Nuestra alabanza a María
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
«Tu eres el honor, el orgullo de nuestra raza». Así ha cantado la Iglesia a María desde los primeros siglos de la historia de su devoción y culto a la Madre de Dios hasta el Concilio Vaticano II que concluirá su bellísimo capítulo sobre la «Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el Misterio de Cristo y de la Iglesia» en la Constitución Dogmática Lumen Gentium afirmando: «la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2Pe 3,10), brilla ante el pueblo de Dios que peregrina, como señal cierta de esperanza y de consuelo» (LG 68).
Este canto, «Tú eres el orgullo de nuestra razón», está tomado de la bendición dirigida a Judith heroína de Israel, asediado por los asirios, por parte de los ancianos y del sumo sacerdote de su pueblo. Su aplicación a María ha salido de la entraña misma de la fe y la piedad milenaria del nuevo Pueblo de Dios porque por ella la humanidad recibía a través de su Purísima Concepción a la Palabra de la Vida, al Salvador, a Jesucristo, el Redentor del hombre. Su hazaña, extraordinariamente paradójica vista en la perspectiva puramente humana, en «la de la carne», superaba cualitativamente la de Judith. Ésta liberaba, en audaz acción, a su pueblo, el pueblo elegido, de la ocupación extranjera y del exterminio. María se limita a ofrecer todo su ser, todas sus capacidades de mujer y de madre, incondicionalmente a la voluntad y a la Palabra del Señor, renunciando a cualquier recurso u opción de poder y satisfacción humana para la obra de la liberación de la misma humanidad.
La hazaña de María es la del corazón abierto en su totalidad al amor del Padre que le pide que sea la Madre del Hijo, acogiendo sin reserva alguna al Espíritu Santo. Como «Esposa del Espíritu Santo» la invocarán luego, con razón, multitud de generaciones de cristianos. Su hazaña es la de los pequeños y sencillos por excelencia. Y su fruto: la Encarnación del Hijo de Dios, muerto y resucitado por los hombres. Y su canto: un cántico nuevo, el del «Magnificat», el que pueden entonar todos aquellos que, arrepentidos de sus pecados y conscientes de su miseria, se dejan buscar, encontrar y amar totalmente por Dios. ¡Verdaderamente «el Magnificat» de los pobres y humildes de corazón!
María: comienzo de la Iglesia.
Con María daba, pues, comienzo un nuevo y definitivo capítulo de la historia humana: el de la salvación plena, ofrecida universalmente por Dios a todo hombre más allá de todo lo que antes y después hubiera podido esperar por sí mismo. O, dicho con otras palabras: Ella es el comienzo de esa nueva humanidad salvada. Ella es el comienzo de la Iglesia misma. ¡María, «imagen y comienzo de la Iglesia»! La expresión del Vaticano II ilumina el principio de la Iglesia, pero también su largo y fecundo caminar por la historia de los hombres. De algún modo todos «los nuevos comienzos» en la mejor historia eclesial, los verdaderamente renovadores de la gracia y de la santidad, del testimonio fiel del Evangelio, están marcados por la acción y presencia especial de la Virgen. Es más, en la historia de las almas -que diría Santa Teresa del Niño Jesús-, en la biografía interior de cada uno de nosotros, y en el origen y devenir de las comunidades y movimientos eclesiales, signados por la acción de los carismas del Espíritu, se encuentra misteriosa, pero decisivamente Ella con su intervención maternal.
¿Cómo no evocarla e invocarla en este nuevo «comienzo» de la historia de la Iglesia que significa el Gran Jubileo del Año Dos Mil del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo y, por consiguiente, de su Maternidad Divina?
¿Y qué forma espiritual y pastoralmente más fecunda para hacerlo que la empleada por Pablo VI y, luego, Juan Pablo II cuando la designan «Estrella de la Evangelización»? En verdad se trata más que de un título piadosamente formulado, de una exigencia teológica descubierta y expresada luminosamente ante las necesidades más acuciantes del hombre y las sociedades de nuestro tiempo.
La Virgen de La Almudena: comienzo de la Iglesia y de la ciudad en Madrid
También para Madrid -para su Iglesia y ciudad- es la Virgen «imagen y comienzo», «orgullo y honor» nuestro, con quien queremos entonar y sintonizar, junto con la Iglesia Universal, día a día, época a época, su cántico de la gloria de Dios, salvación y gloria de los necesitados y desvalidos en el alma y en el cuerpo, de los limpios de corazón: su «Magnificat». Pero ocurre, además, que lo es de una manera singular, peculiarmente propia. Para Madrid es la Virgen -aparte de sus muchos tradicionales y modernos títulos, todos ellos apreciadísimos-, Virgen de La Almudena. La de su nuevo comienzo histórico, como comunidad humana y cristiana, al final del siglo XI, bien entrado ya el segundo milenio de nuestra era, y superado el largo y difícil período de la dominación musulmana, impuesta político-militarmente; y de la pérdida de la libertad para mantener la propia identidad y la adhesión a la Fe en Jesucristo, recibida y acogida desde siglos. La que acompañó a «la Villa y Corte» en sus múltiples avatares, felices y dolorosos y a la Iglesia diocesana de joven historia: como «consuelo de los afligidos» «salud de los enfermos», «refugio de los pecadores» y «reina de la paz».
Madrid ha sabido -y querido- festejarla siempre en la voz de sus mejores poetas como Lope de Vega:
«Venturoso Madrid, que por cimiento
La torre fuerte de David tenía
El muro de tu puerta, fundamento
Que tal felicidad te prometía:
No dan escudos a tu fuerça aumento
Que pendiente del cuello de María
Está el Cordero vencedor, que pudo
Ser de tus armas el mejor escudo»
y en las coplas más sentidas de su pueblo, como en ésta, tan bella, de 1795:
«Pues que la Puerta del cielo
a Madrid sirvió de Puerta,
su ventura siempre es cierta,
seguro tiene el consuelo»
Fiesta de La Almudena/1999: un nuevo comienzo pastoral para Madrid
Las vísperas del Tercer Milenio encierran también para Madrid connotaciones y retos ineludibles. Queremos y debemos proponernos que constituya un «nuevo comienzo» en la vida de «la comunidad de los cristianos» y de «la comunidad de los ciudadanos» (Karl Barth). Para lograrlo necesitamos a María, la Virgen de la Almudena, «la Estrella de la Nueva Evangelización». Al final de nuestro Plan Diocesano Trienal de Pastoral que ha tenido como objetivo e inspiración profunda: «el fortalecimiento de la fe y del testimonio misionero de todo el Pueblo de Dios» en Madrid, con sus muchas luces y también con sus sombras, hemos podido aprender e interpretar «los signos de los tiempos» en nuestra Iglesia Diocesana, inequívocamente, como una llamada inaplazable a la evangelización en el sentido integral de la expresión. Una evangelización que comprende, en su base y fundamento, el anuncio de Jesucristo el único Salvador del hombre: Palabra de la Verdad y Vida del mundo, Camino para la conversión, la misericordia y el perdón salvador de los pecados. Y que implica compartir los bienes de «la comunión eclesial», los espirituales y materiales, dentro y fuera de la Iglesia, sobre todo, con los más alejados y los más pobres de nuestra sociedad. Que compromete a hacer presente la verdad, la vida y la fuerza transformadora del Evangelio en todos los ámbitos y estructuras de la sociedad y del mundo.
Son muchos los que han perdido la fe en Madrid, los que viven como si Dios no existiese. No es infrecuente encontrarse con niños y adolescentes que no han aprendido de sus padres el nombre de Jesús. Son muchas las vidas jóvenes sin objetivos y rumbo digno de las personas humanas. Las dificultades culturales, sociales, económicas y jurídicas, que se interponen en su camino a la hora de contraer matrimonio y de fundar una familia, son crecientes y se antojan insuperables. Se cuentan por millares anualmente los niños que no pueden nacer, víctimas del aborto. Se incrementa el número de «los mayores» en proporción geométrica. Llegan cada vez más emigrantes. Hemos de enfrentarnos seriamente, desde el amor de Cristo, con las nuevas marginaciones…
Pero son igualmente y gozosamente muchos los que en Madrid viven y se apasionan por el Evangelio, los que lo testimonian en obras y palabras ejemplares. Son muchos los jóvenes que recorren el día a día de su juventud con la mirada fija en Jesucristo y con el ideal de una vida generosa, donada a los más necesitados. Podemos comenzar «el Tercer Milenio» en esta querida Ciudad y Diócesis de Madrid con mucha esperanza, la que se funda en la cercanía de María, Madre de Jesucristo, fuente indefectible de esperanza por su Cruz y su Resurrección, operante en su Iglesia, y que se comprueba y verifica en tantos testimonios de santidad y vida cristiana, heroicamente fiel, tantas veces escondida y entregada de sus hijos e hijas de la Iglesia de Madrid. Necesitamos a María, la Virgen de La Almudena, para ir ahondando más y más en su lección de sierva y Madre del Señor, para acoger como Ella el Espíritu de su Hijo e identificarnos con El en su oblación sacerdotal en la Cruz por la salvación del mundo; para poder aprender en qué consiste el verdadero amor, el de dar la vida por los hermanos.
Por ello debemos de ir a recogerla de nuevo, al pie de la Cruz de su Hijo, con Juan y como Juan; y traerla «a casa», a su casa y nuestra casa, la de la comunidad diocesana de Madrid. ¿Cómo si no podremos servir al pueblo y a la ciudad de Madrid con aquella esencial misión de la Iglesia en medio de los hombres de hacerles visible y accesible en la tierra los frutos de lo que ésta es ya como «Jerusalén Celestial» y «Comunión de los Santos»: «la morada de Dios con los hombres» que «acampará entre ellos», que les «enjugará las lágrimas de sus ojos», donde «ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado», como anunciaba el vidente del Apocalipsis? (cfr. Ap. 21, 3-5ª).
Nuestra súplica a María
A Ella, a quien le dedicamos este día, en el que su Catedral luce las nuevas muestras de la devoción y amor de sus madrileños, en el que se ha renovado fielmente el Voto multisecular de su Concejo, le queremos decir, confiándonos a su cuidado maternal, con palabras de Juan Pablo II en la Bula de Convocación del Gran Jubileo del Año Dos Mil: «Que ella, que con su hijo Jesús y su esposo José peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos los peregrinos -incluidos todos los fieles y ciudadanos de Madrid- en este año jubilar. Que interceda con especial intensidad a favor del Pueblo cristiano durante los próximos meses, para que obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que se alegra por los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de su Salvador» (InMys 14). Quiera la Virgen de La Almudena que el próximo año, el Dos Mil del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, sea en Madrid «Un Año de Alabanza, de Perdón y de Acción de Gracias» (Cfr. Propuestas Pastorales para el Año Jubilar 2000 de la Archidiócesis de Madrid).
«Que la Iglesia -con especial verdad y fervor en Madrid- alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don de la salvación en Cristo Señor, ahora y siempre» (InMys 14).
AMÉN