Mis queridos hermanos y amigos:
La Cuaresma, que está llegando a su momento culminante, la celebración de la Semana Santa y de la Solemnidad de la Pascua de Resurrección del Señor, es a la vez tiempo de gracia y vía de conversión. A lo largo de sus cinco semanas la liturgia de la Iglesia nos va abriendo los ojos del alma, iluminada por la fe, para que percibamos de nuevo, en el momento actual de la historia, como en los Misterios de la Pasión, Crucifixión, Muerte, Sepultura y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo ha tenido lugar el acontecimiento definitivo de nuestra salvación o, en otras palabras tomadas de San Pablo, cómo «por Cristo, por su Sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados». El tiempo de Cuaresma nos va haciendo ver cómo «el tesoro de su gracia» —la de Cristo— «ha sido un derroche para con nosotros» (Ef 1,7).
Y, paralelamente, a través de una pedagogía espiritual, aprendida del Señor, de su ejemplo divino-humano, mostrado en el Evangelio, nos enseña a acoger ese «derroche de gracia» con un corazón contrito y humillado, convertido al amor que movió al Hijo de Dios a entregarse a la muerte por la salvación del mundo, siguiendo el camino de la oración, del ayuno y de la limosna. En esa trilogía de la práctica cristiana de la Cuaresma se plantea año tras año a toda la Iglesia y a todos sus hijos la verdad y la autenticidad de su respuesta a ese tiempo de gracia que se ha inaugurado hace dos mil años por el Misterio de la Encarnación y Nacimiento de Jesucristo. De la forma de cómo hayamos correspondido —y correspondamos— en esta cuaresma de este Año singular a las exigencias de una dedicación interior a la oración, de un ejercicio de la abnegación de nosotros mismos, recatado, pero serio y positivamente asumido en actos de renuncia de comodidades, de bienes y «bienestares» superfluos y no superfluos, mientras que no sean imprescindibles en virtud de la ley de Dios; y, no en último término, de la forma de cómo hayamos realizado las exigencias de una humilde práctica de las obras de misericordia y del amor al prójimo según el estilo pascual de amar como Cristo nos amó; dependerá la anchura y hondura espiritual y pastoral de los efectos santificadores de la Gracia del Gran Jubileo en esta Pascua del Año Dos Mil de la era cristiana en nuestra vida y en la de la Iglesia.
La medida por excelencia de esa eficacia evangelizadora de la Cuaresma Jubilar es, sin duda alguna, la de la vivencia de la caridad y de sus frutos. Una coincidencia providencial nos pone, en este quinto Domingo de Cuaresma, ante la mirada de nuestra conciencia uno de los problemas sociales más graves de nuestra época, en cuyo tratamiento y solución está empeñada la veracidad de nuestro compromiso con el amor de Cristo, o lo que es lo mismo, con la búsqueda del Reino de Dios y su justicia en medio de las circunstancias históricas del orden económico, social y jurídico de nuestro tiempo: el problema del paro. Nuestra Iglesia Diocesana ha emprendido desde hace ya algunos años «una Campaña contra el paro» que encuentra cada año, en el segundo domingo del mes de abril ocasión especial —ambientada esta vez en el espíritu penitencial del tiempo cuaresmal— para ser comprendida y apoyada por todos los fieles de la Archidiócesis de Madrid.
«La lucha contra el paro» representa una de las formas más auténticas y más necesarias de practicar hoy «la limosna». Es una de las versiones más actuales del imperativo evangélico de promover las exigencias mínimas de la justicia, amando al prójimo como a nosotros mismos, como Cristo nos amó. La Campaña de este Año Jubilar se centra en una llamada de atención sobre el aspecto más íntimamente humano y, por ello, en el más grave del problema del paro tal como se presenta a estos momentos de la evolución de nuestra sociedad: el de la progresiva exclusión del parado del variado contexto de la vida social. Exclusión que arrastra la de su familia, con consecuencias dolorosísimas para su equilibrio interno como comunidad de amor y de vida, y con efectos más que perniciosos para la educación de los hijos.
Las últimas cifras sobre la situación del paro en España y, en particular, en la Comunidad de Madrid son optimistas. El número de personas sin empleo sigue descendiendo. Nos alegramos y damos gracias al Señor por ello. Pero de todos modos los parados siguen siendo demasiados. Y, sobre todo, no disminuye la gravedad del hecho de esos «parados crónicos», al que se refiere en primer lugar la Campaña Diocesana contra el paro de este año. Son muchos los jóvenes que en la búsqueda de su primer empleo se debaten en un mundo de dificultades personales, familiares y profesionales —adecuación de su preparación y formación previas, de sus títulos académicos al llamado mercado del trabajo; la dureza y duración larga de las oposiciones para acceder a la función pública, etc.—, que se antojan a veces insuperables, y que les conducen no infrecuentemente a estados de desánimo y frustración sumamente peligrosos para su salud física y espiritual. Sigue siendo muy alto igualmente el número de parados en edades avanzadas de la vida con familia a su cargo, y el de madres solas por distintas razones que han de llevar adelante el hogar y la educación de sus hijos, y que se topan con barreras poco menos que insalvables a la hora de encontrar un trabajo digno y remunerado. ¿Cómo extrañarse de que al final todas estas personas terminen sintiéndose excluidas y olvidadas de todos? Se nos reclama por ello que tratemos por todos los medios que el amor de Cristo nos sugiera llevarlos de «la exclusión a la integración» como reza el lema de la jornada de hoy, de la lucha contra el paro. Hemos de caer en la cuenta de que cuando «yo trabajo» y «tú trabajas» si «él —nuestro prójimo— no trabaja» entonces lo que sucede es que estamos olvidando y preteriendo al mismo Señor. También lo que hacemos u omitimos con los parados lo hacemos y omitimos con el mismo Cristo.
La Campaña Diocesana nos ofrece un rico, realista y generoso programa de acciones y de criterios de conducta para traducir en acertada y exigida «limosna cuaresmal» de la Cuaresma del Año Dos Mil nuestra vivencia de la gracia jubilar:
– el apoyo activo a los servicios diocesanos de orientación y acompañamiento en la búsqueda y mantenimiento de empleo (Red SOIE con treinta puntos de servicio).
– favorecer la búsqueda de nuevas fuentes de empleo.
– promover la participación en los cursos de capacitación laboral.
– colaboración con los proyectos de microcréditos y ayudas para el empleo.
– apoyo a empresas de inserción.
– ayudas económicas en casos de emergencia.
– colaboración con el servicio de empleos de asistencia domiciliaria.
Hagámoslo nuestro con la oración, con la toma de conciencia de su urgencia en la vida privada, en nuestro entorno familiar y laboral, y en la sociedad. Que la celebración de la Pascua del Año Jubilar del segundo milenio cristiano deje en nuestras comunidades eclesiales y en la sociedad madrileña la huella de un compromiso más vigilante, más evangélicamente sensible y más fraternalmente compartido por la superación definitiva de esa lacra de la sociedad actual, que es el paro.
Con la invocación de la Virgen de La Almudena, nuestro Consuelo y Fortaleza, os saludo cordialmente y bendigo en el Señor,