Mis queridos hermanos y amigos:
«La vida consagrada» no es un lujo para la Iglesia, sino que está inserta en la entraña misma de su Misterio como Esposa de Cristo y de «pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG, 4). el Concilio Vaticano II disipaba muchas dudas y despejaba muchos interrogantes sobre el sentido de la profesión de los llamados «consejos evangélicos» de castidad, pobreza y obediencia en la vida y la misión de la Iglesia con el conocidísimo y ya famoso texto de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium» en el que se afirma: «el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible a su vida y santidad» (LG, 44). La vital importancia de la vida de los consagrados a Dios –de los religiosos y de las religiosas, de los vinculados a las sociedades de vida apostólica y a los Institutos Seculares– para que la Iglesia pudiera responder a su fundamental vocación de ser «en Cristo, como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1) quedaba, además, resaltada por el Concilio al colocar el capítulo dedicado a «los Religiosos» en la gran Constitución sobre la iglesia –el sexto– entre aquel –el quinto– en el que se expone la enseñanza sobre «la universal vocación a la santidad en la Iglesia» y el que presenta «la índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial» –el séptimo–. No cabía la menor duda, la vida consagrada constituía un gran don del Señor para su Iglesia, al recordarla e impulsarla constantemente hacia la vida nueva, la de los bienes celestiales, la de la caridad perfecta, la del seguimiento fiel de Jesucristo, virgen, pobre, y obediente al Padre hasta la Cruz, la que ha triunfado y se nos ha manifestado en su Resurrección y Ascensión a los cielos y que se nos ha derramado por la efusión del Espíritu Santo. Pues no hay manifestación más patente de la novedad de la vida recreada en Cristo, que «la vida apostólica», la que el Señor pidió y exigió a sus Apóstoles, cuando les invitó a su seguimiento (Cfr. LG, 44).
No es extraño pues que el Concilio considerase que de una auténtica y adecuada renovación de la vida consagrada iba a depender precisamente todo su programa de renovación pastoral para toda la Iglesia y que la dedicase todo un Decreto –el «Perfectae Caritatis»– estableciendo luminosamente los principios, criterios y cauces para llevarla a la práctica. el camino recorrido desde entonces por el rico y variadísimo mundo de las instituciones de la vida consagrada en la iglesia ha sido fecundo y difícil a la vez. Marcado, tanto por el propósito de la fidelidad a «la regla suprema» del «seguimiento de Cristo, tal como se propone en el Evangelio» y «al espíritu y a los propósitos propios de los fundadores» como por la voluntad de comprometerse con las necesidades de la Iglesia y de los hombres de nuestro tiempo, especialmente de los más pobres; pero «no exento de tensiones y pruebas». Revisarlo a la luz del Espíritu y de una actualizada lectura del Vaticano II fue el propósito del Santo Padre al convocar el Sínodo de la Vida Consagrada en 1994. Sus frutos los ha recogido el mismo Papa en la bellísima Exhortación Apostólica Postsinodal «Vita Consecrata» de 1996. Después de lo que Juan Pablo II llama «un período delicado y duro» para la vida consagrada (VC, 13), hay luz evangélica, proyectada de nuevo desde las fuentes mismas del Misterio de la Trinidad Santísima, de Cristo y de la Iglesia para configurar el testimonio pleno y el compromiso generoso de los consagrados al servicio salvador de la humanidad del nuevo milenio. Se pueden y deben reemprender las vías de las «esperanzas, proyectos y propuestas innovadoras encaminadas a reforzar la profesión de los consejos evangélicos», sabiendo ya muy bien donde se encuentran «las trampas» puestas por «el espíritu del mal y «los poderes de este mundo». Sí ya se puede distinguir con la luz del Espíritu, frente a la fascinación secularizadora del mundo, entre lo que es renovación verdadera y honda de la vida consagrada y la puramente superficial y engañosa que la agosta y le cierra las puertas del futuro.
La celebración de la Fiesta de la Presentación del Niño Jesús en el templo, el próximo día 2 de febrero, ya la tercera vez que la vamos a vivir como Jornada Mundial propuesta por el Papa a todos los fieles para recordar en la acción de gracias al Señor y en la oración de súplica a los Consagrados y Consagradas de toda la iglesia, nos ofrece una nueva oportunidad de la gracia para vencer los desánimos y las carencias vocacionales con un decidido y comprometido impulso espiritual y apostólico de toda la comunidad eclesial, especialmente de los consagrados, nacido de una humilde presentación con María al Padre de nuestro sí a Cristo y dirigido a una entrega apasionada a la causa de la nueva Evangelización de nuestros hermanos.
Con mi afecto y bendición,