Mis queridos hermanos y amigos:
Mañana comienza en toda la Iglesia la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Orar por la unidad de todos los que creen en Cristo y han sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es tanto o más urgente en 1999 que hace treinta y cinco años cuando en el Decreto conciliar sobre el Ecumenismo –«Unitatis Redintegratio»– se declaraba que «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los principales propósitos del Concilio ecuménico Vaticano II» (UR,1). Porque si entonces ya el Concilio percibía y denunciaba esta división como contradictoria con la voluntad de Cristo y como «escándalo para el mundo» y daño «a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres» (cfr. RU,1), no menos incisiva y dramáticamente habría que expresarse ahora, aún después de tres décadas intensas y ricas en iniciativas ecuménicas dentro y fuera de la Iglesia Católica.
No en vano Juan Pablo II en su Carta Apostólica «Tertio millennio Adveniente» para la preparación del Gran Jubileo del Año Dos Mil del Nacimiento de Jesucristo nos advierte que «la Iglesia –en esta última etapa del milenio– debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo implorando de El la gracia de la unidad de los cristianos» (TMA, 34), haciendo de la búsqueda de esta unidad uno de los objetivos pastorales más relevantes de esta preparación. Y, lo que es más significativo, dedica toda una Encíclica, un año más tarde, el 25 de mayo de 1995, –«Ut Unum Sint»– a la actualización de las enseñanzas del Concilio y a urgir su llamada a la unidad de los cristianos (US, 1). El Papa constata junto a los avances en el diálogo interconfesional, motivo de gozo y acción de gracias al Señor, lo difícil todavía del camino a recorrer. Además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, persisten las incomprensiones ancestrales entre los cristianos, los malentendidos y prejuicios, la inercia, la indiferencia, insuficiente conocimiento recíproco… (cfr. UTUS, 2).
Pero hay, sobre todo, un motivo de creciente gravedad para renovar nuestro compromiso ecuménico, al que cada vez se podrá sustraer menos la conciencia eclesial de los católicos y de todos los cristianos, especialmente en Europa: el de lo que Juan Pablo II ya en aquel lejano día del acto europeísta en la Catedral de Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982, jornada final de su primer viaje apostólico a España, caracterizaba como la nueva división religiosa de los europeos. Decía el Papa: «Europa está, además, dividida en el aspecto religioso. No tanto ni principalmente por razón de las divisiones sucedidas a través de los siglos cuanto por la defección de bautizados y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrinal y moral de esa visión cristiana de la vida, que garantiza equilibrio a las personas y comunidades» (cfr. Juan Pablo II en España, Conferencia Episcopal Española, Madrid 1983, 242) Este diagnóstico de la fe en Dios de los europeos no ha perdido vigencia alguna. No sería temerario afirmar que sus elementos más preocupantes se han acentuado. Representa justamente el trasfondo o «sitio en la vida» del audaz programa de nueva evangelización que el Papa nos ha propuesto para afrontar el nuevo Milenio del Cristianismo. ¿Sabremos y podremos responder a este evidente y crucial desafío pastoral, y a lo que el Señor nos pide en esta hora histórica, desde una situación de división entre los cristianos?
La respuesta objetiva se la puede imaginar cualquiera: No. Por eso el Papa insiste en que juntos debemos de progresar en «la necesaria purificación de la memoria histórica», en «reconsiderar nuestro doloroso pasado» y en cultivar «una sosegada y limpia mirada de verdad» (cfr. UTUS, 2). Lo que no es posible si no volvemos a hacer nuestros con renovada fidelidad los principios de lo que el Concilio consagraba como «Ecumenismo Espiritual»: los de la sincera conversión de toda la vida al Evangelio de Jesucristo y de la oración perseverante al Padre, sintonizando en el Espíritu con la petición del Señor: de que «todos sean uno, Padre, lo mismo que tu estás en mí y yo en Ti» (Jn 17,21).
Aquí en este campo de la experiencia del Espíritu se sitúa especialmente la llamada del Señor en el octavario por la unidad de los Cristianos en 1999 y donde se debe articular nuestra principal responsabilidad ecuménica: la de pastores y fieles de la Iglesia Católica en Madrid. ¿Cómo sino se va a hacer verdad creíblemente, visible ante los hombres, lo que nos reclama su lema: «El habitará con ellos. Ellos serán su pueblo y el mismo Dios estará con ellos» (Ag 21,3)?
Por lo que debemos acudir a la intercesión de María, la Madre de la Iglesia, encomendándole con toda el alma los frutos de nuestra oración por la unidad de los cristianos, cuando alborea ya el Tercer Milenio del Evangelio de la Salvación : ¡Que ella nos ayuda a recorrer con nuevo gozo y nueva esperanza el itinerario de la unidad, el propio de los discípulos del Señor!
Con mi afecto y bendición,