Mis queridos hermanos y amigos:
Hace ya casi dos semanas que comenzaron a llegar las primeras noticias de una terrible catástrofe que estaba asolando una región del mundo, Centroamérica, especialmente cercana a nosotros, los españoles.
El paisaje físico, urbano y humano que ha dejado detrás de sí el huracán «Mitch» es sencillamente desolador. La comunidad diocesana de Madrid e igualmente todos los demás hermanos de la Iglesia en España -sus Pastores y fieles- sintieron desde el primer momento como propio el dolor y la tremenda desgracia que se habían abatido sobre las poblaciones y habitantes de esos países tan queridos, especialmente los de Honduras y Nicaragua. Se trataba de hermanos en la fe; pero, en cualquier caso, de personas a las que factores naturales de increíble potencia destructora habían llevado muerte, enfermedad, hambre y miseria en proporciones incalculables. Con la agravante de que ya sus condiciones habituales de vida se encontraban profundamente marcadas por graves carencias de todo orden -económicas, sociales, culturales de infraestructuras, etc.-. Los medios de comunicación y las instituciones civiles también comprendieron sensible y prontamente la gravedad de lo que estaba ocurriendo, y la corriente de solidaridad fue alcanzando a todos los sectores de la sociedad española sin excepción.
Por nuestra parte, como primera reacción, pedíamos a toda la Archidiócesis que la oración y las colectas del pasado domingo tuviesen como destinatario principal las víctimas de la catástrofe centroamericana, acudiendo a la mediación y al servicio de CARITAS/Madrid. Y en comunicación transmitida a todas las parroquias e instituciones diocesanas, de la que se hicieron ampliamente eco la prensa, radio y televisión, hemos dispuesto que el Día de la Iglesia diocesana y su colecta se trasladen al último domingo de noviembre, a fin de dejar a las comunidades parroquiales, movimientos y asociaciones eclesiales tiempo y posibilidades operativas para ampliar y articular, con la generosidad y la concreción que nos urge el amor de Cristo, las ayudas que nos demandan las gravísimas necesidades que sufren nuestros hermanos.
La catástrofe centroamericana nos ha abierto, por lo demás, los ojos de la conciencia para tres muy graves problemas íntimamente relacionados entre sí, que afectan de lleno a las responsabilidades de los católicos y de la Iglesia en esta hora y que reclaman pronta respuesta.
Primero el de «la deuda internacional», o «deuda externa», que pesa como una losa asfixiante sobre la economía y las posibilidades de los pueblos más pobres de la tierra, situados casi en su totalidad en el Hemisferio Sur. El Santo Padre apelaba en su Carta Apostólica «Tertio Millennio Adveniente» de forma expresa a los cristianos para que se hiciesen «voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional, que grava sobre el destino de muchas naciones» (TMA, 51). La Iglesia en España ha acogido esa llamada del Santo Padre, traduciéndola en múltiples gestos y acciones pastorales, entre las que destaca la que han puesto en marcha Cáritas, Confer, Justicia y Paz y Manos Unidas. La petición que dirigimos hoy a nuestro Gobierno es que se apliquen cuanto antes esas medidas a los países envueltos en la catástrofe y en favor de sus pueblos.
Segundo, el de la recta conducción de los recursos económicos que se concedían a los Estados de esta área y de las consideradas como «Tercer Mundo» bien por la vía de la condonación de la deuda, bien por subvenciones directas. Se ha de procurar a toda costa y garantizar en lo posible que redunden en beneficio de sus pueblos: de su justo desarrollo económico y social, pero también del humano, cultural y espiritual. La experiencia ya de varias décadas de políticas de desarrollo enseñan que todo el cuidado que se ponga en este punto, es poco.
Tercero el de la forma de participación de los ciudadanos -problema especialmente agudo para los cristianos- en las campañas y acciones de ayuda al Tercer Mundo. Para que sea veraz y, en definitiva, verdadera y prolongadamente eficaz, ha de ser expresión de una conversión auténtica de la propia vida y de la renovación del corazón y del estilo personal de la existencia, que se refleja y despliega luego en el campo de los comportamientos públicos. Sin compromiso y propósitos personales de reforma de vida, no prosperan ni son fructíferos los sociales y políticos. Con formulas hedonistas, egoístas y egocéntricas de existencia no se edifican comunidad y mundos solidarios.
Es decir, la invitación del Santo Padre a recorrer con espíritu de penitencia y de amor cristiano este último tramo de la preparación al Jubileo del Año Dos Mil ha cobrado una actualidad inusitada. De que estemos dispuestos o no, sinceramente, a volver a la Casa del Padre, dependen en medida decisiva el bien y la salvación de nuestros hermanos. Nadie como la Virgen, la Madre de Jesucristo, nuestra Madre, nos puede guiar en el camino.
Con mi afecto y bendición,