«Misioneros, esperanza para el mundo»
Queridos hermanos y hermanas:
La llegada del DOMUND, como todos los años, es sin duda una bocanada de aire fresco y renovador para toda la Iglesia, precisamente porque es una verdadera esperanza para el mundo. La Iglesia no tiene otra razón de ser que la vida del mundo; con su Señor Jesucristo, dice así a todos los hombres: ¡He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia! (Jn 10, 10). La Jornada misionera por excelencia, que celebraremos el próximo 18 de octubre, de este año dedicado especialmente al Espíritu Santo, el auténtico protagonista de toda la misión de la Iglesia, es ciertamente una gracia grande para el mundo entero, y por ello mismo para la propia Iglesia. Una gracia que hemos de acoger con especial interés, pues se dirige al centro mismo del ser y del obrar cristiano. En efecto, si la Iglesia dejara de ser misionera, dejaría de ser Iglesia.
La obra del Espíritu Santo, como afirmaba Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio y recoge en su mensaje para este DOMUND 1998, «resplandece de modo eminente en la misión ad gentes, como se ve en la Iglesia primitiva» (n. 21). Y el Santo Padre añade ahora que «el Espíritu Santo no ha perdido la fuerza propulsora que tenía en la época de la Iglesia naciente; hoy actúa como en los tiempos de Jesús y de los Apóstoles. Las maravillas que Él hizo se repiten en nuestros días, pero con frecuencia -sigue diciendo el Papa- permanecen desconocidas, porque en muchas partes del mundo la Humanidad vive ya en culturas secularizadas, que interpretan la realidad como si Dios no existiera» (mensaje n. 1). La Jornada Mundial de las Misiones es una ocasión privilegiada para descubrir la realidad en toda su verdad, sin el maquillaje de las falsas respuestas que está dando un mundo sin Dios a la sed de vida eterna que abrasa el alma de todo ser humano. Esas respuestas -que bien pueden resumiese, con palabras de san Juan, en la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas (lJn 2, 16)- pronto evidencien su incapacidad para saciar la verdadera necesidad de todo hombre: ¡vivir, y vivir en plenitud! ¿Quién, sino sólo Dios, que se nos ha dado en Jesucristo y cuya presencia en su Iglesia para la salvación de todos los hombres es justamente lo que proclama la Jornada del DOMUND, puede satisfacer tal necesidad, la única realmente indispensable?
El Espíritu Santo, hoy, sigue obrando maravillas. Es preciso abrir los ojos a la verdad de su acción en el corazón de los creyentes y en los acontecimientos de la Historia, y esto -dice Juan Pablo II en su mensaje- «invita al optimismo de la esperanza». ¿De qué modo, si «el vacío de ideales y de valores -como recuerda el mismo Santo Padre- se ha ensanchado, ha decaído el sentido de la Verdad y ha crecido el relativismo moral»? ¿Cómo ser optimistas y tener esperanza si la consecuencia de todo esto es que «las personas se descubren áridas, agresivas, incapaces de sonreír, de saludar, de decir gracias, de interesarse por los problemas de los demás»? Ésta es la respuesta del Papa: «El primer gran signo de la acción del Espíritu es, paradójicamente, la crisis misma que experimenta el mundo moderno (…) Precisamente de estas situaciones, que llevan a las personas al límite de la desesperación, brota el impulso de invocar a Aquel que es Señor y da la vida, porque el hombre no puede vivir sin sentido y sin esperanza» (mensaje n. 2).
Hoy, con todo su poderío, el hombre experimenta, quizás más que nunca, el callejón sin salida en que ha quedado convertido el mundo sin Dios. «Muchos hacen notar -dice también Juan Pablo II- cómo el hombre moderno, cuando rechaza a Dios, se descubre menos hombre, lleno de temores y tensiones, cerrado en sí mismo, insatisfecho, egoísta»; es un hecho, ratificado abrumadoramente en las noticias que cada día nos transmiten los medios de comunicación, por mucho que se quiera maquillar con el discurso del progreso, que «las sociedades más desarrolladas experimentan una esterilidad inquietante, que es tanto espiritual como demográfica» (mensaje n. 2). No es extraño, por tanto, que brote incontenible la súplica, la invocación de Dios. Mas ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? -afirma san Pablo-; ¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído?, ¿cómo oirán sin que se les predique?, y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura. ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el Evangelio! (Ro». 10, 14-15). He aquí la esperanza para el mundo. Los Misioneros, como señala el lema de la próxima Jornada del DOMUND, son, en efecto, esperanza para el mundo. Ellos hacen presente al Señor que da la vida, al único a quien pueden acudir los hombres con la seguridad de ser escuchados y atendidos.
No hay tarea más necesaria, ni más hermosa, que la propuesta en la Jornada Mundial de las Misiones: anunciar a Jesucristo. A ella hemos de servir con todas nuestras fuerzas, que significa precisamente renunciar a ellas, y contar con las de Dios, con las fuerzas del Espíritu Santo, que lejos de anular las nuestras son en verdad su consistencia. Sin Mi -nos dice el mismo Cristo, y todos lo experimentamos cada día- no podéis hacer nada (cf. Jn 15, 5). Por eso Juan Pablo II, ante la presencia del Espíritu en la Iglesia, que la guía en su misión universal, puede decir con toda verdad que «es consolador saber que no somos nosotros, sino que es Él mismo el protagonista de la misión. Esto da serenidad, alegría, esperanza, intrepidez» (mensaje n. 4). Y por eso también recuerda estas esperanzadoras palabras de su encíclica Redemptoris missio: «Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios… Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo» (n. 86).
La certeza de esta primavera cristiana, porque se funda, no en nosotros, sino en el poder de Dios, es tan fuerte e inquebrantable que, con palabras del Papa, «incluso el hecho de que en la Iglesia, nacida de la cruz de Cristo, haya todavía hoy persecución y martirio constituye un fuerte signo de esperanza para la misión» (mensaje n. 4). El testimonio de los misioneros y misioneras que hoy, en diversas partes del mundo, siguen padeciendo persecuciones, o viviendo en pobrísimas condiciones y en medio de dificultades de todo tipo, e incluso hasta derramar su sangre por Cristo, es sin duda motivo grande de esperanza para la difusión del Evangelio. Como viene sucediendo desde el inicio de la Iglesia, esta sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, pues la vida nueva brota incontenible del costado abierto de Cristo, se nos da a los hombres por la sangre de su Cruz, y nos recuerda cada día que la entrega de la propia vida por el Evangelio es el camino cierto de la auténtica realización de la plenitud humana.
Es numeroso y variadísimo, en todos los rincones de la tierra, el florecimiento de iniciativas misioneras en la vida de la Iglesia, que son signo esplendoroso de la acción del Espíritu Santo. Con razón dice el Santo Padre en su mensaje que estamos viviendo el tiempo del Espirita, presente en la variedad de los carismas, «en los que se manifiestan la riqueza y vitalidad de la Iglesia» (n. 6), y subraya dos aspectos esenciales a tener especialmente en cuenta en esta Jornada Mundial de la Misiones: «la necesidad de no circunscribir nunca los horizontes de la evangelización, sino tenerlos siempre abiertos a las dimensiones de la humanidad entera» (n. 4); y «el valor de la vocación misionera ad vitam». Hay que dar gracias al Señor por todas las formas de servicio misionero que el Espíritu suscita en la Iglesia, pero los que se consagran de por vida a las Misiones son espejo en el que han de mirarse todos los bautizados. «Si toda la Iglesia es misionera por su misma naturaleza -dice Juan Pablo II-, los misioneros y las misioneras ad vitam son su paradigma» (n. 7). Quiero, pues, en unión con el Papa, invitar a todos, especialmente a los jóvenes, a escuchar la voz de Cristo que llama también hoy, como el primer día junto al lago de Galilea: Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres (Mt 4, 19). ¡No tengáis miedo!
Por último, quiero pediros también a todos -desde las Parroquias y los Movimientos hasta los Colegios y las familias, tanto en lo espiritual como en lo material- que secundéis las iniciativas de nuestro Consejo Diocesano de Misiones, con el fin de que este DOMUND 98, en nuestra Iglesia diocesana, produzca abundantes frutos para la edificación de la única Iglesia de Cristo extendida por toda la tierra.
Que la Virgen María, en su advocación entrañable de la Almudena, nos ayude a abrir nuestras mentes y nuestros corazones al Espíritu Santo, como Ella los mantuvo abiertos en todo momento, para acoger a Cristo y entregarlo a los hombres, necesitados de Él hoy quizás más que nunca, y de este modo poder escuchar como Ella la Promesa de Cristo que cumple toda esperanza: ¡Dichoso quien ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! (Lc 1, 45).