Mis queridos hermanos y amigos:
Hoy es el día de la Jornada Nacional de MANOS UNIDAS. Su XL Campaña se ponía en marcha en la Archidiócesis de Madrid con una solemne celebración eucarística en la Catedral de La Almudena el pasado miércoles y, el viernes siguiente, con el ya tradicional día del ayuno voluntario. De nuevo se traslucía el espíritu y el ambiente eclesial de la hora primera de Manos Unidas, nacida al calor de la vocación apostólica de las Mujeres de la Acción Católica de España hace cuarenta años.
La elección de las fechas del inicio de la campaña en la proximidad del tiempo de Cuaresma, y la actitud orante y penitente para enmarcarla, expresada en la forma pública y comunitaria del ayuno voluntario, apunta ya desde sus orígenes a la necesidad de vivir la campaña de Manos Unidas como un momento efectivo de conversión de toda la comunidad eclesial en aquel aspecto de la vida cristiana que más la distingue y cualifica delante de Dios y de los hombres: y que no es otro que el del ejercicio práctico de la caridad. En el fondo de esa historia de testimonio eclesial de fe y de vida cristiana, tan rica en años y en frutos de solidaridad con los más pobres de la tierra, que ha caracterizado las últimas cuatro décadas de la Iglesia en España, gracias sobre todo a Manos Unidas, se encuentra la necesidad de tomar conciencia cada vez más lúcida y auténtica de que al final vamos a ser juzgados en el amor.
En cada Campaña de Manos Unidas se vuelve a actualizar ante los ojos de toda la comunidad cristiana el Evangelio del Juicio Final, en el tan conocido relato del capítulo 25 de San Mateo (Mt 25, 31–46) cuando Jesús anuncia y enseña en qué va a consistir ese definitivo discernimiento de las gentes y de los hombres para la bendición y salvación de unos y para la perdición y condenación de los otros. La cuestión de conciencia –su examen– se agudiza año tras año: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber?; ¿cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos?, o ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?» (Mt 25, 37–40). Se agudiza ante el panorama de una pobreza que se extiende como una mancha de hambre, de miseria material y espiritual, de oprobio y de injusticia, por toda la mitad sur del planeta y que no retrocede. Tanto es así que se acuña una expresión universal para localizarlo y designarlo: «el Tercer Mundo». Cuarenta años después, esa situación dramática no ha perdido ninguna actualidad. Sigue viva y lacerante. Casi inalterable.
El Gran Jubileo del Año Dos Mil, en el que se quiere situar la XL Campaña de Manos Unidas, nos empuja a poner en el primer plano de su programación y desarrollo la urgencia de la conversión, el carácter apremiante para todos los hijos de la Iglesia de la necesidad de retornar a Cristo y a su amor infinito y redentor, a quien hemos de ver en el rostro sufriente de esa inmensa muchedumbre de los pobres del Tercer Mundo, nuestros hermanos. Manos Unidas nos ha propuesto fijarnos en los años de preparación al Gran Jubileo, en primer lugar, en el peso agobiante de la deuda externa que amenaza aplastar la debilísima economía de esos países de la geografía mundial del hambre y en el imperativo humano y cristiano de su condonación o aplazamiento; luego, en el hecho sangrante de la existencia de una versión contemporánea de la esclavitud, que creíamos pertenecer irreversiblemente al pasado, y en la necesidad de reclamar la liberación de los nuevos esclavos de nuestro tiempo; y, finalmente, en la persistente situación del reparto injusto de la tierra precisamente en esas zonas del Tercer Mundo donde el hambre parece haberse instalado definitivamente y que se resisten con obstinación a toda reforma viable. ¿Es que no seremos capaces de avanzar en la reducción y aún en la eliminación de ese mapa escandaloso de la pobreza más radical, la que se manifiesta en la carencia primera y fundamental: la del hambre, hambre de alimentos y, al fin de cuentas, hambre de Dios?
La respuesta y su traducción consecuente en la vida sólo tiene un camino: el de la conversión del corazón y de las conciencias a la gracia del amor de Cristo. La gracia nos ilumina la que es suprema ley en la existencia del hombre y en la construcción de la humanidad y nos permite cumplirla con la plenitud de una justicia que supera el puro «do ut des» –te doy para que me des o en cuanto y en la medida de lo que me des– para transformarse en oblación y en don; y que no es otra que la Ley Nueva del amor. La de amarse como Cristo nos amó. La única que permite que hagamos del mundo la tierra de todos.
En esta hondura del alma se sitúa la dimensión espiritual de la XL Campaña de Manos Unidas en el Gran Jubileo del Año Dos Mil que hemos de cuidar primorosamente para que sus frutos –los de los donativos generosos y los de la de fuerza de renovación ética y moral de nuestra sociedad– se hagan verdadera y transformadora realidad. ¡Busquemos con ansia y esperanza nueva el rostro de Cristo en nuestras vidas y en las de nuestros hermanos! Busquémoslo dejándonos guiar en los senderos de nuestro mundo interior y en los de la acción pastoral de la Iglesia por la Virgen María, su Madre, la que nos lleva y acompaña siempre desde la Cruz hasta Pentecostés: la Madre de la Iglesia.
Con mi afecto y bendición,