Los ecos espirituales y pastorales de su fiesta en el umbral del año 2000
Mis queridos hermanos y amigos:
La Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, celebrada como umbral del Gran Jubileo del Año Dos Mil, se nos presenta riquísima de sugerencias espirituales y pastorales de enorme actualidad.
En primer lugar, se nos acerca Él mismo, Nuestro Señor y Redentor, y se nos coloca en el centro más íntimo de nuestra vida personal y de la historia de nuestro tiempo como Aquél que Resucitado y Glorioso quiere recapitular todas las cosas en el cielo y en la tierra para sanarlas, salvarlas y llevarlas a aquella única plenitud de verdad, de amor y de vida que se esconde en el seno inefable de la Trinidad: del Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y es el mismo de la tierra, el hijo de María, Jesús de Nazareth, el que ha ofrecido sacerdotalmente su vida al Padre en la Cruz por nosotros y por nuestra salvación, el que predicó y testimonió con palabras y obras prodigiosas, transidas de un amor sobrehumano, el Evangelio del Reino. Y Él es el que «resucitó de entre los muertos: el primero de todos», y que «tiene que reinar, hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte». Él es «Rey» y «Juez del amor». Cuando venga en su Gloria, en el último día, nos examinará del amor: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis».
Jesús —Jesucristo— se nos acerca a la Iglesia y a cada uno de nosotros en la Solemnidad de Cristo Rey para que creamos en Él, Hijo Unigénito de Dios, el que se hizo uno de nosotros, «rebajándose hasta la muerte y una muerte de Cruz»; para que esperemos en Él, «sentado a la derecha del Padre»; y para que le amemos con todo el corazón. El amor a Cristo ha constituido siempre la clave de la vida de los santos. También es la clave de interpretación suprema de la de los 10 Mártires de Turón y del Beato Benito Nenni, Fundador de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón, que el Santo Padre se dispone a canonizar esta mañana, en emocionante ceremonia, en la Basílica de San Pedro. Amor que lleva, al que por gracia lo siente, lo acoge y responde, a ofrecer a Cristo la vida en el sentido más real de la palabra, para completar en su «Cuerpo» que es la Iglesia los dolores de su Pasión por los hombres. Amor que llevaba a Teresa de Jesús a decirle en hondísima poesía:
«Vuestra soy, para Vos nací,
¿Qué mandáis hacer de mí?»
A eso nos lleva también hoy, en segundo lugar, la Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo: a preguntarle desde lo más hondo del alma convertida a su Amor: ¿qué mandáis hacer de mí? De mí, de mis bienes, de mis cualidades, de mi tiempo, de mi salud, de mi vocación en la Iglesia y en medio del mundo. ¿A dónde nos impulsa hoy el amor de Cristo? El Evangelio de la liturgia de este día nos da la respuesta: a dar nuestra vida por los pobres del mundo contemporáneo, tan lleno de cruelísimas carencias de alma y de cuerpo. Nos impulsa —especialmente a los laicos— a dar testimonio de forma sencilla y humilde, pero perseverante y eficaz, de esa insuperable Buena Noticia del Evangelio de la Salvación con obras y palabras, para que se cumpla lo que pedimos con toda la Iglesia a Dios en la Oración colecta: «que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a su majestad y le glorifique sin fin».
El mundo —las realidades temporales—, incluida la vida pública, necesitan hoy más que nunca de la presencia clara, definida, humildemente servicial e incansable, de los católicos, testigos del Amor de Cristo.
Porque no podemos olvidar la vigencia de la enseñanza del Concilio Vaticano II, cuando afirma: «Si por autonomía de las realidades terrenas entendemos que las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente, exigir esa autonomía es completamente lícito. No sólo lo reclaman así los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador… Pero si con las palabras ‘autonomía de las realidades temporales’ se entiende que las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre pueda utilizarlas sin referirlas al Creador, todo el que conoce a Dios siente hasta qué punto son falsas las opiniones de este tipo. Pues sin el Creador la creatura se diluye».
Ciertamente, el amor de Cristo nos apremia a comprometernos con su Reino eterno y universal, el que se manifestará plenamente cuando Él vuelva en Gloria y Majestad: el Reino de la verdad y de la vida, el Reino de la santidad y de la gracia, el Reino de la justicia, el amor y la paz.
Con María, la Reina del Cielo y Madre de los hombres, el camino de ese compromiso, nacido del amor de su Hijo, nos ha quedado franqueado para siempre.
Con mi afecto y bendición,