Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
En el tiempo de Pascua la Iglesia nos invita a dar testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor, que es lo mismo que decir, con la fuerza del testimonio de toda nuestra vida. Mucho valor se necesita, en efecto, para vivir como la primera comunidad cristiana, en la que nadie pasaba necesidad gracias a la comunión de bienes que se administraba bajo la autoridad de los apóstoles. La resurrección de Cristo nos ha traído una vida nueva que debe brillar en la conducta de los cristianos y de la Iglesia entera hasta que pueda decirse de nosotros que Dios «nos mira con mucho agrado» o favor. Dios nos mira con agrado y nos otorga su gracia, cuando ve que la vida nacida de la Resurrección de Cristo germina en nosotros, como los sarmientos en la Vid, dando frutos de fe, esperanza y caridad, que avalan la autenticidad de la vida cristiana.
El testimonio diario de la resurrección de Cristo: el ejemplo de San Isidro Labrador
La Iglesia de Madrid tiene hoy un motivo especial para acrecentar su valor en el testimonio diario de la resurrección de Cristo: celebramos la fiesta y solemnidad de san Isidro Labrador, patrono de nuestra ciudad, que, en su tiempo y en las circunstancias ordinarias de su vida, dio testimonio admirable de Cristo y alcanzó por ello la gracia y el favor de Dios, que es la santidad. En la gloria de los santos, el humilde labrador nos enseña a los cristianos de este Madrid moderno, tan distinto del que conoció san Isidro, a dar el mismo testimonio de fe, esperanza y caridad, que le condujo a Él a la fiel imitación de Jesucristo. Esta fiesta, queridos madrileños, nos urge a renovar la identificación histórica entre San Isidro y Madrid sin reducirla a lo meramente festivo y cultural en que a menudo sucumben las fiestas patronales. San Isidro nos invita hoy a redescubrir la esencia de la vida cristiana que es la adhesión a Jesucristo. El se unió a Cristo con toda su vida: con su esposa y familia, con su oficio y trabajo, con sus sufrimientos y alegrías y con una caridad ardiente que hizo de su casa un hogar abierto a las necesidades de los hombres. Viviendo así, colaboró sin duda más que muchos de sus contemporáneos a hacer de Madrid una ciudad más humana y humanizadora al aportar la levadura del evangelio a la masa de la sociedad en que vivió.
¿A quién se le oculta que hoy Madrid, con muchas más posibilidades que el Madrid de san Isidro, está necesitando la levadura cristiana que fermente toda la masa? ¿Que nuestra ciudad está muy lejos de ser la ciudad de Dios por la que han trabajado los santos? Celebrar la fiesta de San Isidro es celebrar la poderosa virtud que posee la vida de Cristo que se comunica a los suyos, como la savia de la Vid a los sarmientos, para hacerlos artesanos de una sociedad nueva, profundamente humana y divina al mismo tiempo, en la que brille el testimonio de las buenas obras. Celebrar la fiesta de san Isidro exige que cada madrileño lo tome por modelo de vida cristiana, atienda a su sencillo magisterio y practique las virtudes cristianas en su vida personal, familiar y ciudadana.
Renovar la permanencia en Cristo de los madrileños: la llamada de San Isidro en el Año Jubilar
En este Año Jubilar en el que celebramos la venida de Cristo a nuestra carne, san Isidro es un claro exponente de la verdad que encierra la imagen de la Vid y los sarmientos: Cristo ha venido para darnos vida y para que esta vida fecunde todas nuestras obras. Con su Encarnación, Cristo ha hecho posible que el hombre pueda unirse a él, vivificando así su propia carne y existencia. En Cristo, el hombre vuelve a nacer a la vida de Dios, frustrada por el pecado. En Cristo, el hombre es hecho nueva criatura. El secreto de la fecundidad de san Isidro, esa fecundidad que deseamos para Madrid, está en su vivir y permanecer en Cristo, en su amor y en su palabra. El entendió que, fuera de Cristo, su vida sería estéril; y que, unido a Él, alcanzaría la máxima plenitud. Es preciso, hermanos, que en este Año Jubilar, los cristianos nos preguntemos por nuestra permanencia en Cristo y en la Fe que nos injerta en él. El futuro de nuestra sociedad depende en buena medida –hay que decirlo claramente– del futuro de la fe, es decir, del valor con que testimoniemos con las palabras y las obras la Verdad de Cristo y de su evangelio. En el contexto de una cultura pluralista como la nuestra, muchos cristianos corren el peligro de perder seguridad en su fe, certeza en sus convicciones religiosas, ardor y energía en el seguimiento de Cristo y en su vocación apostólica. El relativismo y el subjetivismo en los que el hombre actual se ha instalado para defenderse en realidad de su primera obligación moral de buscar la verdad, afecta también a muchos cristianos que, desorientados, pueden relativizar su adhesión a Cristo y su permanencia en Él. Cristo nos recuerda que, separados de Él, no podemos hacer nada, que es una forma de decir que sólo en Él hay Vida y fecundidad.
La fiesta de san Isidro anima y fortalece también nuestra esperanza en la gracia de Cristo cuando contemplamos hasta qué punto puede hacer fecunda la vida de un hombre que se deja vivificar por Él. Es esta esperanza en la gracia de Dios la que sostiene al cristiano en todos los proyectos con los que lucha por cambiar y renovar su vida y la de sus semejantes. Ciertamente el hombre puede abrirse a la Verdad, dejarse seducir por ella. Puede, por tanto, dejarse purificar en su conciencia, no sólo de aquello que la empaña como producto del pecado, sino incluso de las resistencias interiores y de los obstáculos que pone a la Ley de Dios, comprendida a menudo como freno e impedimento para el ejercicio de su libertad. Los santos, gozosamente sometidos a la Ley de Dios y a su Palabra, nos enseñan que la máxima libertad del hombre se alcanza cuando, en el secreto tabernáculo de la propia conciencia, se acepta como única norma de la vida la voluntad de Dios y su plan de salvación sobre nosotros. En ese san Isidro que, sin dejar de mirar al cielo, abre con el arado las entrañas de la tierra, y vive así su trabajo de labrador, tenemos la imagen del santo al que todos estamos llamados: con la mirada puesta en Dios, construimos la tierra que Él mismo nos ha dado.
En esta edificación de la tierra, según el querer de Dios, la ley de la caridad, que comporta la negación de uno mismo, nos hace capaces de lo que con nuestra solas fuerzas no podemos. San Isidro no es sólo modelo de oración, sino de perfecta caridad. Centrado en Dios, vivió orientado a los hombres. En primer lugar, a su propia familia, que edificó como una pequeña iglesia doméstica. Hoy asistimos a una dramática crisis de la familia, que se manifiesta en la desestructuración de muchas de ellas, afectadas no sólo por problemas económicas y laborales sino culturales y sociales, que tienen su origen en una concepción del hombre al margen de Dios y de los valores transcendentes. Las nuevas generaciones crecen y se educan en un escepticismo radical sobre la fidelidad mutua, sobre el valor del matrimonio y de la estabilidad de la familia, y, lo que es más grave, sobre el valor mismo de la vida desde su concepción hasta la muerte, que siega de raíz o condiciona profundamente el mismo hecho de la transmisión de la vida en el ejercicio generoso de la paternidad y maternidad.
La renovación de las familias madrileñas según el modelo de San Isidro: acogiendo y amando a los pobres
San Isidro no cerró su familia en los estrechos límites de su conveniencia. Aun siendo pobre, compartió con los más necesitados los bienes espirituales y materiales que sustentaban su hogar. También en esto es modelo para las familias de Madrid. Nuestra ciudad, con fama de abierta y acogedora, tiene muchos pobres y pobrezas muy diversas. Pobrezas materiales y espirituales. Pobrezas del alma y del cuerpo que sitúan a quienes las padecen al borde de la desesperanza y de la ruina. Las familias cristianas tienen aquí un grave y hermoso reto: abrir las puertas a las necesidades de los hombres con una caridad que fortalecerá de modo insospechado la propia vida familiar. Una sociedad que se llama cristiana no puede cerrar sus entrañas a los pobres y explotados, a los ancianos y enfermos, a los que viven sin hogar y sin posibilidades económicas para acceder a una cultura que les dignifique. También quiero hacer referencia, de modo especial, a los emigrantes que llegan a nuestra ciudad en busca de trabajo y de una vida digna con esperanzas que pueden verse defraudadas si no encuentran en nosotros la acogida, el afecto y los medios idóneos de realización. ¡Seamos generosos! ¡Estemos siempre dispuestos a compartir lo que tenemos! Dios lo multiplicará y no faltará nunca en la casa del justo las bendiciones del cielo. ¡Vivamos como auténticos hijos de Dios y reconoceremos que también el otro es de nuestra familia! La Iglesia de Madrid, en este año jubilar, quiere hacer un gesto significativo de esta preocupación por los más pobres y necesitados: construir una casa para ellos. Desde aquí, invito a cada familia cristiana a realizar también un gesto que, a su medida, exprese la caridad de Cristo por los más necesitados.
Pidamos a san Isidro que acreciente en nosotros el valor del testimonio cristiano. Que, tomándolo por modelo, renovemos nuestra vida cristiana para que no falte en nuestra ciudad el buen olor de Cristo que él extendió con sus obras. Pidámosle hoy de modo especial por el Santo Padre, Juan Pablo II, que hace dos días visitó la nación hermana de Portugal y que el próximo día 18 de Mayo cumplirá ochenta años. Que Dios le sostenga en la fortaleza y el valor con que nos edifica y alienta en la fe cristiana apoyado en la cruz de Cristo y en la oración del pueblo cristiano. Que no le falte nunca nuestra oración y cariño de forma que su premio sea la unidad de toda la Iglesia en torno a su persona y magisterio. Que la Virgen, a cuyo santuario de Fátima peregrinó con tanta fe y devoción, le proteja de sus enemigos, y le conceda el gozo de servir a la Iglesia con un corazón siempre nuevo. Que intercedan por él y por nosotros los dos nuevos Beatos, Jacinta y Francisco, los dos pastorcillos de Fátima, modelos de vida evangélica, escondidos con Cristo en Dios.
Amén.