Mis queridos hermanos y amigos:
No es sólo la inminencia del final del segundo milenio lo que pone de actualidad con presencia cada vez más insistente la cuestión del sentido de la historia y la pregunta por el futuro del hombre, sino también la pérdida del sentido de la vida en la conciencia contemporánea, sobre todo en la de las jóvenes generaciones.
Ya a comienzos de los años ochenta conocidos filósofos europeos llamaban la atención sobre el abandono por parte del pensamiento y de la cultura actuales de la pregunta del «para qué» del mundo y, sobre todo, del hombre como una pregunta decisiva para comprenderse a sí mismo y a su destino como ser libre, espiritualmente fundado, llamado a la trascendencia, es decir, como persona. Son hoy muchos los que se niegan a preguntarse por «el para qué de sus vidas», por el fin último que dé sentido a su existencia más allá y más acá de la muerte. Las consecuencias -a la vista de todos- no pueden ser más funestas. Se pierden los criterios morales en la orientación del comportamiento personal y social y se desvanecen por igual la capacidad para la esperanza y el gozo de vivir y la posibilidad de encontrar el camino del amor.
Las víctimas más llamativas de esta cultura -en último término, una cultura de la muerte- son los jóvenes. La drogodependencia, con su fuerza destructiva de la personalidad, es su signo más doloroso y dramático.
La Fiesta de Todos los Santos nos ofrece de nuevo la respuesta a esa pregunta, siempre vieja y siempre nueva, que envuelve todo el curso de la vida del hombre sobre la tierra. Se podría reducir en esencia a la siguiente tesis: el hombre está llamado a ser santo. Su vocación es la de la santidad. Creatura de Dios, redimido de sus pecados por la Muerte y Resurrección de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de la Virgen María por obra y gracia del Espíritu Santo, existe y vive para participar en la Vida y Gloria de Dios. Ese es su «para qué» decisivo, el que responde a los designios misteriosos del amor misericordioso de Dios que es y quiere ser su Padre. No hay otra alternativa definitiva para el hombre: o la Gloria de Dios o su perdición. La clave es la del sí de su libertad a la gracia, que le conduce a la conversión y a la vuelta a la Casa del Padre. Un sí afirmado y expresado con fidelidad y entrega crecientes hasta la hora de la muerte a ese don infinitamente gratuito del amor del Padre que le llama y espera.
La Iglesia profesa hoy festivamente su certeza de que los Santos, los que gozan ya en plenitud de la Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, son multitud «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9). Ella misma declara y manifiesta que aquello que la constituye en lo más íntimo de sí misma es ser «la Comunión de los Santos». En ocasiones solemnes después de un cuidadoso proceso de discernimiento espiritual y canónico los llama por su nombre y los reconoce como tales para ejemplo y edificación de todos sus hijos. Todavía la semana pasada lo hacía con un sacerdote y religioso suyo que había recorrido el itinerario de la santidad, siguiendo fielmente al Señor en nuestra Archidiócesis de Madrid, a lo largo del tramo más prolongado de su biografía. Me refiero al P. Faustino Míguez, Escolapio, Fundador del Instituto Calasancio de Hijas de la Divina Pastora. Y el domingo 11 de octubre pasado, canonizaba Juan Pablo II a una de las grandes convertidas de este siglo, a Edith Stein. Joven judía, brillante profesora de Filosofía, que ansiosa de buscar la verdad, la encontró en Jesucristo, al hilo de una lectura intensa durante toda una noche, del «Libro de la Vida» de Santa Teresa de Jesús. Ahora la conocemos ya -y así será para siempre- como Santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Los Santos son nuestro ejemplo insuperable -y no intercambiable- para saber cómo responder al reto del sentido de nuestra existencia. Y, además, los que por su intercesión -compañía invisible de auténtico amor fraternal- nos alientan y sostienen en la elección y seguimiento del buen camino: el de Jesucristo, «Camino, Verdad y Vida».
Madre y Reina de los Santos es la Virgen María: Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. La intercesión de los Santos alcanza en ella su máxima expresión e intensidad: la propia del amor materno que abraza en su Hijo Jesús, el Hijo unigénito de Dios vivo, a todos nosotros, llamados a ser hijos por adopción. ¡Cómo no! el hombre tiene futuro: el de la Resurrección y de la Gloria.
Por eso la Fiesta de Todos los Santos es siempre una Fiesta para la Esperanza que no defrauda porque se alimenta y verifica en el testimonio y en la intercesión de esa multitud de hijos e hijas que la Iglesia proclama, venera e invoca como los que han sido «bañados con la Sangre del Cordero»: como Santos.
Con mi afecto y bendición,