá de la condición finita del hombre; se encuentra en su corazón que ha pecado desde el principio, rompiendo con su Creador. El hombre necesita nacer de nuevo, «por dentro», en su alma y en su corazón. Ya lo veía y profetizaba así Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras impurezas e idolatrías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo» (Ez 36,25-26). La profecía se cumplió en Jesucristo, en quien se nos manifestó un amor de Dios para el hombre, insospechado, absolutamente próximo, y desbordante de misericordia. La Persona del Hijo unigénito de Dios se encarnaba, se hacía hombre, asumía su destino, cargaba con sus pecados, hasta la muerte de Cruz para que los hombres pudieran nacer de nuevo a su misma Vida, a la Vida victoriosa del pecado y de la muerte. Con la historia del Niño Jesús comenzaba una historia radicalmente nueva para todos los niños del mundo. Ya pueden nacer no sólo como criaturas, sino también como hijos de Dios. San Pablo lo expresaba de forma insuperable: «En efecto, por el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva» (Rom 6,4).
¡Sí, el nuevo nacimiento de un niño por el bautismo es todavía un prodigio cualitativamente mayor de amor y de vida: de Dios Padre, y también de sus padres!
Estas son las razones profundas de nuestro gozo: este niño, D. Felipe Juan Froilán de Todos los Santos, va a nacer a la Vida Nueva, la de los hijos de Dios, la de la santidad y de la gracia, la de la Gloria.
Es un gozo entrañable. Se nutre en íntima unidad tanto de la fe y de la vida cristiana de sus padres, como de su ternura y cariño para con él, que encuentran en la cercanía y en el amor de los abuelos, de su bisabuela, de sus hermanos, de los tíos y primos, ese apoyo hondo y fiel, que viene de los siglos, para cumplir con su vocación y tarea de ser los primeros educadores de su hijo en el camino de la Vida que inicia hoy en el regazo maternal de la Iglesia. Todos unidos reflejan esa familia, la familia, de la que el Concilio Vaticano II no duda en calificar como célula primera del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
Es un niño que nace en el seno de la Familia Real Española. La profesión de la Fe Católica, mantenida sin fisuras a lo largo de toda su historia, le ofrece raíces y savia viva para que crezca y madure como cristiano y como miembro de la Familia vinculada por excelencia al servicio de España.
Nuestra oración -la oración de toda la familia- es la mejor prueba de ese amor cercano que podemos ofrecer hoy -y siempre- al niño y a sus padres. Oración en la que debemos encomendarlos a la intercesión de los Santos de los que lleva su nombre y, singularmente, al amor de la Virgen María, desde hoy muy expresa y definitivamente su MADRE.
AMÉN.