Ante el nuevo Curso Pastoral en la Archidiócesis de Madrid

Año de alabanza, de perdón y de gracia

Mis queridos hermanos y amigos:

Año de alabanza, de perdón y de gracia. Así titulamos nuestras «propuestas Pastorales para el Año Jubilar 2000», que hemos hecho públicas en Carta Pastoral del 29 de junio pasado, Solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirigida a toda la comunidad diocesana.

En ellas recogemos y recapitulamos los ricos frutos eclesiales y apostólicos del Plan Diocesano de Pastoral 1996-1999 por una parte; y nos unimos, por otra, a la Iglesia Universal y a su Pastor Supremo en la celebración del Gran Jubileo del Año Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

El Plan pastoral trienal de la Archidiócesis de Madrid, que ahora culmina, ha estado todo él enfocado, en sus tres años de desarrollo y realización y en plena sintonía con la Exhortación Apostólica «Tertio Milenio Adveniente», al objetivo de «Fortalecer la fe y el testimonio misionero de todo el Pueblo de Dios». Hacer vivo el testimonio del Evangelio de la Salvación, anunciar el nombre de Cristo en la comunión de la Iglesia, compartiendo con los excluidos de los bienes espirituales y materiales de la sociedad madrileña las riquezas y los dones del amor cristiano, fue el propósito primero de nuestra preocupación pastoral, el aliento ilusionado y esperanzado de nuestra acción al servicio de todos los madrileños, nuestros hermanos, en estos tres últimos cursos pastorales. Por la gracia sobreabundante, inmerecida, del Espíritu Santo hemos sentido con singular intensidad la fuerza del amor de Cristo que nos ha impulsado y movido a ser sus testigos e instrumento, especialmente con los más necesitados en el alma y en el cuerpo. Nuestras deficiencias y pecados fueron sin duda muchos; la misericordia del Señor se nos manifestó como más grande.

Hemos tratado de evangelizar de nuevo, como nos lo pide el Papa. Por los peldaños teológicos de la contemplación del Misterio de Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- que nos ha creado y redimido, hemos tenido ocasión de descubrir con la luz de una fe renovada y purificada lo que significan para el hombre -para cada persona y para toda la humanidad- dos mil años de presencia de Jesucristo a través de su Iglesia en la vida y en el destino del mundo: la promesa cierta, indefectible y operante de la Salvación.

¿Cómo no vamos pues a celebrar este año singular como un tiempo especialmente apto y propicio para la alabanza, el perdón y la gracia? ¿Cómo un Jubileo? En la vivencia cristiana y eclesial del Jubileo -en los Jubileos del Nuevo Testamento- las condonaciones de las deudas de este mundo, la recuperación de las propiedades perdidas, la acogida de los forasteros y extranjeros, la reconciliación de Yahvé, la paz y el descanso de la tierra, reciben una nueva, insospechada y eminente versión: la del amor misericordioso de Jesucristo Crucificado y Resucitado que perdona «setenta veces siete» y convierte el corazón de piedra de los hombres en corazones de carne, instaurando para siempre el Reino de la gracia, de la justicia, de la paz y del amor, en el que han quedado abiertas definitivamente las puertas de la Gloria. Amor de oblación al Padre, amor que se difunde en la Iglesia como comunión de los santos invisible y visiblemente. Justamente aquí hay que situar el valor y significado penitencial de las indulgencias en el proceso de nuestra conversión y santificación. El perdón sacramental -la absolución de los pecados cometidos después del bautismo- los recibe cada bautizado en el tú a tú personalísimo con Cristo a quien representa el sacerdote; pero simultáneamente en la Iglesia, en «su comunión», a cuyo seno retornan por el sacramento de la penitencia. El Concilio Vaticano II enseña con toda nitidez: «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ellas les mueve a convertirse con su amor, su ejemplo y sus oraciones» (LG, 11).

Pero, el sacramento por excelencia de la comunión eclesial es el sacramento de la Eucaristía, culmen y fuente de toda la vida cristiana. (Cfr. LG, 11). El sacramento de la Pascua del Señor. El de la nueva e insuperable Acción de Gracias a Dios, «El cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo; el pan que partimos nos une a todos en el cuerpo de Cristo» (1 Cor. 10,16). Por ello el sacramento de la Eucaristía es el camino y prenda infalible de la Gloria futura. El Sacramento manantial perenne de la alegría verdadera y de toda fiesta auténtica, la que nace del «amor de los amores», de la certeza de que el pecado y la muerte han sido vencidos para siempre.

Así se comprende que Juan Pablo II haya expresado su deseo de que «el Dos Mil» sea «un año intensamente eucarístico», puesto que «en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» para «la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige, en el mundo y en la historia» (TMA, 55). Y, de ahí también, que nuestras propuestas pastorales para la Archidiócesis de Madrid tengan también su centro en la Eucaristía. Sus líneas de acción van dirigidas a cuidar «la atención a las disposiciones que ayudan a celebrar la Eucaristía», a «la renovación de la celebración» misma, a «los frutos y proyección de la Eucaristía jubilar».

Toda la comunidad diocesana, sin excepción, está llamada a concretar y hacer suyas «estas acciones». Yo quisiera animar a sacerdotes y fieles a celebrar en cada parroquia «el Día Jubilar» con su prolongación en la visita a los enfermos y a los hermanos necesitados «haciendo peregrinación hacia Jesucristo presente en ellos», participando de este bellísimo modo en las gracias del Jubileo: en la indulgencia jubilar. Y también a unirse a las peregrinaciones y celebraciones eucarísticas de las Vicarías y de comunidades y sectores específicos a la Catedral de La Almudena, Iglesia Madre de la Archidiócesis, donde tiene su «cátedra» el Obispo Diocesano, principio y vínculo visible de la comunión eclesial de la Iglesia Particular en si misma y con la Iglesia Universal. La Iglesia Diocesana de Madrid se hará también presente en las celebraciones jubilares de toda la Iglesia con el Santo Padre en Roma y en Jerusalén, con un vivísimo acento puesto en la peregrinación y encuentro mundial de los Jóvenes en Roma en el próximo agosto.

El Año Jubilar en Madrid quisiera ir acompañado de «un gesto diocesano», prueba verificable del talante evangelizador que lo inspira y de la perduración de sus frutos pastorales: vamos a poner en marcha una institución diocesana para la rehabilitación de drogadictos, a apoyar «la casa diocesana de los pobres» e intensificar la solidaridad con los inmigrantes. Animaremos a los fieles a apoyar la campaña para la «condonación de la deuda externa».

Urge, pues, que nos dispongamos en este último trimestre de 1999 a preparar pastoralmente en «El Año Dos Mil» con espíritu de fe y comunión eclesial, con caridad evangélica, acudiendo a la intercesión maternal de la Virgen María, pidiéndole por los frutos del Año Jubilar en toda la Archidiócesis de Madrid.

Con todo afecto y mi bendición,

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