Capilla del Palacio de la Zarzuela
Majestades
Altezas
Emmo. Sr. Cardenal
Excelentísimos Señores y Señoras
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El nacimiento de un niño es siempre expresión de una doble esperanza. Dios espera que el hombre esté dispuesto y quiera ser progenitor de nueva vida. El hombre -los esposos- esperan que su mutua donación de amor sea bendecida por Dios con el don de una nueva vida: la del hijo que buscan y anhelan. Es obvio que no se puede hablar de la esperanza de Dios en el hombre en el sentido propio de la palabra, sino en cuanto que le ha creado libre y cuenta con su libre querer y cooperación a la hora de la transmisión de la vida a cada nuevo ser humano. En cambio los esposos -el hombre- sí necesitan de la acción creadora de Dios -de su bendición- para que su entrega mutua fructifique en la vida de su hijo. Esperan en Dios. Ponen toda su esperanza en El.
En la espera del nacimiento del hijo, y más si se trata del primero, la esperanza de los padres -alentada y sostenida tantas veces por la de los seres queridos, sobre todo por la de los abuelos-va al encuentro del amor de Dios. El es el único que, por encima de todos los avatares e incertidumbres, puede dar cumplimiento al anhelo del hijo ardientemente deseado y esperado. Es un bello tiempo ese del período de la concepción y gestación del primer hijo, en la historia más íntima del joven matrimonio. Es como una excepcional ocasión para la vivencia de un «adviento» personal e irrepetible. Y más aún cuando se trata de esposos cristianos que han unido sus vidas y su amor en el sacramento del matrimonio y saben que el hijo que ansían y quieren procrear está llamado a la plenitud de la vida: la de los hijos de Dios. Los padres cristianos esperan que su hijo nazca para la vida nueva que ha instaurado en el centro mismo de la historia de la humanidad el Nacimiento de ese Niño Divino que es Jesús, nacido de María al amparo de José en Belén de Judá, casi hace dos mil años. Esperan al hijo de su carne y de su sangre, el que va a nacer del seno de la madre, pero al mismo tiempo, el que va a ser recreado por la gracia del Bautismo, el que va a nacer plenamente de las entrañas mismas de Dios, abiertas por la sangre derramada por Jesucristo en la Cruz.
El hombre nace definitivamente para la vida cuando nace del «agua y del Espíritu». Ya se lo advertía así Jesús a aquel fariseo, magistrado judío, Nicodemo, su amigo, que le visitaba de noche, reconociéndolo como al que venía de parte de Dios, «porque nadie puede hacer los signos que tu haces -le confesaba- si Dios no está con él». «Te lo aseguro, -le respondía Jesús- el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios». Y cuando Nicodemo insistía en sus dudas, cómo podría nacer un hombre por segunda vez, Jesús le contesta: «Te lo aseguro, el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne. Lo que nace del Espíritu es espíritu» (Cfr. Jn 3,1-6).
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridos padres del bautizando, D. Juan Valentín de Todos los Santos Urdangarín y de Borbón: hoy se ven cumplidas vuestras esperanzas. Vuestro hijo, por el bautismo que va a recibir, nace para la vida en plenitud, la que lleva el signo de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, la de la gracia de Jesucristo, la de hijo de Dios. Ese maravilloso «adviento» personal y familiar que habéis vivido con la esperanza del hijo, transida de la esperanza de Dios, amándoos con mayor ternura, fina en sentimientos y delicadezas con su madre, envueltos en el cariño de vuestros padres y hermanos, rodeados de la simpatía de vuestros amigos y de todo el pueblo de España, estuvo también inspirado y apoyado por la fe en Jesucristo y por la oración. La vuestra, la de todos los que os quieren y creen, y la de muchos en la Iglesia. Vuestro «adviento» ha ido entreverado al final con el Adviento de la nueva Natividad del Señor que la Iglesia se dispone ya a celebrar en todo el mundo como Fiesta de gozo y de salvación en el umbral de un nuevo siglo y de un nuevo milenio de historia cristiana. Ya es inminente la nueva venida del Príncipe de la Paz, del Mesías, del Ungido del Señor, enviado para proclamar el año de gracia del Señor, el que trae la paz que los hombres anhelamos y pedimos y que, en definitiva, sólo se puede considerar cierta y segura, cuando estamos preparados para acogerla y aceptarla como suya.
El gozo y la alegría navideña se adelantan en esta Casa, en vuestras familias y, de un modo especialmente significativo, en la Familia Real Española, con el bautismo de este niño. Un niño es siempre un don de Dios, una prueba de su amor infinito para el hombre, que se manifiesta en toda su inmensa e inconcebible gratuidad y bondad en este sacramento de la filiación divina. Enriquece y ennoblece a sus padres, a su familia, a la sociedad y a la Iglesia con el bien y el valor más inequívoco: el de la vida y el de la gracia de Dios. Es un regalo para la Familia Real de España que se ve acrecentada en lo más precioso: en un nuevo miembro, un nuevo y entrañable portador de las experiencias humanas y cristianas que más hondamente han caracterizado su tradición multisecular, marcada por la Fe Católica: las de amar y ser amados, las de servir y ofrecer servicio, en respuesta a esa exigencia noble y recia del bien y futuro de toda España.
Queremos y debemos decir sí con toda el alma, asentir cordialmente, a lo que San Pablo nos exhortaba en la segunda lectura, en el texto de la 1ª Carta a los Tesalonicenses: «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (1 Tes 5,16).
¡Que la verdad, la dicha y la felicidad del Niño Jesús de Belén, que el cuidado maternal de María, su Madre y nuestra Madre, iluminen y animen a los padres del niño que vamos a bautizar con el nombre de Juan Valentín de Todos los Santos, a sus padrinos, a sus abuelos, a toda su familia, en la larga y apasionante tarea de educarle para el camino: el del Cristiano, que no es otro que el del peregrino hacia Casa del Padre!
Amén.