Mis queridos hermanos y amigos:
Hace poco más de un año la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española hacía pública una Declaración que llevaba por título: «El aborto con píldora también es un crimen». La Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados acababa de aprobar por unanimidad una proposición no de Ley en la que se instaba al Gobierno a facilitar en determinadas condiciones la utilización del Fármaco RU-486, más conocido vulgarmente como la píldora abortiva. Las consecuencias de un nuevo y agravado deterioro de las garantías jurídicas del derecho a la vida resultaban evidentes. La opinión pública, sobre todo, la de los fieles católicos, necesitaba ser informada y orientada respecto a los valores morales, espirituales y humanos que quedarían en cuestión en el caso de que se llegase a adoptar esa medida.
Lo que se presagiaba entonces -su comercialización en España- parece que va hacerse realidad a partir del próximo mes de septiembre. Se anuncia para esas fechas el comienzo de su distribución hospitalaria. Nos encontramos pues ante una decisión de las autoridades sanitarias que va a aumentar la desprotección y el desvalimiento de los no nacidos y de su derecho a la vida, cuya vulnerabilidad se acrecienta hasta límites que ni siquiera la vigente ley despenalizadora del aborto podría controlar. Y que no deja de implicar también peligros y riesgos graves para la salud de la madre, aunque con su uso se intente ahorrarla el trauma de las intervenciones quirúrgicas. La vivísima discusión suscitada en todos los países europeos en torno a los problemas médicos, éticos y jurídicos que se derivan de la utilización del RU-486 y la firme oposición que se ha concitado en amplios sectores de la opinión pública y de los propios partidos políticos en contra de su legalización demuestran a las claras de que se tiene conciencia de que el empleo autorizado de la píldora abortiva significa un nuevo y cualitativo paso en el abandono por parte del Estado y del derecho positivo de su primordial tarea y obligación de proteger y garantizar el derecho a la vida de todo ser humano, sobre todo de los más inermes e inocentes; y de que, por consiguiente, así, se sigue avanzando imparablemente en la dirección de «la cultura de la muerte».
Porque a nadie se le escapa que el uso del citado fármaco facilita médicamente el aborto en proporciones insospechadas. En primer lugar, porque induce a considerarlo y valorarlo, con mejor o peor conciencia, como un asunto privado que atañe solamente a la persona de la madre. Y, en segundo lugar, porque la inclina a tratar la vida del hijo de sus entrañas en las primeras semanas de la gestación como «una cosa» u «objeto» del que puede disponer libremente, hasta su eliminación. Y, además, sin mayores inconvenientes, si se observan los supuestos que contempla la ley, susceptibles de muy laxa interpretación y en la práctica poco accesibles a una seria verificación por parte de los órganos sanitarios encargados de velar por su cumplimiento.
Quién lo duda. El aborto se va a trivializar más y más. La vida del no nacido va a quedar más desamparada y a la intemperie. Y a las madres se las deja cada vez más abandonadas a sí mismas en esos trances tan dramáticos en las que se ven empujadas a tomar decisiones mortales sobre la vida de sus hijos que en el fondo no quisieran tener que tomar nunca. Se les sugiere la ilusoria tranquilidad de que su salud no corre peligros; y, lo que es más falaz, de que la acción abortiva no les va a pesar en su conciencia, de que no van a quedar heridas por dentro, en lo más íntimo de su ser, es decir, en su corazón de madres.
Se hace inevitable el concluir que seguimos progresando en el camino de la negación de la vigencia del quinto mandamiento de la ley de Dios -el «del no mataras»- en el ámbito de la vida social y jurídica; y que proseguimos, por tanto, con el retroceso de los principios y actitudes que hacen posible «la cultura de la vida». Sale reforzado el proceso de relativización creciente de las bases éticas de nuestro sistema de convivencia e, inevitablemente, del mismo Estado de derecho. De nuevo se van a ensayar medidas en las que se pone en juego el destino y la dignidad de la persona humana. Pudiera sonar a grandilocuente y exagerado lo que vamos a decir; pero mucho es de temer que estemos jugando con el hombre, que estemos jugándonos al hombre.
Que Ntra. Señora, la Madre del que nos ha traído el Evangelio de la Vida, Jesucristo el Resucitado, quiera ayudarnos a todos los cristianos y a los hombres de buena voluntad a no caer en la trampa de la indiferencia y de la comodidad a la hora de incorporar en la vida personal y de promover en la vida pública la vigencia incondicional del mandamiento de la Vida -que es don y gracia a la vez-, y que cristaliza en un principio jurídico inviolable: todo ser humano es titular del derecho a la vida, de un derecho fundamental, anterior y superior a toda ley positiva, cuya protección incumbe como un deber insoslayable al Estado.
Con todo afecto y mi bendición,