Jesucristo Resucitado

La experiencia jubilar de los enfermos

Mis queridos hermanos y amigos:

En las grandes celebraciones jubilares de nuestra Catedral de La Almudena hoy le toca el turno a los enfermos, a los miembros dolientes de la comunidad diocesana. La Iglesia les ofrece las gracias del Gran Jubileo con aquel amor evangélico que sabe descubrir en ellos bajo la luz del Espíritu Santo al mismo Señor, al ya Resucitado, el que es la Cabeza de su Cuerpo, y el que todavía sufre en sus hermanos, sus miembros, que peregrinan en este mundo, en la hora final de la historia. Nuestra Iglesia Diocesana ha querido ir al encuentro de sus enfermos en este año jubilar desde sus comienzos con la Misión Sanitaria que culmina esta mañana en la Catedral con la Eucaristía y el Sacramento de la Unción, buscando hacer realidad vivida en su servicio pastoral el mandato de Jesús: «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). Jesús ha resucitado y está resucitado —vive glorioso— como «Cristo-cabeza» del «Cristo íntegro y total» y, a la vez, enferma y padece para completar en su carne los dolores de su Pasión como «Cristo-Cuerpo» de ese mismo «Cristo íntegro y total» (Cfr. Sermones del Beato Isaac, del Monasterio de Estella, Ser. 42: PL 194, 1831-1832).

De ahí que la experiencia jubilar le abra al enfermo de puerta en puerta el encuentro con Jesucristo Resucitado, o lo que es lo mismo, el Evangelio como la Buena Noticia de la Salud. La enfermedad pertenece a ese tremendo enigma de la condición humana que se manifiesta y cristaliza en la muerte. Es acompañamiento permanente del hombre corporal y signo de su progresiva disolución. El dolor físico que causa, puede convertirse en tormento inaguantable; el temor de la extinción perpetua que suscita, en una sorda angustia. Nadie está libre de momentos y hasta períodos más o menos largos de su existencia marcados por esa dolorosa compañía de la enfermedad. En muchas ocasiones se hace crónica e incurable; en otras, terminal. ¿De dónde vendrá la salud? Mucho puede hacer el hombre con la ciencia, la técnica y los cuidados médicos. Cada vez más, y más prodigiosamente. Pero no hasta llegar a la raíz del mal y de su consecuencia final: la muerte. Sólo quien puede vencer al pecado es capaz de vencer a la muerte y, con ella, a la enfermedad. Y ese sólo es Dios, que por amor «mandó al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1Jn 4). Jesucristo es el vencedor del pecado por su oblación en la Cruz, aceptada por el Padre resucitándole de entre los muertos. ¡Jesucristo Resucitado es nuestra Vida, nuestra Salud!

Sea cual sea el estadio y forma de vuestras dolencias, queridos enfermos, creyendo, esperando y amándole a Él, os colocáis en la senda de la imperecedera salud, la que nadie os podrá arrebatar, la que se inicia y asienta en el fondo del corazón, lo llena de gozosa serenidad y de esperanza cierta y activa en la curación de todos los males: los del alma y los del cuerpo. Si os incorporáis con vuestros padecimientos y tribulaciones a las celebraciones del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía jubilares, constataréis cómo se os abrirá poco a poco el tesoro infinito e inagotable de las gracias del Corazón de Cristo Resucitado para vosotros mismos —vuestra salvación— y la de vuestros hermanos.

Y paralelamente, por tanto, la experiencia jubilar os permitirá una vivencia de vuestro dolor unido íntimamente a Jesucristo crucificado y resucitado, en una forma y virtualidad eminentemente sacerdotal y, en último término, apostólica: cooperando en la reparación y expiación de los pecados de los hombres de este tiempo. Se trata de la vía regia de la participación en la ofrenda de Cristo al Padre en la Cruz por la salud y la salvación del mundo. La enfermedad, asumida oblativamente por amor a Jesucristo, pone en la existencia del cristiano, del enfermo cristiano, la capacidad de convertirse en un vaso comunicante de excepcional valor en el Misterio de la Comunión de los Santos. El amor del enfermo es amor acrisolado y probado en la entrega de la vida al Señor y a los hermanos. Muchos han sido los cristianos a los que la enfermedad ha franqueado el camino de su santificación. Muchos son los que han transitado por él, incluidos los niños. Jacinta y Francisco, los niños videntes de Fátima, beatificados por el Papa el último 13 de mayo, son modelos actualísimos de ese camino intensamente evangélico —y, por ello, muy corto— de llegar a la santidad, el que consiste en aceptar y vivir «crucificadamente» la enfermedad. Santidad ésta, extraordinariamente fecunda, porque da frutos abundantes de conversión y de consuelo en las almas y en la historia más allá de lo que se ve y percibe en el escenario visible de este mundo.

Quiera María, a la que ayer coronábamos como Virgen de la Paloma, la que acompañó a su Hijo al pie de la Cruz amando dolorosamente a Él y a los otros hijos por los que Aquél moría, hacerse presente a la cabecera de todos los enfermos de Madrid en este día de su Jubileo Diocesano con ese amor de Madre Asumpta al Cielo, indefectible e indestructible, glorioso y eminentemente consolador, en virtud de la Resurrección.

Con mi afecto y bendición,

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