«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
(Mt. 22,21).
Mis queridos hermanos y amigos:
La conocidísima respuesta de Jesús a la pregunta capciosa de enemigos suyos sobre la licitud y el deber de pagar impuestos a las autoridades romanas que ocupaban y gobernaban su patria, Palestina, ha iluminado siempre la conciencia de la Iglesia y de los cristianos en sus relaciones con el Estado y la comunidad política. También hoy. Su campo de aplicación cambia con los tiempos y las circunstancias históricas, pero su validez sigue inalterable.
De algún modo la distinción que establecía Jesús entre el orden de las realidades religiosas y el de las realidades políticas significaba un cambio radical en los principios teóricos y prácticos por los que se regía hasta entonces el binomio religión y política en todos los ámbitos culturales conocidos, incluido el del Pueblo de la Alianza, el pueblo elegido de Israel, su propio pueblo. Por ello desconcertó tanto a sus oyentes: a los que le acechaban para perderle y hasta a sus propios discípulos. Y no es extraño, tampoco, que aún después, cuando a la Iglesia, fiel a la enseñanza de los Apóstoles y guiada por la luz del Espíritu Santo, le fue revelado el sentido hondo de las Palabras de Jesús, le costase a veces aplicar con todas sus consecuencias en la vida de los fieles y en la actuación pública de los pastores lo que de ellas se derivaba como criterio de la existencia cristiana al afrontar sus compromisos con las realidades, valores e instituciones de este mundo: no sólo con las del orden político y jurídico, sino también con la economía, la sociedad y la cultura.
Jesús dejaba claro para siempre, con aquella revolucionaria sentencia y con su inequívoca «explicación» en su muerte en la Cruz, que las exigencias derivadas de la Ley de Dios y de su Amor no estaban a disposición de ningún poder humano. Su soberanía se alzaba por encima de cualquier instancia o autoridad de este mundo. Pero, a la vez, reconocía el valor y la legitimidad moral, fundada en la misma ley divina, de la autoridad de los hombres, rectamente establecida y ejercitada en la vida social y política. Acoger el Evangelio supondría, por consiguiente, para la Iglesia y para todos sus hijos desde los primeros momentos de la primitiva comunidad cristiana la disponibilidad para aceptar el martirio, si fuese preciso; a la vez que la decisión de participar en todas las tareas y afanes del hombre en la edificación de este mundo con toda la generosidad y la nobleza del que ha conocido el amor de Dios que supera toda medida humana.
El desafío espiritual y pastoral, que se esconde en el «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», vuelve a estar de actualidad en una coyuntura histórica como la nuestra en que la cultura del éxito económico a cualquier precio se impone cada vez más avasalladoramente en la estimación popular –alimentada por poderosas corrientes de información mediática–, en la configuración de la vida pública –la social y la política–, y en la conciencia de las personas. Triunfan los que se enriquecen vertiginosamente. Los valores más neta y esencialmente humanos como son el del respeto a la vida de todo ser humano, aún el más indefenso, y el de la protección del matrimonio y de la familia, de los niños y de los jóvenes, su formación integral, y su educación religiosa, la cultura en su significado más trascendente, la solidaridad sincera con los más pobres y necesitados, el aprecio por el tiempo del descanso, configurado como un marco personal y familiar, incluso público, para la recuperación de lo más valioso que posee el hombre en lo material y en lo espiritual –marco que en nuestros países de milenarias raíces cristianas lleva el nombre de El Domingo, Día del Señor–… empalidecen ante la primacía de los objetivos económicos. Y, lo que es más preocupante, ganar dinero pronto y fácil se está convirtiendo en el ideal de vida de muchos de nuestros contemporáneos.
Lo que está a debate hoy en la forma de articular la presencia cristiana en el mundo no es tanto la postura ante la estructura y funcionamiento de la comunidad política, inspirada felizmente en los principios del Estado social y democrático de derecho, cuanto la línea de comportamiento a seguir ante una globalización de la sociedad y de «los poderes sociales» cuya norma e ideal supremos no parecen ser otros que los del resultado económico. Valdría citar aquí otro dicho evangélico: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
El futuro, no sólo el trascendente de nuestras vidas, sino también el de la sociedad va a depender decisivamente de si aprendemos o no a dar a Dios lo que es de Dios, y a valorar los bienes de la sociedad actual a la luz del amor de Dios: con renovado vigor y asumiendo las nuevas formas de autenticidad cristiana a la que nos invita el Gran Jubileo y su permanente llamada a la conversión.
Con María, la Esclava del Señor, y con su ejemplo y compañía, podremos avanzar en ese camino: el de su Hijo, el Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación.
Con todo afecto y mi bendición,