Homilía en la toma de posesión de su Iglesia Titular de San Lorenzo in Dámaso

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1. Al tomar posesión de la Iglesia Titular de San Lorenzo in Damaso, doy gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con la celebración del memorial eucarístico, y agradezco al Santo Padre el que me haya asignado el título cardenalicio de una de las más antiguas e insignes iglesias de la Urbe.

Toda celebración trae a nuestro recuerdo las ‘magnalia Dei’ en la historia: las personalísimas actuaciones de Dios, especialmente la manifestación en Jesucristo, y las acciones de aquellos que han seguidos sus huellas, es decir, los santos.

Hoy recordamos a dos de ellos, muy insignes, que este lugar ha unido para siempre: San Lorenzo y San Dámaso. Muchas son las iglesias en Roma que han merecido el ser portadores de la advocación del santo mártir Lorenzo, pero es ésta, ‘nova tecta’, la que el gran papa Dámaso quiso consagrar a Cristo como voto al santo mártir tal como rezaba en la misma dedicatoria del templo – porque ‘sus favores en Roma son tan conocidos que es imposible enumerarlos’, escribió S. Agustín (Serm. 303)-. Templo establecido en el mismo solar paterno, junto a las ruinas del teatro pompeiano, y al que los papas del primer y segundo milenio, principalmente Adriano I, León III, Urbano III y Urbano VIII privilegiaron con largueza.

Esta Iglesia, de historia más que milenaria, que mereció la atención de historiadores y arqueólogos –entre los que no podemos no recordar a Rossi–, otrora guardiana de los archivos de la Iglesia romana, conserva con mimo los restos de S. Dámaso.

Los títulos de las iglesias damasianas (basílica Liberii, titulus Anastasiae y el título de S. Lorenzo) forman una importantísima parte de la Roma cristiana, como ha puesto de manifiesto la más sólida investigación histórica. El título presbiteral de S. Lorenzo recuerda el nacimiento, en tiempos de S. Dámaso, de los tituli como centros de enseñanza catecumenal y de culto litúrgico. S. Lorenzo, hasta el siglo pasado, tenía el privilegio de acoger en su baptisterio a aquellos que en sus iglesias carecían de pila bautismal.

Pero S. Lorenzo in Damaso, desde sus inicios -al igual que otras importantes iglesias de Roma- está vinculada a España, pues por todos es conocida la noticia del Liber Pontificalis en la que se transmite que el papa Dámaso procedía de tierras hispánicas. Una secular tradición quiso referir la afirmación, ‘Damasus natione Hispanus ex patre Antonio…’ del citado Liber Pontificalis, a las tierras madrileñas en las que importantes instituciones diocesanas tienen hoy como patrono al santo papa Dámaso. A principios del s. V el poeta calagurritano Prudencio, de la Tarraconense hispana, cantó en el Peristephanon, al igual que S. Ambrosio, S. Máximo de Turín y S. Pedro Crisólogo, el martirio de S. Lorenzo. Esta iglesia guarda, además, la memoria de la predicación de uno de los más grandes evangelizadores españoles de todos los tiempos: S. Francisco Javier. Y los lazos entre esta Iglesia y España se actualizaron recientemente en la persona del Sr. Cardenal D. Narciso Jubany (q.e.p.d.), arzobispo de Barcelona y antecesor mío en la titularidad de S. Lorenzo in Damaso.

Gloriosa es la historia y el significado de la Iglesia Titular de S. Lorenzo in Damaso, que quedó en pie como un grandioso ejemplo de la superación de las divisiones internas de aquella iglesia del siglo IV, tiempo de turbaciones pero también de grandes figuras que supieron dar respuesta a acuciantes problemas doctrinales. Junto a los nombres señeros de occidentales y orientales, –S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Basilio…–se une el de S. Dámaso, uno de los obispos de Roma que más ha favorecido y contribuido a fijar la teología del primado con la decisiva interpretación de Mt 16,18 en el concilio romano del 382. Cuidó con mimo la transmisión textual de los libros sagrados favoreciendo los trabajos de S. Jerónimo; cultivó las instancias intelectuales eclesiásticas; cuidó la sensibilidad estética en las artes plásticas, fomentó la arquitectura, y favoreció de modo especial la poética; impulsó la organización del culto de los mártires con la intención de hacer ver que la verdadera gloria de Roma no era pagana sino cristiana; defendió denodadamente las propuestas doctrinales nicenas; supo dar acertada respuesta y adelantarse a la teología de corte arriano, priscilianista y pelagiano; impulsó los servicios jurídicos, y fue un hombre de comunión que, a pesar de las dificultades, no dejó de buscar sin denuedo la conciliación; emprendió un nuevo estilo de relación con las iglesias particulares.

2. Sin embargo, tomar posesión del título cardenalicio de esta Iglesia Presbiteral de Roma adquiere un significado mucho más amplio que la mera recepción de un importante capítulo de la historia eclesial romana.

El Santo Padre asigna una Iglesia titular en la Urbe a Obispos de otras iglesias renovando desde la conciencia viva y refleja de la Iglesia Universal la antiquísima tradición de los presbíteros romanos que asistían al papa y que se retrotrae a los días de S. Dámaso. Se trata ahora de que le sirvan en su ministerio supremo de Pastor de toda la Iglesia; para hacer visible así el servicio de la Iglesia de Roma -«la que está a la cabeza de la caridad, depositaria de la ley de Cristo y adornada con el nombre del Padre» (S. Ignacio de A., Rom., pref.)- a la Católica, en expresión agustiniana: «toto orbe terrarum difusa». En palabras de S. Ireneo (AH III,3,2): «La Iglesia grandísima y antiquísima y por todos conocida, la Iglesia fundada y establecida en Roma por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo… En efecto, con esta Iglesia (la de Roma), en razón de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo todas las Iglesias, es decir, los fieles que vienen de todos los lugares, la Iglesia en la que, para todos los hombres, siempre ha sido conservada la Tradición que nos viene de los Apóstoles». El Obispo de Roma es el Sucesor de Pedro y, por ello, «el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad tanto de los Obispos como de la muchedumbre de los fieles (LG, 23).

El Cardenal Titular debe ser para esta Comunidad Parroquial el recuerdo permanente del ‘servicio espiritual’ que le deben a la Iglesia Católica, servicio inseparable de la comunión con su Obispo, el Sucesor del Apóstol Pedro, pero al mismo tiempo, la Comunidad Parroquial debe recordar al Cardenal Titular las exigencias pastorales vivas que conlleva su servicio al Santo Padre en la solicitud por todas las Iglesias. De nuevo debemos de subrayar que los primeros tituli romanos se constituyeron como lugares de catequización y evangelización.

De este modo, mi vinculación a esta Iglesia Titular Presbiteral de S. Lorenzo in Damaso, me ofrece una providencial ocasión para hacer una llamada, especialmente cercana, a mi Iglesia diocesana de Madrid, estrechamente unida a las Iglesias particulares que peregrinan en España, para que renueven su vocación apostólica, para que revivan con vigor espiritual su tradición y su ser Católico, para que refresquen su memoria y raíces cristianas, origen de una historia llena de grandes gestas misioneras. Desde el siglo de S. Dámaso, momento álgido en la evangelización hispánica con figuras de alcance universal como Paciano y Prudencio en la Tarraconense, Gregorio de Elvira en la Bética, Potamio en la Lusitania, España se abrió a la Catolicidad y permaneció fiel a la Tradición Apostólica, en la que dejó una impronta eclesial singular la memoria de Santiago el Mayor.

La Iglesia en Madrid, quiere y se esforzará por seguir, con la ayuda del Santo Espíritu, el camino abierto por los apóstoles sin cejar de proclamar la Verdad y el Mensaje siempre actual de Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, como respuesta a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo.

Y al mismo tiempo que pienso en las Iglesias particulares que peregrinan en España, no puedo menos que incluir en mi recuerdo esta Comunidad Parroquial de S. Lorenzo in Damaso para que, fiel a su esplendoroso legado, sepa continuar su labor evangelizadora en el seno de la Iglesia de Roma, que, como dejó escrito S. Ignacio de Antioquía, «es digna de Dios, digna de honor, digna de bienaventuranza, digna de alabanza, digna de éxito…» (Rom., pref.).

La Iglesia en Madrid y la Comunidad Parroquial de S. Lorenzo in Damaso, con la Católica, no pueden dejar caer en el olvido el santo mártir titular de esta iglesia. «Sigamos, pues, las huellas de los mártires, imitándoles para que no sea inútil la celebración de sus fiestas» (San Agustín, Serm. 302, 1). «S. Lorenzo salvó su alma gracias a su fe, gracias a su desprecio del mundo y gracias a su martirio», (San Agustín, Serm. 303) y así por su fe y entrega pudo darse a todos, especialmente a los pobres, a los que consideró como las verdaderas riquezas de la Iglesia. San Agustín ofrecía en su sermón de la Fiesta de San Lorenzo una interpretación de su figura con una aplicación a la vida cristiana, cuya vigencia no puede ser más actual: ‘Las grandes riquezas de los cristianos son las necesidades de los pobres, si es que comprendemos dónde debemos guardar lo que poseemos. Ante nuestros ojos están los necesitados; si lo guardamos en ellos, no lo perdemos’.

A la Iglesia diocesana de Roma le agradecemos siempre el ser principio de unidad y al mismo tiempo hogar de la Catolicidad en el que se acogieron y acogen figuras egregias del arte y de las letras y del pensamiento cristianos, pero, sobre todo, los hombres del Espíritu, los Santos, los grandes impulsores de la más auténtica renovación de la Iglesia. Recorrer los espacios eclesiales de Roma es rememorar la presencia de muchos españoles de ayer y de hoy, incansables en el servicio a la misión de la Iglesia. Sus nombres, los de los más preclaros, están en la mente de todos. La eclesialidad ha hermanado para siempre los pueblos de España con la Urbe romana.

Las lecturas de este domingo nos invitan a dar gracias a Dios por la salvación ofrecida en la muerte y resurrección de Jesucristo, a ser fieles al Evangelio por el que dieron la vida los testigos de la fe. Como Naamán el sirio, como el apóstol Pablo y como el samaritano leproso queremos dar gloria a Dios y mostrar que la Palabra de Dios no está encadenada. Pero para acoger la salvación es ‘preciso curarse de nuestra enfermedad’, del pecado. Hemos de estar abiertos a la conversión, y una vez convertidos, hemos de ser instruidos, y una vez instruidos, hemos de ser perseverantes. Pues quien persevere hasta el final, ése se salvará (cf. S. Agustín, Sermo 303, en la fiesta de S. Lorenzo).

Finalmente os pido que oréis conmigo a Dios Padre por las intenciones del Santo Padre, por la Iglesia de Roma, por la Archidiócesis de Madrid y por las Iglesias Particulares de toda España para que la fortaleza del mártir S. Lorenzo y la protección de S. Dámaso y Santa María, bajo las advocaciones de ‘Salud del pueblo romano’ y de «la Almudena», Patrona de Madrid, nos acompañen y asistan siempre en el gran empeño de ser testigos de la nueva evangelización.

Los versos de Prudencio, al final del himno en honor de San Lorenzo, pueden servirnos muy bien para concluir nuestra plegaria. El poeta cristiano dice de sí mismo:

«Hos inter, o Christi decus, / audi poetam rusticum… Indignus agnosco et scio / quem Christus ipse exaudiat, / sed per patronos martyras / potest medellam consequi» («Entre esos hijos, ¡oh tú, gloria de Cristo!, escucha a este rústico poeta… indigno es, lo reconoce y sabe, de que Cristo mismo le atienda sus plegarias, mas por vosotros mártires, nuestros intercesores, puede alcanzar remedio de sus males» (Prudencio, Peristephanon, Hymnus 2, 573-580).

Amén.

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