Mis queridos hermanos y amigos:
La Cuaresma del Año Dos Mil está resultando una Cuaresma singular en la historia de la Iglesia. La peregrinación del Santo Padre a Tierra Santa en la pasada semana le ha conferido un relieve excepcional para su renovación espiritual y pastoral en estos momentos de encrucijada histórica por los que atraviesa la humanidad.
A la pregunta más reveladora de las angustias y de las incertidumbres del hombre de nuestro tiempo, abrumado por las oscuridades teóricas y las dudas escépticas de la cultura actual y por las tragedias del odio, la muerte y la miseria de tantos contemporáneos nuestros, la pregunta —¿dónde está Dios? ¿cómo se le encuentra?—, el Papa con el lenguaje inequívoco de los gestos auténticos, visitando los Santos Lugares, ha contestado: en Jesucristo.
– el que fue engendrado en el seno de la Doncella y Virgen de Nazareth, María, que nació en Belén y que subió al Templo con sus padres, fieles hijos de Israel y de su Alianza, que se hizo bautizar por el mayor de los Profetas, Juan el Bautista, en las orillas del Jordán después de vivir también una nueva y radical «cuaresma» en el desierto; el que recorrió los pueblos y ciudades de Galilea predicando el Evangelio del Reino, curando a los enfermos y expulsando a los demonios; en una palabra: haciendo el bien; y llamando a Doce de sus discípulos con Pedro para que le siguieran muy de cerca;
– el que acechado y acosado por unos enemigos inmisericordes, sube por última vez a Jerusalén para celebrar con sus discípulos en una Cena única el adelanto de una nueva y definitiva Pascua, la Suya, la que iniciará aquella misma noche con la agonía en el Huerto de Getsemaní, con el prendimiento subsiguiente, el juicio ignominioso y brutal, con la Vía Dolorosa hasta el Gólgota para ser crucificado, sufriendo muerte crudelísima en una soledad que humanamente sólo rompe el amor de su Madre, María; y que el Padre que está en los Cielos acepta en el Espíritu Santo —el Espíritu de Amor— resucitándole de entre los muertos;
– el que se aparece a los Doce, a las mujeres y a otros discípulos, el que asciende al cielo después del envío de Pedro y de los otros «diez» que quedaban después de la traición de Judas, para que predicasen la Buena Nueva y para que bautizasen a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el que derramó el Espíritu el día de Pentecostés sobre los Apóstoles, reunidos con María en el Cenáculo, en la espera vigilante de oración más misionera y más fructífera de todos los tiempos: la que daría lugar al nacimiento de la Iglesia.
Sí, Jesús el de Nazareth es «el Enmanuel», «El Dios con nosotros», es el Mesías, el Señor, Cristo: JESUCRISTO NUESTRO SALVADOR. La cercanía y proximidad de Dios al hombre no puede ser ni mayor ni más íntima: la misma Persona del Hijo Unigénito de Dios toma «la carne» del hombre en el seno purísimo de María, con todas sus consecuencias, hasta la de compartir la existencia humana «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp. 2,8), tomando consigo el pecado del mundo (cfr. Jn. 1,29).
Este ha sido el núcleo central del mensaje que se desprende de la visita de Juan Pablo II a Tierra Santa para la Iglesia y el mundo, en el que resonaba con un inédito vigor la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? La respuesta de Pedro y la de Juan Pablo II es la misma, coincidente y nítida: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
La búsqueda de Dios por parte del hombre contemporáneo, tantas veces disimulada, pero tan operante en lo más entrañable de sus experiencias personales y colectivas, encuentra en el pluralismo de las religiones dificultades que él estima muchas veces insalvables; o que, al menos, le sirven como pretexto para eludir el encuentro al que le urge «su corazón inquieto», ansioso de ver el rostro de Dios. El Santo Padre ha mostrado al mundo el testimonio cristiano del «Dios con nosotros» haciendo patente como la cercanía del Dios verdadero a los hombres se promete a todo el género humano ya en Abraham y por Abraham, en cuya fe se sienten y saben unidos cristianos, judíos y musulmanes. Jesucristo significa justamente el cumplimiento de esa promesa. El que cree en Jesucristo cree en el Dios de Abraham, el de los Patriarcas y Profetas de Israel, el Dios que adoran los seguidores de Mahoma, pero lo cree en la plenitud de su verdad revelada. El Papa ante el Muro de las Lamentaciones, en su visita a la Mezquita de Omar dentro del recinto de la vieja Jerusalén, a unos pasos de la Basílica del Santo Sepulcro, ofreció el testimonio viviente de cómo en Jesucristo Resucitado se pueden encontrar todos los caminos del hombre que busca a Dios con sinceridad y humildad de corazón.
Sigue pesando mucho en el hombre de hoy la actitud crítica frente a la religión, y muy en directo contra el cristianismo y la Iglesia Católica, por su supuesta ineficacia histórica, cuando no su debilidad, ante las grandes cuestiones de la paz y la promoción de la justicia y la solidaridad entre los hombres y los pueblos de la Tierra. El Santo Padre no ha dudado en entrar en los aspectos más delicados sociales y políticos de una zona, Palestina, en que la situación latente de guerra entre Israel y los pueblos árabes lo condiciona todo; y de hacerlo como un bienvenido Mensajero de la restitución plena de sus derechos al pueblo palestino, de reconciliación entre árabes y judíos y de una paz posible y definitiva para la región, sin apoyarse en otra fuerza que la de la palabra y el amor del Evangelio de Jesucristo, el galileo, el verdadero Príncipe de la Paz.
¡Verdaderamente una cuaresma singular ésta del Año Santo, del Dos Mil del Nacimiento de Jesús en Belén de Judá! El Sucesor de Pedro ha llevado con El a toda la Iglesia en peregrinación espiritual a los Santos Lugares del Nacimiento, Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de su Señor Jesucristo, para que aprendiese con la frescura de los orígenes cristianos como vivir en medio de los hombres de hoy, que ansían y buscan a Dios, de modo convincentemente evangelizador, el júbilo de un renovado encuentro con el Señor, dando de nuevo «el paso» de una Vida en muerte por el pecado a una existencia en vida nueva por la gracia y los dones de su Resurrección.
María, su Madre y Madre nuestra, nos espera al pie de la Cruz.
Con mi afecto y bendición,