Mis queridos hermanos y amigos:
La tragedia del conflicto bélico en los Balcanes prosigue: cruel, sangrienta, como una siembra tenebrosa de muerte, devastación y sufrimientos incontables. La masiva huida de la población kosovar, amenazada de expulsión de su tierra y hogar desde hace ya años, y, ahora, de muerte y de eliminación física por la actuación de las autoridades serbias, se ha convertido en una inmensa riada de centenares de miles de refugiados que buscan en los países limítrofes acogida y las ayudas más elementales para subsistir. Las escenas que nos ofrecen diariamente los medios televisivos de comunicación nos conmueven las entrañas. Tampoco cesan los bombardeos sobre el territorio de la República Federal de Yugoslavia, especialmente, de Serbia, en los que se ve involucrada cada vez más la población civil. Día a día se incrementa el número de heridos graves y de muertos por efecto de los mismos y la destrucción de estructuras vitales para su inmediato futuro -vías de comunicación, centros de producción, etc.-prosigue.
La siniestra sombra de la guerra se ha cernido de nuevo sobre el corazón de Europa llevando dolor y muerte a una inmensa multitud de hermanos nuestros. Las víctimas principales, como siempre, los más indefensos e inocentes: los niños, los ancianos, los enfermos, con la secuela inevitable de numerosas familias rotas y destruidas. Y todo ello está ocurriendo precisamente en los días jubilosos en los que la Iglesia celebra la Pascua de Nuestro Señor Jesucristo Resucitado: «nuestra Paz». Habría que aludir aquí al texto de la 1ª Carta del Apóstol San Pedro, que, a la vista de la persecución que comienza a experimentar la comunidad de los primeros cristianos, les exhortaba por la fuerza de la Resurrección del Señor: «Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe -de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego-, llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo» (1Pe 1, 6-7). Justamente, con esa fuerza de la Verdad, de la Vida y de la Esperanza que brota del Misterio de Jesucristo Resucitado, es como habremos de afrontar nuestras responsabilidades de cristianos ante esta dramática situación de terrible y sangriento conflicto entre hermanos, al que no se acaba de ver fin, en correspondencia con nuestra condición de hijos de Dios, que se saben amados por el Padre por igual.
En primer lugar, hemos de abrirnos con total generosidad de corazón y disponibilidad práctica a las necesidades de los refugiados. La actuación de CARITAS y de los cristianos en este problema no puede ser presidida por otro criterio que no sea el del amor de Cristo que busca, por encima de cualquier otra consideración de estrategia o táctica política y militar, el bien integral de sus personas y familias, atendiendo prontamente a sus más inmediatas y elementales carencias físicas y humanas -de alimentos, medicinas, cobijo…-, y que contempla y prepara ya la previsión razonable de un poder «volver a casa».
En segundo lugar, hemos de promover en nuestra vida personal y en nuestros comportamientos públicos la moral y la cultura de la paz. Ya ahora: para abrir caminos de solución pacífica a este conflicto, tal como lo reclama y nos lo pide el Santo Padre con tenaz insistencia. Siempre es posible y siempre se está a tiempo para cambiar «el argumento de las armas», aunque parezca justificado e inevitable en virtud de la defensa de los débiles y explotados, por «el argumento» de la noble negociación diplomática y del diálogo. Y siempre: el cristiano -con la Iglesia- debe ser en todo momento «constructor de la paz», haciendo suyas en la práctica de todos los días las exigencias cívicas del Evangelio de las Bienaventuranzas: «dichosos los que construyen la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). De este Evangelio se desprende una máxima recordada una y otra vez por el Magisterio Pontificio: la vida, la dignidad y los derechos fundamentales de la persona humana y de la familia, el bien común, no pueden ser subordinados a ningún interés, objetivo o programa sociopolítico, por muy ponderadas y atrayentes que sean las razones de toda índole -económicas, étnicas, culturales, religiosas, históricas…- con las que pretenda justificarse. Ninguna «diferencia», basada en este tipo de razones, puede anteponerse o sobreponerse al valor inalienable de la persona humana, a su condición de creatura y a su vocación de hijo de Dios; al reconocimiento, por lo tanto, del otro como «prójimo», es más, como hermano.
En tercer lugar, hemos de pedir al Señor Resucitado por la paz, humilde y perseverantemente. Sin el don de su Espíritu, sin la gracia de la conversión, el hombre -la humanidad-, al final, se ven impotentes para conseguirla, para preservarla y para recuperarla cuando se haya perdido. La paz es fruto de la justicia verdadera que brota de corazones y de voluntades libres convertidas al amor de Dios y de los hermanos.
Yo pido a todos los sacerdotes de Madrid «con cura de almas», y a todas las comunidades eclesiales, que desde este momento incluyan siempre en «las preces de los fieles» la oración por la paz mientras no cese toda acción bélica en esa región europea; en definitiva, tan cercana y tan nuestra. Confiemos nuestras plegarias al amor maternal de la Virgen María, Reina del Cielo y Reina de la Paz. Recemos el Rosario por la paz.
Con todo afecto y mi bendición,