A los diocesanos
Mis queridos diocesanos:
Llenos del gozo inmenso que brota de la Resurrección de Cristo, que celebramos en estos días de la Pascua, acrecentado tan hondamente en este Año Santo Jubilar, tan especial, del Dos Mil Aniversario de su Encarnación y de su Nacimiento, y a las puertas de la solemnidad de su Ascensión, recordamos, como ya es habitual, a nuestros Misioneros y Misioneras diocesanos, a todos los que han partido de esta Iglesia Particular que peregrina en Madrid y están diseminados prácticamente por toda la Tierra, viviendo con particular intensidad el mandato que nos dejó el Señor justamente al subir a los Cielos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15).
Quiero ante todo, en esta gozosa ocasión de la Jornada de los Misioneros Diocesanos, bendecir a Dios Todopoderoso, Al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, con acción de gracias, por el don precioso de nuestros Misioneros -sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos, en número gracias a Dios siempre creciente, y familias enteras-, que son motivo de santo orgullo y al mismo tiempo de estímulo extraordinario, para todos los que formamos la archidiócesis de Madrid. Como en los primeros tiempos de la Iglesia ahora tampoco faltan persecuciones y sufrimientos, pero en medio de las dificultades ponemos nuestra mirada en Aquel que centró en su persona la de los Apóstoles en el momento en que dejaba sensiblemente la tierra, a la vez que los impulsaba a ocuparse de llevar a cabo la misión de anunciar el Evangelio, los duros, a la vez que gozosos, «trabajos de la Cruz», en expresión de nuestro San Juan de Ávila. Unidos así de estrechamente a Cristo, los Misioneros de la Iglesia de Madrid enviados por el mundo entero, al igual que toda la comunidad diocesana, podemos caminar seguros, sin temor, con la certeza de la presencia del Señor, cuyo Amor es más grande y más fuerte que todas las dificultades y todo el mal del mundo.
Después de pedir perdón a Dios, en unión con el Santo Padre en este Año Jubilar en que somos llamados a una profunda conversión, del corazón y de la vida entera, nos corresponde formular y emprender el propósito de la enmienda, y ello no como individuos aislados, sino como miembros del mismo y único Cuerpo de Cristo. Para dar forma a tal propósito, nuestro Misioneros y Misioneras, que entrañablemente recordamos en esta su Jornada especial, son faro luminoso para toda la comunidad diocesana, con el testimonio de sus vidas -en no pocos casos segadas, como espigas maduras, por la violencia que procede del odio-, que manifiestan el triunfo de la Gracia en medio de la pequeñez y la debilidad de sus siervos. Convertirse, en efecto, es abrir la vida entera a la Gracia de Dios, como los Apóstoles, como María, «la humilde Sierva del Señor», y hoy como ayer habremos de seguir proclamando la grandeza del Señor, porque, en verdad, en nosotros «el Poderoso ha hecho obras grandes» (cf. Lc. 1, 46 y ss.). Quiera Él infundirnos a todos en su Iglesia un mayor ardor de este espíritu misionero, que al acoger la Gracia de Cristo no puede por menos que contagiarla a todos y a todo, precisamente para vivir y para dar vida.
En esta Jornada de los Misioneros Diocesanos reavivamos con gozo en nuestra memoria el recuerdo de todos ellos, y pedimos para ellos que la Gracia del Señor, no sólo no les falte, sino que se acreciente igualmente el número de nuestro Misioneros en todo el mundo -especialmente de los sacerdotes diocesanos, como reza el lema de la Jornada de este año- al abrirse las puertas del tercer milenio cristiano. Un mundo cada vez más intercomunicado, marcado por el fenómeno de la «globalización», necesita más que nunca conocer y vivir el secreto de la auténtica unidad entre hombres: la presencia de Jesucristo resucitado, vivo en su Iglesia, que abraza a la Humanidad entera y hace a los hombres realmente libres. Sin Cristo, todas las globalizaciones habidas y por haber sólo pueden unir por fuera, habrá cosas unidas, pero no personas que se aman. El tercer milenio, sin duda, significa un reto extraordinario para toda la iglesia, el de vivir con toda intensidad el don de la unidad que Cristo nos da, precisamente «para que el mundo crea» (cf. Jn 17, 21). Vivir esta unidad, que hoy se nos hace más sensible al recordar a los miembros de esta Iglesia particular de Madrid esparcidos por toda la Iglesia universal, no es un añadido a la vida, todo lo importante que se quiera, sino que es la sustancia misma de la vida.
Pidamos a María, Nuestra Señora de la Almudena, Madre y modelo de la Iglesia, que nos congregue con su amor maternal como lo hizo con los primeros Apóstoles, cuando Jesús «ascendió al cielo y se sentó a la derecha del Padre» (Mc. 16 19) y en el Cenáculo esperaban en oración la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14). Que Ella nos alcance de su Hijo que se acreciente en nuestra Iglesia diocesana el don preciso de la unidad, en la fe, la esperanza y el amor. De este modo, el bello título de «misioneros», de los que están lejos y de los que permanecemos aquí en Madrid, alcanza todo su significado y toda su eficacia salvadora.
Con mi afecto y mi bendición para todos,