Mis queridos hermanos y amigos:
El pasado 11 de febrero en la Capilla de nuestro Seminario Conciliar de Madrid procedíamos al envío de un grupo numeroso de fieles cristianos de la Archidiócesis de Madrid como «misioneros» al mundo sanitario: el de los enfermos y el de todos aquellos que los atienden, acompañan, cuidan y tratan de llevarles alivio y curación. Con los sacerdotes han sido enviados también consagradas y consagrados y fieles laicos, dispuestos a evangelizar a través de un servicio extraordinario de presencia y testimonio del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Es todo un ambiente, y de los más decisivos en la experiencia humana y cristiana, el ambiente del «mundo de la salud», al que queremos ofrecer la Buena Nueva de Jesucristo como Noticia salvadora por excelencia con el estilo y la intensidad espiritual y pastoral, propia de la Nueva Evangelización.
Si hay una situación personal y social donde las grandes preguntas que afectan al sentido de la existencia y al destino del hombre se tornan absolutamente ineludibles y acuciantes, es la de la enfermedad. La persona enferma, sobre todo en estadios de gravedad y, más aún, de gravedad extrema, se encuentra frente al dolor y a la muerte como ante un enigma irresoluble e indescifrable, si se prescinde del Misterio de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo. Juan Pablo II escribía precisamente con motivo del Jubileo extraordinario del Año de la Redención en 1984 una bellísima Carta Apostólica titulada Salvifici Doloris, sobre el valor salvífico del dolor, que no ha perdido ninguna actualidad en este otro año de Gran Jubileo que es el 2000 de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
El enfermo de hoy como el de todos los tiempos busca la salud, ansía el ser curado. La sociedad actual, por su parte, le ofrece unos medios científicos, técnicos y humanos para recuperar la salud perdida, de una perfección y eficacia desconocida en otras épocas, pero hasta un cierto punto: el de la dimensión interior, trascendente, de la enfermedad y de su padecimiento. Ese punto que supera las posibilidades de la terapia médica de carácter puramente técnico-científico y que reclama una terapia integral -humana y espiritual-, la que viene y se trasmite por el amor y ternura de personas queridas, que quieren y saben querer al enfermo, y por la vivencia de la cercanía de Dios. La familia, los amigos, personal sanitario sensible al desvalimiento de la persona enferma, los capellanes, religiosos y religiosas sanitarios, los visitadores de enfermos… son los agentes decisivos en ese proceso de curación que mira a todo el hombre y su plena y verdadera salud.
Muchos -¡excepcionales!, podríamos decir- son los logros de la medicina y del actual sistema sanitario en la superación de la enfermedad y del sufrimiento anejo a ella. Pero muchas son también las necesidades y carencias del enfermo actualmente: las que se derivan de una cierta masificación y burocratización del sistema sanitario, no suficientemente superadas; y, sobre todo, las que se producen en el orden más profundo de su experiencia personal y social, tan detectables y llamativas ante los momentos límites de la enfermedad terminal y de la muerte, y que piden y reclaman la respuesta vivida del Evangelio. A todo ello nos referíamos en nuestra Carta Pastoral-El Evangelio, la Buena Noticia de la Salud- hecha pública ese día del envío de los misioneros, Jornada Mundial del Enfermo.
El Evangelio puede y debe ser anunciado y explicado, de palabra y de obra, como la Buena Noticia de la Salud, porque Jesucristo, el contenido esencial del Evangelio-Él es en verdad el propio Evangelio-, es la salud de Dios para los hombres. Por Él, el Hijo de Dios, que tomó carne en el seno de la Virgen María, que murió en la cruz y resucitó por nosotros y por nuestra salvación, ha conseguido el hombre la victoria sobre la muerte y sobre el pecado, que es su aguijón; transformando el itinerario doliente del hombre sobre la tierra en una vía de amor crucificado que lleva a la vida gloriosa y eterna: a la Salud por antonomasia. En Cristo crucificado y glorificado se nos ha dado la prenda definitiva de la salud: la que se prepara en la peregrinación de este mundo y se consuma, más allá del tiempo, en la Gloria eterna de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En ese testimonio verificado de la Caridad de Cristo, mostrado visiblemente en las instituciones hospitalarias y en todos los demás ámbitos de la sociedad y de la Iglesia donde se desenvuelve hoy la experiencia del enfermo, ha de cifrarse nuestra misión evangelizadora destinada al mundo sanitario y a la Iglesia Diocesana, y que acaba de comenzar. Para todos los que participan activamente en ella, una ocasión extraordinaria para «ganar» diariamente las gracias del Gran Jubileo; y para sus destinatarios, en especial, los enfermos, una oportunidad singular para experimentar esas gracias en toda su plenitud: como el don de la misericordia del Señor que sana y salva a todo el hombre, en su alma y en su cuerpo, y que se puede compartir cada vez más oblativamente en la comunión de los santos, de los que es Reina, María, la Madre del Señor, a la que por eso invocamos de todo corazón como «Salud de los enfermos».
A ella, la Madre de la Iglesia, le encomendamos los empeños y trabajos, las ilusiones y compromisos de esta Misión extraordinaria, rogándole que sean muchos y abundantes los frutos de conversión y de encuentro renovado con Jesucristo, la Buena Noticia de la Salud, en el mundo sanitario de Madrid.
Con todo afecto y mi bendición,