Mis queridos hermanos y amigos:
Mis queridos jóvenes:
Está a punto de acabarse el curso y de que den comienzo vuestras vacaciones. Ha sido éste, y está siendo, un año singular: para los cristianos y, aún, para toda la humanidad. Es el Año Dos Mil «de la Encarnación y Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo». Año de Gran Jubileo: de la esperanza gozosa y de la renovación honda de nuestra alegría, nacida del manantial fresco e inagotable del perdón, de la reconciliación y del amor infinito de Dios Padre que nos lo ha dado en su Hijo, Jesucristo, por el don suavísimo y transformador de su Espíritu. ¡Un Año verdaderamente de Júbilo!
Os invito, mis queridos jóvenes de Madrid, a vivirlo a fondo, hasta lo más íntimo del encuentro con Aquel, el Señor Jesús, que es el Hijo de María e Hijo de Dios. Porque «Jesús de Nazareth es Dios-con-nosotros, el Enmanuel: quien le conoce, conoce a Dios; quien le ve, ve a Dios; quien le sigue, sigue a Dios; quien se une a Él, está unido a Dios» (Mensaje del Santo Padre, XV Jornada Mundial de la Juventud; cf. Jn 12, 44-50). Una oportunidad excepcional se nos ofrece para ello —os la ofrece Él mismo a todos vosotros— en «el corazón del Gran Jubileo» —según expresión de Juan Pablo II—: la XV Jornada Mundial de la Juventud en Roma con el Papa, los días 15 al 20 de agosto próximo.
Mi invitación de hoy se presenta como eco fiel y vibrante de la invitación que os ha dirigido el propio Santo Padre, el último Domingo de Ramos. Os la hago precisamente en el día en el que toda la Iglesia de España le recuerda en la veneración, obediencia y amor filiales rogando fervientemente al Señor por su persona y ministerio. El Papa es el Sucesor de Pedro, Vicario de Cristo, Pastor de la Iglesia Universal. Juan Pablo II mantiene vivo hoy en medio de la Iglesia el servicio y testimonio de Pedro para que no decaiga, ni desmaye nuestro Sí a Cristo; para que lo formulemos en el lenguaje diario de toda la existencia como un Sí de una fe renovada y plena de esperanza, y de un amor sin límites, cuyo centro es Él, el Salvador del mundo. Su alimento y campo de cultivo: la Comunión de la Iglesia. Sus frutos y expresión más inequívoca: los compromisos y obras de amor con nuestros hermanos, especialmente los más jóvenes y necesitados. ¡Son tantos los jóvenes de Madrid y del mundo que han perdido el sentido, la verdad y la razón de vivir! Son numerosos los que han acabado víctimas de las más variadas y refinadas explotaciones y esclavitudes: de su cuerpo, de su trabajo, de su personalidad interior, de su corazón y de su alma.
Junto al Sucesor de Pedro queremos revivir en Roma, en representación de los jóvenes de todo el mundo, el encuentro con Jesús, camino de Cesarea de Filipo, el que narra San Mateo en su Evangelio; y también el de la orilla del Lago de Tiberíades que tiene lugar después de su Resurrección, y que relata San Juan. Muchos de los jóvenes de hoy, incluso los de nuestro entorno más próximo, no saben de Cristo u opinan equivocadamente de Él. Y, nosotros mismos… ¡cuántas veces vacilamos! El Señor, como entonces lo hizo con sus discípulos, nos actualiza la pregunta: «Quién dice la gente que es el hijo del hombre… Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro se adelanta y responde también ahora como en aquel momento clave para el nacimiento de la Iglesia y el testimonio universal del Evangelio: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (cf. Mt 16, 13-20). También es Pedro a quien Jesús, ya Resucitado, se dirigirá después de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades para preguntarle por tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó —y su contestación sigue viva y actual en esta hora grave y prometedora de la Iglesia—: «Sí, Señor, tú sabes que te amo. Entonces Jesús le dijo: Apacienta mis corderos». A la tercera vez, que Jesús le pregunta, Pedro se entristeció. ¿Es que Jesús dudaba de la fidelidad de su amor? No, lo quería preparar para las consecuencias que de ese amor se iban a derivar para el futuro de su vida apostólica: «Te aseguro que cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas a donde querías; mas, cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá a donde no quieras ir». Añade el Evangelista: «Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios. Después añadió: Sígueme» (cf. Jn 21, 1-19).
Pedro es hoy Juan Pablo II.
Mis muy queridos jóvenes de Madrid: ¿Verdad que necesitamos renovar con quien es hoy «Pedro» para la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo el SÍ de la profesión plena, empapada de todo nuestro ser, sin tapujos, de la Fe en Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador? ¿Y que urge proclamar en Roma, como la ciudad más universal, «la católica», ante el mundo y para los jóvenes de toda la tierra y en su nombre: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (cf. Mt 16,16)? ¿Y reiterarle con la misma fuerza, y en el mismo lugar, «la Ciudad Eterna», como Pedro y con Pedro: «Sí, Señor, tú sabes que te amo»? Queremos decírselo —lo deseamos ardientemente— como una promesa única, con el impulso vigoroso del que está dispuesto a compartir ese amor con todos los hombres sus hermanos: los próximos y los lejanos. Sin superficialidades ligeras o hipócritas y sin inconstancias, fruto de la comodidad y de la debilidad egoísta. Lo cual sólo es posible con Jesús mismo, con su Amor, viviendo su vida, buscándole en la escucha de la Palabra, en la participación en los Sacramentos, especialmente, de la Eucaristía y de la Penitencia. Tratando de ser y existir en Él, según el modelo del otro gran Apóstol de la Roma de los primeros Mártires, Pablo, el apasionado de Cristo, que todo lo cifraba en vivir en el Señor: no soy yo sino es Cristo quien vive en mí, decía (cf. Gal 2, 20). O, lo que es lo mismo, tratando de ser santos. Lo que supera las fuerzas humanas, pero no las que provienen del Jesús que «camina con vosotros, os renueva el corazón y os infunde valor con la fuerza de su Espíritu» (Juan Pablo II, Mensaje XV JMJ 3).
Mis queridos jóvenes de Madrid: Vosotros habéis sido partícipes incansables y generosos de todas las Jornadas Mundiales de la Juventud, ya celebradas. Habéis ayudado a portar la Cruz del Año de la Redención a todos los jóvenes del Mundo, desde Roma en 1985 y Santiago en 1989 pasando por Czstochowa, Denver y Manila, hasta París en 1997, física y espiritualmente, con el talante humilde del peregrino y con el entusiasmo ardiente del apóstol. Vuestro distintivo ha sido el típico de todas las generaciones de los jóvenes católicos de Madrid: el de la generosidad misionera. Habéis mostrado la Cruz gloriosa de Cristo con gestos y palabras como lo que es: «como signo de amor del Señor Jesús para la humanidad y como anuncio que sólo en Cristo muerto y Resucitado hay salvación y redención».
¡Vayamos a Roma unidos a los jóvenes de los cinco continentes, siguiendo la llamada que nos hace el Papa! Con su estilo tan propio, el del testigo valiente del Evangelio nos interpela: «¡no tengáis miedo de ser los santos del nuevo milenio!». Digámosle: ¡No, no tenemos miedo! Nuestro proyecto de vida, por la gracia y el amor de Nuestro Señor Jesucristo y con la mediación materna de la Santísima Virgen, su Madre y la Nuestra, no conoce otra meta, ni otro contenido que la santidad. Ni más, ni menos. «Contad con él —con Cristo—, creed en la fuerza invencible del Evangelio y poned la fe como fundamento de vuestra esperanza» (Juan Pablo II, Mensaje JMJ 3). Se anuncia el alba de una nueva primavera de vida cristiana, espléndida en frutos de justicia, de amor y de paz, cuando asoma en el horizonte el Tercer Milenio de la Iglesia y de una humanidad nueva. ¡Anunciadla y vividla ya en vuestra peregrinación a Roma en la XV Jornada Mundial de la Juventud!
¡Que Santa María del Camino os acompañe; y que Santiago Apóstol os ampare en todos vuestros pasos!
¡Hasta Roma, junto a los sepulcros de Pedro y de Pablo! ¡Con el Papa y los jóvenes del mundo —»esa inmensa riada juvenil nacida en las fuentes de todos los países de la tierra»—!
Con todo afecto y mi bendición,
Vuestro, en el Señor Jesús,