Mis queridos hermanos y amigos:
Al llegar el fin de curso escolar y académico la Archidiócesis de Madrid mira siempre el período vacacional como una oportunidad de singular valor pedagógico para intensificar su acción pastoral con los niños y los jóvenes, máxime en este verano, marcado por la peregrinación a Santiago de Compostela. Pero también quisiera este año dirigir su mirada de atención y aprecio humano y cristiano a los mayores, a los que se les viene llamando de «la tercera edad» y, más recientemente, de «la cuarta edad»; es decir, a las personas que desde los mismos orígenes de nuestra cultura cristiana, la que hunde sus raíces en la historia de la salvación, se las conoce y distingue con el noble nombre de ancianos.
1999 ha sido dedicado por las Naciones Unidas a los ancianos y la Iglesia en todo el mundo, siguiendo la llamada del Santo Padre, lo vive como el año para examinar y actualizar sus responsabilidades pastorales a la luz de la perspectiva gozosa, verdaderamente pascual, de que «toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del que se descubre cada día el amor incondicionado a toda criatura humana» (TMA 49). Además, la Visita Pastoral que estamos concluyendo en la Vicaría VI, en el Sudoeste de Madrid, nos ha confirmado a lo largo de todo el curso la impresionante realidad de la presencia fiel, apostólicamente activa y generosa, de las personas en edad de jubilación y de los ancianos en las comunidades parroquiales y en todas sus obras y empeños pastorales, aun los más difíciles y comprometidos, desde los relacionados con la educación en la fe y su testimonio público y privado, hasta los más sacrificados y exigentes del servicio de la caridad con los hermanos más necesitados.
El crecimiento espectacular y continuado del número de las personas de edad avanzada en el conjunto de nuestra sociedad tiene ciertamente que ver con factores no sólo de signo positivo -el progreso, por ejemplo, de la medicina y de los servicios sociales- sino también con otros extraordinariamente preocupantes y negativos como son el descenso igualmente rápido y persistente de la natalidad y, aún, de la nupcialidad. En cualquier caso, el hecho sociológico en sí mismo se ha convertido en un «signo de los tiempos», indicador de nuevas llamadas de la voluntad de Dios, en especial para los propios protagonistas: los ancianos mismos. No hay duda, la ancianidad ha adquirido nuevas posibilidades y nuevas responsabilidades en la Iglesia y en el mundo, hasta el punto de que se pueda y deba hablar de una vocación y misión especial y propia del anciano en el seno de la comunidad eclesial y, sobre todo, en relación con la sociedad y su futuro, dadas las actuales circunstancias de la historia de la humanidad. Vocación y misión sobre todo como cristiano laico; pero también como sacerdote y consagrado.
Es cierto que muchos, incluyendo aquí las instituciones estatales y las propias Naciones Unidas, ven y valoran el fenómeno del número creciente de ancianos como un problema económico y social, como una de aquellas situaciones que originan un índice mayor de graves carencias y precariedades, y que exigen, por tanto, de las instancias públicas y de toda la sociedad un redoblado y costoso esfuerzo de asistencia social en todas sus variantes. Y tienen razón. Las necesidades de las personas de la Tercera y de la Cuarta Edad en Madrid son también muchas y graves: van desde las pensiones insuficientes hasta la soledad y el abandono familiar y humano de muchas de ellas. La caridad y el amor de Cristo -que incluye el cumplimiento serio y riguroso de todas las exigencias de la justicia social- urge a todos los cristianos de Madrid, a toda la Iglesia diocesana, a que tomen conciencia cada vez más diligente y comprometida del problema de la ancianidad, con toda la complejidad y novedad social, humana y espiritual con que se plantea en la sociedad actual, la postmoderna; y que ofrezcan respuestas al mismo, más amplias y más participadas por todos.
Pero no con menor fuerza hay que afirmar que nos hallamos igualmente ante nuevas posibilidades históricas y, en la Iglesia, ante una nueva hora de gracia:
* El anciano se ha convertido más que nunca en el depositario, transmisor y testigo de «la sabiduría», de la verdadera sabiduría, de la que salva: de la sabiduría que nace y se alimenta de la Fe en Jesucristo, el Redentor del hombre. «Su memoria», sobre todo la familiar, en lo humano y en lo cristiano, se ha convertido en muchos casos en el único cauce efectivo del anuncio y de la comunicación de la fe a las jóvenes generaciones. Los abuelos se configuran en la actualidad como los más sacrificados, amorosos y sensibles catequistas de los niños. Son muchas veces los que aseguran que se perciba el aliento luminoso y esperanzado del «alma cristiana» en un contexto de relaciones humanas, obturadas por el egoísmo y las prisas más materialistas; que envuelven tan frecuentemente hoy día el ambiente familiar y ciudadano, en el que crecen y se educan las nuevas generaciones.
* El anciano se ha convertido en un testigo viviente de que el valor de la existencia no se cuenta ni se mide con las monedas de la eficacia técnica, socio-política, económica… sino con un baremo que trasciende cualquier cálculo de cualquier tipo de interés humano. En el anciano, que vive cristianamente esa etapa final de su vida en este mundo, se manifiesta con conmovedora sencillez la gratitud, la inviolabilidad, la eternidad del valor de la vida: cómo viene de Dios Padre y cómo, purificada por el Amor de Cristo y transformada por el Espíritu Santo, va madurando en la peregrinación del retorno definitivo y glorioso a la Casa del Padre.
En María, la Asumpta al Cielo, encontrarán los ancianos a la Madre que les atiende, sostiene y anima, la que les acompaña en el cumplimiento de su renovada y actualísima vocación y misión al servicio de sus hermanos en la Iglesia y en el mundo.