Mis queridos hermanos y amigos:
«Huellas de la Trinidad». Así se les llama a los contemplativos y contemplativas en el lema de la Jornada «Por Orantibus» de este año del Gran Jubileo del 2000 que coincide, como viene siendo habitual en España, con la Fiesta de la Santísima Trinidad. Porque ciertamente de esta bellísima forma se podría definir lo más característico de la vocación y función de los contemplativos y, muy especialmente de las contemplativas, en la vida y misión de la Iglesia. El Santo Padre en la Exhortación Postsinodal «Vita Consecrata» de 1996 precisa así la misión de la vida consagrada en la Iglesia y en el mundo: «la vida consagrada realiza por un título especial aquella C o n f e s s i o T r i n i t a t i s que caracteriza toda la vida cristiana, reconociendo con admiración la sublime belleza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y testimoniando con alegría su amorosa condescendencia hacia cada ser humano» (Vita Consecrata, 16). La expresión más nítida de esa Confessio Trinitatis, propia de todos los consagrados en la Iglesia, se da en los consagrados contemplativos (Cfr. Verbi Sponsa, 3).
Los contemplativos prestan a la comunidad eclesial un servicio eminente al mantener en ella viva y operante la conciencia de que la Iglesia pertenece, como su definitiva fase y al modo de «un sacramento o signo e i y redimido por El al tomar la forma de siervo por nosotros, sin rehuir la muerte y una muerte de Cruz. Él, constituido en su Cabeza por el Misterio de su Pascua – por su Resurrección, Ascensión al Cielo y el envío del Espíritu Santo- la santifica continuamente, de manera que «los creyentes pudieran ir al Padre a través de Cristo en el mismo Espíritu», como nos enseña el Concilio Vaticano II; o, con palabras textuales del mismo Concilio, de tal modo, que toda la Iglesia aparezca «como el pueblo unido p o r l a u n i d a d d e l P a d r e, d e l H i j o y d e l E s p i r i t u S a n t o» (Cfr. LG, 4, con 1-3).
Los consagrados y consagradas con el carisma de la contemplación han prestado a la Iglesia en todos los tiempos un servicio inestimable e insustituible, pero singularmente precioso en el nuestro, a saber: el de recordarle que su origen no viene de los hombres, que su estructura más íntima se desprende del Misterio del Amor de Dios revelado en Jesucristo, que su fin y razón viva de ser no consiste en el triunfo del poder y de los éxitos humanos, puramente temporales y mundanos, sino en la instauración del Reino de Dios «manifestado en la propia persona de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que vino a servir y a dar la vida en rescate por muchos» (LG,5); o, lo que significa lo mismo, el de hacerle constantemente presente a la Iglesia, que ella crece y es fecunda tanto más cuanto más se santifica y ama con el Corazón de Cristo Crucificado y Resucitado. A la tentación de «la temporalización» y «utilización mundana» y «pragmática» de la Iglesia, a la que tan fácilmente se sucumbe con los más diversos pretextos y objetivos de eficacia histórica – más sutiles hoy que en otras épocas de su historia- , la vida consagrada contemplativa opone eso que Santa Teresa de Lixieu – Santa Teresita del Niño Jesús- , hija de la gran reformadora de la vocación contemplativa en la vida de la Iglesia Católica moderna y contemporánea, Sta. Teresa de Jesús, consideraba lo inconfundible de su vocación de carmelita: «ser el amor en el corazón de la Iglesia».
El servicio a la Iglesia de los contemplativos trasciende por ello el plano de lo meramente teórico y abstracto. Contribuye, por una parte, a esa vitalización interior imprescindible que ella necesita y que proviene del Espíritu Santificador; y, por otra, mantiene apremiante la urgencia de recuperar y de apreciar lo que sustenta y alimenta la práctica de toda existencia cristiana: la oración buscada y practicada en la soledad interior y en el silencio, la escucha de la Palabra de Dios y el ejercicio del culto divino, en especial de la piedad eucarística, como alimento y culminación del trato personal con el Señor; la ascesis y abnegación oblativa de la vida, en comunión con el amor pascual y sacerdotal del Señor, fuente inagotable del amor fraterno… Las comunidades contemplativas nos ayudan, además, en el poner las bases y en alimentar día a día los vínculos de toda comunión eclesial y de sus variadas realizaciones en la Iglesia Universal y en las Iglesias Particulares.
María, la Virgen de Belén y de Nazareth, la de la contemplación del Niño Jesús y del Hijo Crucificado, la Asumpta al Cielo, quiera asistir maternalmente a los contemplativos en el propósito de renovar la fidelidad a su vocación en comunión con el Magisterio de la Iglesia, y a todos los Pastores y Fieles, en el cultivo y oración por las vocaciones para lanstrumento», al Plan de Salvación decretado eterna y libremente por el Padre para salvar al hombre: creado en el Verbo, el Hijo, vida contemplativa, de vital importancia para el futuro de la Iglesia. Que Ella nos guíe como «Estrella de la Nueva Evangelización» por los caminos de los hombres más pobres y necesitados de nuestro tiempo para que acertemos a mostrarles «las huellas de la Trinidad» en la Iglesia y en el mundo, las que marcan la buena y verdadera dirección: la de su salvación.
Con mi afecto y bendición,