San Juan de Avila, ejemplo de caridad pastoral
Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo de Córdoba; Excmo. y Rvdmo. Sr. Nuncio Apostólico; hermanos en el Episcopado; sacerdotes de nuestras Diócesis venidos a honrar al patrono del Clero secular español; representantes de las Ordenes y Congregaciones Religiosas que tuvieron especial relación con San Juan de Avila; hermanos todos queridos, particularmente los hijos e hijas de esta ciudad de Montilla:
1. Estamos en uno de esos lugares que, según la palabra de Jesús que acabamos de escuchar, reciben bien a los predicadores del Evangelio. Nosotros somos hoy testigos de esto en Montilla. Por eso también nuestro primer saludo es: «Paz a esta casa» (Lc 10,5).
Nos sentimos bien acogidos y tratados porque es la vieja costumbre de esta noble ciudad. Disfrutando de esta hospitalidad, aquí se quedó, para pasar los últimos años de su vida San Juan de Ávila. Este sacerdote singular, siervo fiel y prudente, que vio la luz hace 500 años en Almodóvar del Campo y que evangelizó sin descanso las tierras de Andalucía, fue llamado a entrar en el gozo de su Señor aquí en Montilla. Todavía se percibe, en la sencilla casa donde vivió, su estilo austero y su oración sosegada, la sabiduría de su pluma y la prudencia de sus consejos, que recababan no solo los principiantes, sino hasta los más adelantados en los caminos del Espíritu, como Teresa de Jesús y Juan de Dios. Todavía el cercano monasterio de las Clarisas guarda la luz de su dirección espiritual. Aún nos podemos imaginar, por las estrechas calles de esta población, a los niños que cantaban la doctrina cristiana al estilo del Maestro Ávila. Y sobre todo, aquí podemos venerar las reliquias sagradas de su cuerpo, que quiso fuera enterrado en la iglesia del Colegio de su querida Compañía de Jesús.
Llamada a la santidad de los sacerdotes
2. Hemos venido hoy a Montilla casi un millar de sacerdotes para dar gracias a Dios por San Juan de Avila, «maestro ejemplar por la santidad de su vida y por su celo apostólico», tal como hemos rezado en la oración litúrgica. Pío XII lo declaró patrono del clero secular español y Pablo VI lo proclamó santo. Unidos junto a su cuerpo y animados por su espíritu, deseamos manifestar la alegría del seguimiento del Señor en el ministerio presbiteral. Como María al visitar a su prima Isabel, proclamamos la grandeza del Señor por las maravillas que ha obrado entre nosotros, por los ejemplos de entrega, de santidad y aun de martirio, que han dado tantos sacerdotes en nuestra Iglesia en España. Y en este V Centenario del nacimiento de San Juan de Ávila, coincidente con el Jubileo de los 2000 años del nacimiento del Señor, queremos suplicar a Dios que nos conceda la gracia de la santidad también a los sacerdotes actuales.
Le pedimos lo esencial. Es preciso que los sacerdotes de hoy sigamos a Jesucristo con la radical fidelidad con que Juan de Ávila lo siguió. Frente a la amenaza de cansancios o apatías en el trabajo pastoral con frecuencia tan duro, necesitamos reavivar el fuego del don recibido por la imposición de las manos. Frente a algunas desfiguraciones teóricas o prácticas del ministerio sacerdotal, nos hace falta una configuración existencial más plena con Jesucristo, el Buen Pastor. En estos últimos años hemos avanzado positivamente en la clarificación de la espiritualidad específica del sacerdote diocesano. Pero tenemos que seguir progresando en encarnar esa espiritualidad. Nos hacen falta maestros de espíritu; testigos de experiencia de fe; místicos y mistagogos. Los sacerdotes jóvenes, los seminaristas y las futuras vocaciones necesitan referentes. El Pueblo de Dios, el Nuevo, hecho por Cristo «un reino de sacerdotes para Dios, su Padre» (cfr. LG 10), llamado a la santidad, necesita el acompañamiento de sacerdotes santos.
Consciente de la importancia fundamental de este punto, el Decreto conciliar sobre el ministerio y la vida de los presbíteros afirmaba: «Este sacrosanto Concilio, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, difusión del evangelio en todo el mundo, y diálogo con el mundo moderno, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada día mayor, que los haga instrumentos cada vez más aptos al servicio de todo el Pueblo de Dios» (PO 12)?
A Juan de Ávila también le tocó vivir tiempos difíciles, incluso dramáticos: el ansia de reforma que se respiraba por todas partes, las nuevas corrientes humanistas y de espiritualidad, la apertura a nuevos mundos… habían sido interpretados y llevados a la práctica en el corazón de Europa con fórmulas —»las protestantes»— que condujeron a la negación del Sacramento del Orden y a la profunda ruptura en la Comunión eclesial. El tenía una idea muy clara: si se reformaba el estado eclesiásticos, estaría encaminada la renovación de la Iglesia. En su memorial al Concilio de Trento decía: «Éste es el punto principal del negocio y que toca en lo interior de él; sin lo cual todo trabajo que se tome cerca de la reformación será de muy poco provecho, porque será o cerca de cosas exteriores o, no habiendo virtud par cumplir las interiores, no dura la dicha reformación por no tener fundamento».
Y en esa tarea empeñó muy particularmente su vida: fundó Colegios, donde se formaran los futuros sacerdotes bien sólidos en letras y virtud; organizó convictorios para sacerdotes; creó una escuela de intensa espiritualidad. Las pláticas a sacerdotes, así como numerosas cartas que se nos han conservado, y particularmente su hermoso «Tratado sobre el sacerdocio» son una exhortación vibrante a la santidad, que nacía del corazón y de la propia experiencia. A lo largo de estos siglos esos escritos han constituido una referencia luminosa y han dado abundantes frutos de santidad sacerdotal. Así, por ejemplo, San Antonio María Claret en su autobiografía escribe: «¡Gloria sea a Dios nuestro Señor, que me ha hecho conocer los escritos y obras de ese gran Maestro de predicadores y padre de buenos y celosísimos sacerdotes!».
La caridad pastoral, clave de la santidad del presbítero
3. La santidad es, por tanto, exigencia del ministerio presbiteral. Pero ¿cómo cumplirán esa exigencia los sacerdotes diocesanos? Ya el Concilio Vaticano II y posteriormente la Exhortación Apostólica «Pastores dabo vobis» han dejado claro que la vocación específica a la santidad de los presbíteros se basa en el sacramento del Orden y se vive en el ejercicio mismo del ministerio, en la medida en que van haciendo realidad existencial la configuración sacramental con Jesucristo, Cabeza y Pastor (cfr. PO 12; PDV 20).
Con una expresión sintética y sugerente, podemos afirmar que las actitudes y comportamientos de Jesucristo, como Cabeza y Pastor de la Iglesia, se compendian en su caridad pastoral (Cfr. PDV 21): el amor con que se entrega hasta dar la vida por las ovejas. Esta es también la clave de la santidad de los sacerdotes. El Concilio y el Papa Juan Pablo II han evocado en ese sentido el diálogo de Jesús resucitado con Pedro: «¿Me amas?… Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17) y con San Agustín han concluido: «sea oficio de amor apacentar la grey del Señor» (cfr. PO 14; PDV 23). Oficio de amar al Buen Pastor de las ovejas y a las ovejas del Buen Pastor: un oficio verdaderamente «pascual».
La primera dimensión de la caridad pastoral es la cristocéntrica: «¿Me amas?», pregunta Jesús; y Pedro responde: «Señor, tu sabes que te quiero». Esta dimensión se fundamenta en la iniciativa del Señor, que llamó a los discípulos en primer lugar «para que estuvieran con él» (Mc 3,14) y los hizo sus amigos amándolos con el amor que recibe del Padre (cfr. Jn 15,9-15). Amar a Jesucristo es una correspondencia a su amor.
Según San Juan de Ávila la oración es condición imprescindible para ser sacerdote, porque ella en sí misma es apostólica: «que no tome oficio de abogar si no sabe hablar», decía (Plática 2ª). A los Obispos les recomienda que no ordenen a quienes no tengan el don de la oración (Plática 2ª). La intimidad del sacerdote con Jesucristo se manifiesta particularmente en la Eucaristía. Así lo expresa el Maestro Avila: «el trato familiar de su sacratísimo Cuerpo es sobre toda manera amigable… al cual ha de corresponder, de parte de Cristo con el sacerdote y del sacerdote con Cristo, una amistad interior tan estrecha y una semejanza de costumbres y un amar y aborrecer de la misma manera y, en fin, un amor tan entrañable, que de dos haga uno» (Tratado del Sacerdocio, 12).
Él era un amigo apasionado de Jesucristo. ¡Cuántas horas pasó ante aquel crucifijo que tenía en su oratorio y que todavía hoy podemos contemplar aquí con emoción! Ante ese Cristo crucificado -objeto de su amor y su predicación, como para San Pablo-, se deshacía en los sentimientos de afecto que nos ha transcrito en su tratado del Amor de Dios con estas palabras: «No solamente la cruz, más la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor. La cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados. Los brazos tienes tendidos para abrazarnos. Las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies enclavados para esperarnos y para nunca poderte apartar de nosotros. De manera que, mirándote, Señor, en la cruz, todo cuando vieren mis ojos, todo convida a amor: el madero, la figura, el misterio y las heridas de tu cuerpo. Y sobre todo, el amor interior me da voces que te ame y nunca te olvide mi corazón» (Tratado del Amor de Dios, 14).
Creo, queridos hermanos sacerdotes, que hoy, instados por tantas demandas y preocupados por tantas cosas, necesitamos fortalecer esta dimensión de la caridad pastoral. Nuestros presbiterios tienen que mejorar en oración y en contemplación, en tiempo gratuito dedicado al Señor, donde vayamos adquiriendo los mismos sentimientos de Cristo. Tenemos que idear todavía más formas de apoyo para que nuestros sacerdotes cuiden este aspecto fundamental del ministerio. Como decía el Papa en su última carta a los sacerdotes, hemos de entrar «en la escuela de la Eucaristía» y encontrar en ella el secreto para vencer la soledad, el apoyo contra el desaliento, la energía interior que reafirme nuestra fidelidad. Así lo han hecho tantos sacerdotes a través de los siglos. Así lo hizo de una manera muy notable nuestro patrono.
4. La contemplación del Buen Pastor que ha entregado su vida por amor, le llevará al sacerdote a corresponderle en igual sentido: «si me amas, pastorea mis ovejas». Ésta es la segunda dimensión de la caridad pastoral: la dimensión que podemos llamar eclesial. El santo Maestro Avila nos ha dejado ejemplo de ello. Hizo de su vida una ofrenda eucarística, signo de la caridad de Cristo que se da a los demás, siempre en comunión con la Iglesia y pendiente de las necesidades de los hombres. Su afán evangelizador, sus sermones caldeados de fuego apostólico, sus muchas horas de confesionario, su tiempo programado y dedicado al estudio, su preocupación por la vida espiritual y lo que hoy llamamos formación permanente de los sacerdotes, la fundación y mantenimiento de colegios, sus iniciativas catequéticas, la dirección espiritual, la abundante correspondencia… Todo ello son muestras de esa entrega que duró hasta el final de su vida, ya lleno de achaques. Una vida desgastada por el Evangelio.
El venerable dominico Fray Luis de Granada, que tan de cerca lo trató, escribía sobre sus años de retiro -que no de jubilación- aquí en la casa de Montilla: «Cuando acertaba a venir alguna persona, aunque fuese de baja suerte, estando él comiendo, se levantaba de la mesa a oirla, y a los que desto se maravillaban decía que él no era suyo sino de aquellos que lo habían menester». ¡Santa expropiación la de este sacerdote que entrega la vida del todo y por amor!
Hoy más que otras veces nos es preciso este ejemplo. En un mundo cambiante parecen darnos más miedo los compromisos definitivos. En una cultura de fragmentación y de libertad nos resulta más difícil entender y vivir nuestro sacerdocio como una vocación de entrega total y a tiempo pleno. Podemos tener la tentación de reservarnos demasiados espacios y tiempos para nuestra vida privada. Hoy más que nunca debemos apostar contra corriente por la paradoja evangélica: «El que se reserva su vida la pierde, el que la entrega por Cristo y el Evangelio la gana» (cfr. Mc 8,35). Solamente si entendemos y vivimos nuestro sacerdocio no con sentido funcionalista, sino de configuración con Jesucristo, seremos capaces de ello.
5. Estas dos vertientes de la caridad pastoral -el amor al Buen Pastor y a sus ovejas- son la clave de la santidad y la espiritualidad sacerdotal. Juan de Avila sabe y comenta que para cumplir bien con el oficio de cura de almas «son menester muchas y muy buenas partes» (Tratado del sacerdocio, 36), como: prudencia, paciencia, fortaleza, conocimiento de teología y moral, diligencia, castidad, eficacia en la palabra y oración. Pero dirá: «Sobre todo conviene al cura tener verdadero amor a nuestro Señor Jesucristo, el cual le cause un tan ferviente celo, que le coma el corazón con pena de que Dios sea ofendido, y le haga procurar cómo las tales ofensas sean quitadas, y que sea honrado Dios y muy reverenciado, así en el culto divino exterior como en el interior, teniendo para con Dios corazón de hijo leal y para sus parroquianos de verdadero padre y verdadera madre» (Tratado del Sacerdocio, 39).
Este amor y este celo apostólico os deseo, junto con mis hermanos en el Episcopado, en este día de fiesta y gozoso compromiso, a todos los sacerdotes aquí presentes y a todos los demás presbíteros de cada una de nuestras Diócesis. Que esta Eucaristía concelebrada junto a las reliquias del cuerpo de San Juan de Avila gastado y desgastado por el Evangelio, sea signo y semilla fecunda de unas vidas sacerdotales cada vez más entregadas y de nuevas vocaciones para nuestros presbiterios.