El sacerdocio ministerial, sacramento de Cristo
Señor Cardenal, Señores (Arzobispos y) Obispos, Señores sacerdotes y diáconos:
Es para mi una gran alegría estar hoy en Colonia. Siempre me encuentro bien en estas queridas tierras de Alemania. Pero la ocasión que nos convoca aquí esta tarde tiene un significado muy especial y entrañable. Celebramos el vigesimoquinto aniversario de la ordenación episcopal del Pastor de esta Iglesia de Colonia, el muy querido amigo, cardenal Meisner; también los señores obispos Dick y Pögler celebran la misma efemérides. Agradezco mucho al Sr. Cardenal que haya querido ofrecerme esta tribuna en una jornada tan señalada para él, para sus obispos auxiliares y para toda la archidiócesis. De este modo se me ha brindado la ocasión de venir a Colonia y de compartir personalmente con todos ustedes la alegría de esta celebración. Pero además se me ofrece también la oportunidad de esbozar algunas reflexiones sobre el sentido -último de aquello que festejamos encarnado en la vida de nuestros hermanos, es decir, del sacerdocio ministerial en la Iglesia, cuya plenitud es conferida a quienes son llamados al episcopado. ¡Estar en Alemania, con amigos queridos, y hablar del sacerdocio de Cristo! ¿Qué más podría pedir yo hoy? Muchas gracias, pues, y que Dios se lo pague.
Voy a comenzar con unas breves referencias a alguna de las experiencias que hoy se hacen en la Iglesia con el ministerio sacerdotal, unas positivas y otras no tanto; luego recordaré algunos rasgos del sentido sacramental que la Iglesia otorga al ministerio de los obispos y de los sacerdotes y, por fin, aludiré a alguna consecuencia de las que se derivan para nuestra existencia sacerdotal del carácter sacramental del ministerio ordenado.
1. Experiencias con el ministerio sacerdotal
Si atendemos a las cifras globales, hemos de manifestar nuestra satisfacción y, sobre todo, nuestro agradecimiento al Señor de la mies por el aumento que viene experimentando en estos últimos años el número de sacerdotes diocesanos en el conjunto de la Iglesia. Mientras que en 1985 se contaban en todo el mundo 253.319 sacerdotes seculares, en el año 1997 eran unos diez mil más, alcanzando el número de 263.521(1). Esta evolución positiva nos ayuda a no dejamos atrapar por ciertos pesimismos, siempre injustificados. Es cierto que el incremento hay que atribuirlo principalmente a las iglesias más jóvenes, las de los países más pobres de Asia, África y América del Sur y que, en cambio, en Europa y América del Norte el número de sacerdotes sigue disminuyendo. Pero incluso aquí, entre nosotros, podemos observar que, al menos en algunos países, como España, se ha dado un cambio de tendencia, también desde hace más o menos quince anos: las ordenaciones siguen siendo menos que en la época anterior al Concilio, pero se han incrementado a partir de los ochenta, manteniendo ese nivel. En algunas diócesis, como gracias a Dios sucede en la nuestra de Madrid, la situación no es nada mala. Recibimos cada curso en el Seminario Mayor en tomo a los veinticinco candidatos y ordenamos cada año un número aproximado de veinte nuevos sacerdotes. Habrá que mejorar todavía, pero no somos pesimistas. También los nuevos movimientos y comunidades eclesiales se muestran, por su parte, como viveros fecundos de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Están todavía vivas en nuestra memoria las emocionantes y fecundas celebraciones vocacionales celebradas con motivo de los dos recientes encuentros de jóvenes con el Papa Juan Pablo 11, en Galilea y en Roma.
El Señor no abandona a su Iglesia. Se lo agradecemos de corazón. Por eso deseamos mantenemos lúcidos ante algunas valoraciones de la situación actual del sacerdocio ministerial que son difícilmente compatibles con nuestra fe y nuestra esperanza. Circulan interpretaciones nada felices de la eclesiología del Concilio Vaticano 11, que en ocasiones son aducidas para tratar de justificar planteamientos doctrinales y pastorales que se han mostrado ya como bien poco fructíferos en la evangelización de nuestra sociedad y, más en concreto, en la promoción de las vocaciones sacerdotales. Me refiero a ciertas propuestas, más o menos explícitas, que siembran la duda acerca de la conveniencia o la necesidad del ministerio ordenado tal y como lo ha entendido y vivido la Iglesia. Ante la crisis sacerdotal, felizmente en vías de superación en muchas partes, no ha faltado quien pensara que ésta sería la ocasión propicia para inventar un «nuevo modelo» de Iglesia en el que ya no se diera lo que considera una nefasta división del Pueblo de Dios en ordenados y laicos. De este modo, se imagina ilusamente que la superación de la crisis vendría de la mano del abandono de la imagen católica del sacerdote o incluso de la minimización o desaparición progresiva del sacerdocio mismo. Detengámonos un poco en estas ideas.
La escasez de vocaciones ha sido saludada por algunos como un signo de los tiempos: Dios manifestaría a través de este hecho su voluntad de que la Iglesia volviera de nuevo a aquellos comienzos en los que la comunidad cristiana no se habría visto todavía contaminada por concepciones y costumbres ajenas al Evangelio. Piensan que la institución del sacerdocio no es originariamente evangélica, sino más bien pagana. Desde el siglo 111 se habría ido infiltrando en la Iglesia la terminología y la práctica de un sacerdocio centrado en el culto y en los sacrificios propiciatorios que nada tendría que ver con los ministerios cristianos. La religión del Imperio romano se habría ido apoderando de la fe Cristo. De modo que se habría ido constituyendo una casta sacerdotal masculina, celebataria y cada vez más apartada del pueblo fiel, al que habría ido expropiado progresivamente tanto de su carácter de comunidad de iguales ante Dios como de su verdadero sentido de pueblo sacerdotal. Este desarrollo, evidentemente contradictorio con el Evangelio, habría hallado su punto culminante en el Concilio de Trento.
El Concilio Vaticano II, con su vuelta a las fuentes evangélicas, es interpretado entonces como una ruptura frente al estado de cosas descrito, es decir, como un distanciamiento respecto a la tradición de la Iglesia, que desde bien pronto habría ido alejándose del Evangelio. Dicha ruptura o distanciamiento -que se reconoce que es sólo parcial o, según se dice, todavía no del todo «valiente y decidida»- se mostraría en dos campos complementarios: por un lado, en el nuevo papel que el Concilio reconoce a los laicos en la Iglesia y, por otro, en la redefinición del sacerdocio como ministerio al servicio de la comunidad cristiana.
Se dice, en efecto, que el Concilio ha vuelto a dar la voz a los laicos en la Iglesia y que ellos han ido recuperando su protagonismo en todos los ámbitos de la vida eclesial. De esta afirmación, tan preconcebida como ambigua, se extrae una conclusión perfectamente coherente con los prejuicios que acabamos de apuntar, pero sin fundamento alguno en la enseñanza conciliar. La disminución de las vocaciones sacerdotales, por más que resulte desconcertante y dolorosa para la mentalidad tradicional, sería un signo de salud evangélica. La llamada crisis sacerdotal no debería preocupamos, porque no es una crisis de la Iglesia de Jesucristo, sino de una Iglesia paganizada que debería ser de nuevo evangelizada en su constitución misma. No estaría, pues, mal que tengamos menos sacerdotes, porque lo verdaderamente bueno sería tener muchos menos o incluso ninguno como los conocidos hasta ahora. Una Iglesia sin sacerdotes, o con muchos menos, sería la Iglesia del pueblo de Dios, todo él sacerdotal, la Iglesia de los hermanos y hermanas en el Señor. Es verdad que no siempre se llega a esta radicalidad en la manipulación del Concilio. Pero, al menos no es infrecuente oír justificaciones de la escasez de vocaciones como algo «natural» y «positivo» que se apoyan en la idea de que el Concilio ha revalorizado el papel de los laicos.
El otro campo en el que el Concilio habría cambiado de rumbo sería el de la redefinición del sacerdocio, entendido ahora como ministerio al servicio de la comunidad. Cuando se tiene que reconocer que la comunidad cristiana, aun siendo una comunidad de iguales ante Dios, no es una masa amorfa, sino un cuerpo vivo y organizado, entonces estos intérpretes tratan de encontrar en los textos conciliares una imagen del sacerdocio como mera función social al servicio de la comunidad. Para ellos tampoco aquí el Concilio habría sido del todo consecuente, pues mantiene compromisos básicos con la idea del sacerdocio como casta contrapuesta al pueblo, pero al menos habría dado el paso decisivo de subrayar el sentido de servicio comunitario propio de cualquier órgano de dirección en la comunidad cristiana. Entre los compromisos inaceptables se suelen apuntar el mantenimiento del celibato y la reserva de la ordenación sólo a los varones. Un ministerio libre de tales condicionamientos estaría en condiciones de prestar el servicio que requieren hoy las comunidades vivas, de fieles conscientes de la dignidad sacerdotal que Cristo les confiere a todos ellos por el bautismo. (2)
Estos planteamientos no sólo suponen, como veremos enseguida, una interpretación inaceptable de la teología católica y, en particular, de la doctrina del Concilio Vaticano II, sino que son desmentidos por las experiencias del sacerdocio ministerial que la Iglesia ha hecho siempre y que está haciendo muy en concreto en estos años. No faltan las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada allí donde las comunidades cristianas son realmente vivas. Precisamente allí donde los laicos asumen en plenitud su vocación de testigos de Cristo resucitado en sus vidas y donde los sacerdotes viven su ministerio con entrega y fidelidad, las vocaciones sacerdotales y de especial consagración florecen con espontaneidad y en número y calidad suficiente para el desempeño de su misión. Son estas experiencias las que nos confortan y nos llenan de alegría. Ellas corroboran nuestra fe en la Iglesia católica, en su fidelidad fundamental al Evangelio de Jesucristo y, sobre todo, en la fidelidad del Señor de la mies a su Iglesia, a la que no abandona jamás. Su palabra sigue cumpliéndose en este final de siglo y de milenio, en circunstancias nada fáciles para la obra evangelizadora de su Iglesia, pero tampoco más difíciles que las de los comienzos y las de otras épocas de su bimilenaria historia: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
2. Sentido sacramental del ministerio episcopal y sacerdotal
2.1. Es verdad que el Concilio Vaticano II concibe el sacerdocio como un ministerio, como un servicio al Pueblo de Dios. Pero la doctrina conciliar no deja duda ninguna respecto al sentido y al contenido de dicho servicio. Los ministros de la Iglesia no son meros servidores puestos por la comunidad para la comunidad misma, es decir, no pueden ser concebidos como funcionarios que cumplen una tarea social de acuerdo con las leyes de la sociología política o de la dinámica de los grupos sociales y religiosos sin más. Es cierto que sin el carisma del gobierno que va aparejado al sacerdocio ministerial, la Iglesia no podría desarrollar su vida como institución permanente y organizada. La comunidad eclesial no es un mero grupo carismático sin estructuración institucional alguna, no cabe duda. Pero con esto no está dicho todo, ni tan sólo lo más importante del significado del sacerdocio ministerial. Este tipo de consideraciones, que se mueven en el terreno de las apreciaciones socio-históricas, no permiten ni siquiera entender por qué el ministerio de servicio al Pueblo de Dios sea precisamente un ministerio «sacerdotal». Quien quiera entenderlo ha de partir de donde parte el Concilio, es decir, de la consideración del «Misterio de la Iglesia». No se puede pretender interpretar correctamente la doctrina conciliar con presupuestos absolutamente dispares de los suyos, como es el caso de la interpretación de las realidades eclesiales desde las puras leyes sociológicas y, menos aún, desde determinadas sociologías lastradas por ideologías que son en el fondo arreligiosas o antirreligiosas. Para entender bien lo que significa el sacerdocio ministerial partimos, pues, de una breve consideración del sentido en el que el Vaticano II concibe a la Iglesia como Misterio.
La Constitución Lumen Gentium basa toda su argumentación en un punto angular, tratado ya en su capítulo primero: la Iglesia es un «misterio» análogo al «misterio» de Cristo. Ella es, ciertamente, un cuerpo social muy complejo, pero la fe ve su esencia más propia con ojos semejantes a aquéllos con los que contempla a Jesucristo. De modo similar a como en Jesucristo no ve sólo una realidad humana particular, a Jesús de Nazaret, sino también al Hijo eterno de Dios, la fe no ve en la Iglesia sólo una realidad social especial, sino un instrumento del designio eterno del Padre: «el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espíritu de Cristo» (LG 8a). Así, en ella se halla ya presente en la historia, aunque «en misterio» (LG 3), el Reino anunciado por el Señor. La Iglesia no se identifica con el Reino de Dios, cuya plenitud esperamos para cuando el Señor Jesús venga de nuevo en su gloria. Pero Dios no ha querido implantar su Reino en el mundo sin la Iglesia o al margen de ella, sino precisamente valiéndose de ella. Por eso dice el Concilio que el Reino de Dios se halla ya presente en ella «en misterio».
Recordemos que, según su sentido bíblico, la palabra «misterio» (en latín, «sacramentum») hace referencia al plan misericordioso por el que Dios lleva adelante su salvación en medio de la historia concreta de la Humanidad a través de un Pueblo determinado. Es el plan que, habiendo estado oculto durante siglos, se ha manifestado ahora plenamente en Jesucristo (Ef 3, 8-12), el cual es llamado, por eso, Él mismo «misterio» o «sacramento de Dios» (Col 2, 2). Jesucristo es el sacramento originario o, podríamos decir, el sacramento de los sacramentos. Pues bien, dado que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, en el que son reunidos todos los que «están en Él», judíos y gentiles, no es extraño que sea en ella donde se nos revele hoy la multiforme sabiduría de Dios (Ef 3, 9) y, por tanto, donde continúe en la historia el misterio divino de la salvación. Así, leemos en la Constitución Lumen Gentium: «Dios, en su gran bondad y sabiduría, queriendo realizar la redención del mundo, ‘cuando se cumplió el tiempo, envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos’ (Gal 4, 4-5)… Este misterio divino de la salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo» (LG 52; cf. PO 22).
En la Iglesia, en efecto, «continúa» activo el misterio de la salvación de Cristo. No es que ella salve por sí misma a los hombres, no es ella el sacramento originario, pero por ella, en su visibilidad histórica y social e institucional, Cristo sigue ofreciendo a todos su salvación. De ahí que la Constitución conciliar sobre la Iglesia comience con aquellas conocidas palabras: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Por su parte, la Constitución Gaudium et spes, sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo, afirma con toda claridad que «todo el bien que el Pueblo de Dios puede aportar a la familia humana en el tiempo de su peregrinación terrena, deriva del hecho de que la Iglesia es ‘sacramento universal de salvación’ -LG 48-, que manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre» (GS 45).
La Gaudium et spes sale así al paso de ciertas interpretaciones reductivas de la realidad de la Iglesia que tienden a verla demasiado» unilateralmente, desde el punto de vista de la comunidad humana que sin duda ella es. Frente a esta reducción sociologista, que recurre al concepto de Pueblo de Dios interpretándolo de un modo populista, el Concilio señala que lo que constituye la especificidad de este pueblo, convocado de entre todos los pueblos de la tierra, es precisamente ser para todos ellos sacramento de salvación, en cuanto actualización mística, pero verdadera, del Cuerpo mismo del Redentor. Comprende mal a la Iglesia quien no la ve como una realidad ante todo espiritual, en el sentido de que es una realidad suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, pues Cristo, «al resucitar de entre los muertos (cf Rom 6, 9) envió su Espíritu de vida a sus discípulos y por medio de Él constituyó a su Cuerpo, la Iglesia, como sacramento universal de salvación» (LG 48). El nuevo Pueblo de Dios no es, pues, un pueblo más, definido por la pertenencia histórica, étnica o política, como lo era también el Pueblo de la primera Alianza. Su seña primaria de identidad es su carácter de misterio, de signo e instrumento de una realidad divina comunicada a los hombres, la comunión trinitaria, que se hace presente por medio la Iglesia en esta historia. Ella es «el Pueblo unido ‘por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo` (LG 4) como dice el Concilio citando a San Cipriano. Por eso, la Iglesia es un pueblo con vocación de universalidad de un modo muy diverso de como lo era ya también Israel. Ella, en efecto, está por principio abierta a todos los hombres de todos los pueblos, como se expresa en el acontecimiento de Pentecostés, y ha sido constituida para todos en sacramento de la salvación de Dios, de su Reino.
2.2. ¿Qué tipo de servicio prestan los ministros ordenados en este Pueblo y a este Pueblo? Su servicio es rico y plurifacético. Ellos predican la Palabra del Evangelio, enseñando autorizadamente la sabiduría de Dios manifestada en Jesucristo; ellos, presiden la celebración de la Memoria de la Pascua del Señor, y administran los demás sacramentos, actualizando la presencia salvífica del Redentor en medio de la comunidad y para cada uno de los fieles; ellos gobiernan al pueblo cristiano, ejerciendo la autoridad para edificarlo en la unidad y la paz siguiendo el ejemplo del Buen Pastor. Pero todos estos servicios o funciones pueden ser justamente reducidos a la designación general de ministerio sacerdotal, porque a través de todos ellos es Cristo mismo quien ejerce, por medio de su Iglesia, su sacerdocio único y supremo, de modo especial en la celebración de la Eucaristía.
En efecto, la Iglesia se constituye como sacramento universal de salvación en virtud de la acción sacerdotal de Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5), «proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (Heb 5, 10). El ser y la acción sacerdotal de Cristo son propios y únicos de Él, único mediador, en quien hombre y Dios se encuentran de una vez para siempre (cf. Heb 9,10). El sacerdocio de Cristo, su obra mediadora y reconciliadora, no deriva, pues, del sacerdocio de la Antigua Alianza ni, menos aún, del sacerdocio de las religiones de los pueblos. Tampoco necesita otro sacerdocio distinto que viniera añadirse luego, en el futuro, al ya ejercitado por Él. Pero el Señor ha hecho partícipe de su sacerdocio a todo el Pueblo de la Nueva Alianza y, de un modo específico, a aquéllos que, en medio del Pueblo, según enseña el Concilio con el Apóstol, han sido constituidos «ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios (1 Cor 4, 1 » (LG 2 1). El misterio de Cristo, del que la Iglesia entera participa, como Cuerpo suyo, prolongándolo y actualizándolo en el tiempo, no se realiza históricamente sin aquéllos que son llamados «administradores» de dicho misterio, que han sido puestos al servicio del «ministerio de la reconciliación… como embajadores de Cristo» (2 Cor 5, 18-20).
Es verdad que el Nuevo Testamento no llama «sacerdotes» a esos embajadores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II, siguiendo una tradición antiquísima, los llama «sacerdotes de la Nueva Alianza», pues sirven al Pueblo reunido y salvado por la acción sacerdotal del Sumo Sacerdote del Nuevo Israel. Así, refiriéndose a los obispos, «que, por institución divina han sucedido a los Apóstoles» (LG 20), el Concilio «enseña que por la consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del orden, llamada, en la práctica litúrgica de la Iglesia y en la enseñanza de los Santos Padres, sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado» (LG 21). De los presbíteros dice la misma Lumen Gentium que, «aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote» (LG 28). «Dios -leemos en el Decreto Presbyterorum Ordinisconsagra a los presbíteros, por medio del obispo, para que, participando de manera especial en el sacerdocio de Cristo, actúen en las celebraciones sagradas como ministros de Aquél que ejerce siempre por nosotros su función sacerdotal en la Liturgia por medio del Espíritu» (PO 5).
El obispo y sus presbíteros, ejercen, según sabemos, un ministerio pluriforme en favor del Pueblo de Dios. Sin embargo, se puede decir que su misión alcanza su cumbre y su significado supremo en la celebración de la Sagrada Eucaristía (cf. PO 5). No se trata de establecer contraposiciones entre las diversas funciones ministeriales, como si la evangelización estuviera en competencia con el culto eucarístico o éste con el gobierno pastoral. Hoy podemos ya dar por superadas viejas disputas que se alimentaban de una errónea comprensión del sacerdocio que era demasiado tributaria de esquemas ajenos al misterio de Cristo. El sacerdocio de la Nueva Alianza, imagen del de Cristo, ha de ser comprendido más bien como una expresión permanente, en el curso del tiempo de la Iglesia, de la novedad incancelable de Jesucristo. De ahí que la celebración de la Eucaristía, el memorial de la Pascua del Señor, sea, por así decir, la piedra de toque del sacerdocio cristiano.
La llamada eclesiología eucarística ha visto muy bien cómo en la celebración de la Eucaristía se hallan las fuentes de la vida de la Iglesia y cómo, a la inversa, la celebración eucarística representa en su plenitud lo que la Iglesia es. La sangre de Cristo, derramada cruentamente en la cruz, es la misma que en la Santa Misa sella «la Alianza nueva y eterna» establecida por Dios para convocar a un Pueblo de redimidos de entre todos los pueblos. Y es este nuevo Pueblo de Dios, presente ya en la comunión de los Doce reunidos en el Cenáculo en tomo a Cristo, el que celebrará siempre la Eucaristía, siguiendo el mandato del Señor. La reconciliación con Dios propiciada por Jesucristo, en su sangre, crea un Pueblo de hermanos que celebra sin cesar el Misterio de la salvación y que, al mismo tiempo, vive siempre de él.
Pues bien, los sacerdotes, cuando, unidos a su obispo, celebran la Eucaristía en el lugar de Cristo, cabeza del Cuerpo de la Iglesia, representan para la comunidad el origen de la gracia que le viene de arriba, de aquella «Cabeza llena de heridas y de sangre» y, al mismo tiempo, actúan como punto de convergencia de la comunidad celebrante, que por medio de ellos, ofrece al Padre el mismo culto espiritual ofrecido por Cristo de una vez por todas en el Calvario.
He ahí la razón por la cual el ministerio eclesial es llamado con razón ministerio «sacerdotal»: porque es sacramento de Cristo Cabeza de la Iglesia, cuyo sacerdocio único e irrepetible representan en la celebración de la Sagrada Eucaristía y en las demás celebraciones litúrgicas, en las que se expresa, a su vez, de modo supremo el carácter sacramental de la Iglesia misma.
Muchas de las comunidades eclesailes procedentes de la Reforma tuvieron dificultades para aceptar este lenguaje y se negaron a reconocer el carácter sacerdotal y sacramental del ministerio eclesiástico, por temor a que con ello se viera menoscabado el carácter único del sacerdocio de Cristo y el principio de la justificación por la fe, así como el carácter sacerdotal de todo el Pueblo cristiano. Gracias a Dios, se han hecho progresos muy notables en la comprensión de la realidad de las cosas, tal y como las ha entendido siempre verdaderamente la Iglesia. De modo que quienes hoy persisten en interpretaciones no sacerdotales y sociologistas del ministerio eclesial, no pueden remitirse a las concepciones reformadas sin más. Por el contrario, como es sabido, en los diálogos teológicos sobre el ministerio eclesial se ha llegado a acuerdos muy notables acerca del carácter sacramental del ministerio. Así, por ejemplo, leemos en uno de los documentos del diálogo evangélico-católico lo siguiente: «Das kirchliche Amt ist nicht von der Gemeinde ableitbar, sondern hat seiner Ursprung in einer göttlichen Sendung und Eisetzung (CA 5: BSLK 58). Daher handeln die Amtsträger in Ausübung ¡hres Auftrags auch nach reformatorischem Verständnis nich in eigenem Namen, sondern repräsentieren die Person Christi, gemäss der Verheisung: «Wer euch hört, der hört mich». Der in Wort und Sakrament eigentlich HandeInde ist Jesus Christus selbst durch die Kraft des Heiligen Geistes» (3). Y, por eso, se afirma también que, dadas las clarificaciones logradas a este respecto, «die wichtigsten Anlässe der reformatorischen Kritik an der Ordination und ¡herer Sakramentalität beseitigt worden (sind)»(4) .
El carácter del ministerio ordenado como sacramento de Cristo que obra la salvación por medio de la Iglesia aparece descrito con concisión, aunque sólo implícitamente, en otro texto ecuménico que me permito también citar para concluir esta segunda parte de mi intervención. Se trata del estudio titulado «Iglesia y justificación». Dice así: «Cuando el Nuevo Testamento, y con él la Reforma luterana, ven lo específico del ministerio ordenado en el hecho de que los ministros sean llamados a predicar públicamente la reconciliación ‘en nombre de Cristo’ (2 Cor 5, 20) y, en consecuencia, a ocupar un puesto ‘frente a la comunidad’, bien que estando ‘en’ la comunidad, esto se halla en correspondencia inmediata con la intencionalidad más profunda de la doctrina de la justificación. Se trata de mostrar que Dios en Cristo se dirige a los hombres para su salvación viniendo ‘desde el exterior, que trasciende todo lo que el hombre sabe, puede y es. El hombre, tampoco el hombre creyente, no es capaz de decirse a sí mismo todo lo que Dios tiene que decirle; y no es capaz de darse a sí mismo aquella salvación que únicamente Dios ha preparado para él. Esta estructura de un movimiento ‘desde fuera de nosotros, para nosotros’ es algo constitutivo de la revelación salvífica de Dios en Jesucristo; es algo que se prolonga en la proclamación del Evangelio ( … ) Por ello Dios instituye el ministerio ordenado, y por ello Jesús llama a sus enviados de entre la gran masa de sus discípulos, en quienes se continúa su propio envío por el Padre ( … ) ‘La presencia de este ministerio en la comunidad es signo de la prioridad de la iniciativa y autoridad divinas en la vida de la Iglesia».(5)
3. Sacramentalidad del sacerdocio y existencia sacerdotal
El sacerdocio ministerial, como sacramento de Cristo que es, está llamado a representar en la comunidad, frente a ella y también ante el mundo la novedad constante de Jesucristo y de su revelación salvífica. Esta sublime vocación y misión supera con mucho nuestras pobres posibilidades personales de hombres pecadores. La eficacia última de nuestro ministerio no depende, gracias a Dios de nuestras capacidades, porque, como hemos recordado, son Cristo mismo y su Espíritu los que reconcilian con Dios y salvan a los hombre por nuestro ministerio en la Iglesia. Sin embargo, no cabe duda de que el modo en el que nosotros vivamos nuestra existencia de sacerdotes afecta mucho a nuestro ministerio, al menos en sus condicionamientos más históricos y coyunturales. Voy a referirme por eso brevemente a algunas consecuencias que se derivan del carácter sacramental del sacerdocio ministerial para nuestra vida como sacerdotes. Lo que les deseo decir puede resumirse en una palabra: vida eucarística; palabra que, a su vez, desdoblaré en otras dos: identificación con Cristo y caridad pastoral.
Hablando a los dos millones de jóvenes reunidos en la celebración de la Eucaristía en Torre Vergata junto a Roma, el pasado día 20 de agosto, el Papa les decía: «al volver a vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida personal y comunitaria: amadla, adoradla, celebradla, sobre todo el domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del amor de Dios a los hombres. Os confío, queridos amigos, este don precioso de Dios, el mayor que se nos ha dado a nosotros, peregrinos por los caminos del tiempo, pero que llevamos en el corazón la sed de eternidad. ¡Ojalá que pueda haber siempre en cada comunidad un sacerdote que celebre la Eucaristía!».
No hay Eucaristía sin sacerdote. Pero tampoco hay sacerdote sin Eucaristía. Si todos los cristianos han de poner la Eucaristía en el centro de sus vidas, como el Papa les decía a los jóvenes en Tor Vergata, los sacerdotes hemos de hacerlo de un modo especial. El sacerdote que celebra el aniversario de su ordenación sacerdotal, celebra al mismo tiempo el aniversario de su primera misa y, con ella, de tantas otras celebraciones eucarísticas que han ido jalonando día a día su vida personal y su servicio fundamental y más sublime al Pueblo de Dios. Celebrar a diario la Santa Misa, como nos aconseja el Concilio (PO 13), no es para nosotros ninguna carga que nos canse y nos fatigue, sino un acercarse muy especial e íntimo a Cristo, fuente perenne de nuestro sacerdocio, en quien hallamos, según su promesa, nuestro descanso en el camino que hacemos por este mundo como embajadores suyos. Porque en la Eucaristía es el Señor mismo quien nos une a su propia vida, entregada por Amor al Padre y a sus hermanos, de modo que obtengamos también nosotros la fuerza necesaria para que, olvidándonos de nuestros propios problemas e intereses, podamos hacer de toda nuestra vida una oblación plena y libre para la gloria de Dios y el bien de los hombres. Sabemos que de otra manera no podríamos «gastamos y desgastamos por el Evangelio» sin acabar perdiendo las muchas virtudes y energías humanas y sobrenaturales que ello exige. Quien ha unido su existencia a la representación sacramental del Hijo de Dios muerto en la cruz, no podrá llevar la cruz de su vida más que uniéndose vitalmente a Aquél a quien representa, el único que, resucitado, ha hecho de la cruz un camino de vida y de Vida eterna. La Eucaristía nos une sacramentalmente a Jesucristo crucificado y resucitado, de tal modo que nuestra vida sacerdotal brille con todo esplendor como sacramento de la novedad de Cristo salvador.
La vida eucarística del sacerdote le conduce a una identificación cada día más plena con Jesucristo. Este año estamos celebrando el V Centenario del nacimiento de San Juan de Ávila, patrono de los sacerdotes seculares españoles. Juan de Ávila, que fue un gran reformador de la vida sacerdotal y cristiana en los años del Concilio de Trento, estaba poseído de la pasión por la identificación del sacerdote con Cristo, la víctima pascual que él representa y consagra en el altar. En el Tratado del sacerdocio escribe: «La misa representación es de su sagrada Pasión de esta manera: que el sacerdote, que en el consagrar y en los vestidos sacerdotales representa al Señor en su Pasión y en su muerte, que le represente también en la mansedumbre con que padeció, en la obediencia, aun hasta la muerte de cruz, en la limpieza de la castidad, en la profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por todos con entrañables gemidos, y ofrecerse a sí mismo a pasión y muerte por el remedio de ellos, si el Señor lo quisiere aceptar. Y, en fin, ha de ser la representación tan verdadera, que el sacerdote se transforme en Cristo,… siendo tan conformes, que no sean dos, mas se cumpla lo que San Pablo dice: Qui adhaeret Deo, unus spiritus est. Esta es la representación de la sagrada Pasión que en la misa se hace; y esto significa tener los brazos en cruz el sacerdote… y todo lo demás. Y con esta tal representación, el Eterno Padre es muy agradado, y el Hijo de Dios bien tratado y servido.» (6)
La identificación personal con Cristo, que todos los santos sacerdotes vivieron, según el carisma propio de cada uno, como expresión del carácter sacramental de su existencia, supone esa unión espiritual con Él que conduce como espontáneamente a un estilo de vida nuevo, semejante al suyo. El sacerdote identificado con Cristo no busca ser servido, sino servir; no busca tanto ser apreciado, cuanto amar y sacrificarse por los demás; no busca el poder y la fama, sino la humildad verdadera. Ése es un estilo nuevo de vida que libera el corazón y desata energías humanas insospechadas.
Quiero recordar en este momento, queridos hermanos, obispos y sacerdotes, a tantos hermanos nuestros en el ministerio que fueron capaces de llegar a dar la vida por Cristo y por la Iglesia en este siglo XX que termina. En mi patria fueron varios miles. Pero tampoco fueron pocos los sacerdotes alemanes y de habla alemana que recibieron la gracia del martirio y que se mostraron preparados para recibirla. Es impresionante el martirologio alemán del siglo XX, Testigos de Cristo, recientemente publicado por encargo de la Conferencia Episcopal Alemana (7) . Se recogen en él los nombres y biografías de muchos laicos y religiosos, varones y mujeres, algunos de ellos conocidos ya en toda la Iglesia, como la copatrona de Europa, Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Pero impresiona el número de los 234 sacerdotes seculares, la mayoría de ellos desconocidos para el gran público, que llevaron su humilde identificación con Cristo hasta la ofrenda suprema de la vida. Muchos de ellos se entregaron muy conscientemente a la muerte, con toda libertad, ofreciendo su vida por los demás, como el Maestro, el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza. Es conmovedor el caso del más joven de todos ellos, el Vikar Klemens Weissenburger, asesinado en 1919 a la edad de 27 años. Cuando el ejército rojo entró en su pueblo natal de SeIz (Odessa), donde ejercía su ministerio, el Vikar Klemens ofrecía su vida, a cambio de la de sus fieles, con estas palabras: «Alle diese Männer sind unschuldig! Ich allein war es, der sie aufwiegelte zu revoltieren. Seien Sie gnädig und haben Sie Mitleid mit den UnschuIdigen». Sus piadosas mentiras no salvaron de la muerte a los 87 hombres refugiados en la iglesia parroquial. Y él murió rezando el Padrenuestro, mientras dos guardias rojos disparaban sobre sus manos elevadas hacia el cielo y un tercero le atravesaba el pecho con la bayoneta (8). Un claro ejemplo, extraordinario, de aquella identificación con Cristo, víctima eucarística, que San Juan de Ávila pedía para los sacerdotes hace quinientos años.
Es posible que a nosotros, queridos amigos, no se nos pida esa misma identificación con Cristo que llevó a tantos hermanos nuestros hasta derramar su sangre. Pero sí que se nos pide a todos una caridad pastoral que sea reflejo del amor del Buen Pastor por todas y cada una de sus ovejas, en particular por las más necesitadas de nuestro servicio y de nuestra presencia. Nuestro servicio sacerdotal, si es fiel y entregado, tendrá, en cualquier caso, los rasgos esenciales del martirio, es decir, de los trabajos, fatigas y padecimientos sufridos por amor a Cristo, al Evangelio y a los hermanos.
La caridad pastoral se expresa, en primer lugar, en nuestra misma vida eucarística y en la administración fiel y generosa de los misterios de la salvación. La celebración cuidada y espiritual de los sacramentos nos exigirá sin duda un tono de vida acorde con lo que celebramos y el sacrificio de nuestro tiempo y de nuestras energías. Tiempo y energías dedicados a preparamos y a preparar a los fieles para la participación en los sacramentos; en particular, a escuchar a los penitentes, a procurar la adecuada catequesis de los jóvenes y a visitar a los enfermos.
Otra exigencia de la caridad del pastor es la enseñanza de la verdad del Evangelio en su integridad y en fidelidad a la Iglesia. Es posible que en este servicio sea hoy especialmente necesaria la paciencia propia del martirio. Hay mucha incomprensión para la fidelidad a la verdad del Evangelio y a la Iglesia. No está lejana todavía la experiencia de lo acontecido con motivo de la publicación de la Declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, la Declaración no trata más que de proclamar la fe de la Iglesia en Jesucristo como el único salvador del mundo y de las mediaciones de su salvación. Con razón se preguntaba Mons. Karl Lehmann en la celebración inaugural de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal de este otoño, refiriéndose a la Dominus Iesus: «Wer hat sie uns denn so verstellt?»(9). Ser fieles a la enseñanza de los Apóstoles es, no cabe duda, una manifestación especialmente valiosa y costosa de la caridad pastoral en nuestros días.
La misma caridad que se expresa también en la cercanía personal a nuestros hermanos que nos ayude a conocer sus necesidades espirituales y materiales, de modo que los servicios diaconales de Caritas y de nuestras asociaciones de servicio dejen translucir la caridad de Cristo que la Iglesia hace presente en una sociedad tan llena de nuevos tipos de pobreza en todos los órdenes de la vida.
Termino. El ministerio sacerdotal, como sacramento de Cristo, está lejos de haber caducado en la Iglesia de hoy; al contrario, como dice el Concilio (PO 1), de él depende en buena medida la vida cristiana de los fieles y la renovación de la vida de la Iglesia exigida por los cambios experimentados por nuestra sociedad. Las circunstancias culturales en las que hoy debemos vivir nuestra vocación no son, creo yo, más difíciles que las de otras épocas. Pero nos exigen paciencia, coherencia y fortaleza. Le damos gracias a Cristo por habernos llamado, sin merecimiento alguno por nuestra parte, a ser servidores de su sacerdocio único y universal. Le damos gracias al Señor de la mies porque sigue enviando obreros a su mies en todo el mundo, incluso en número creciente. Es ministerio del Obispo ayudar a que los ojos de las Iglesias locales se abran a la catolicidad de la Iglesia. En esa catolicidad se muestra también de un modo especial la acción del Espíritu Santo como verdadero conductor del Nuevo Pueblo de Dios, prometido por Jesucristo. Gracias, en especial, por el don del sacerdocio que, como Obispos, han podido ejercer en su plenitud, durante veinticinco años nuestros hermanos, el Sr. Cardenal Joachim Meisner y los Srs. Obispos Dick y Plöger.
Leyenda
(1)Cf. Elenchus Statisticus Ecclesiae, Ciudad del Vaticano, publicación anual
(2) Cf. algunas indicaciones bibliográficas sobre este tipo de utilización del Concilio, en contra del Concilio mismo, en J. A. Martínez Camino, SJ, La formación y la vida de los sacerdotes. Sobre la recepción del Concilio Vaticano II en España, en las Actas del Convegno Internazionale sulla Attuazione del Concilio Ecumenico Vaticano II (Città del Vaticano, 25-27 Febbraio 2000), Roma 2000.
(3)Ökumenischer Arbeitskreis evangelischer und katholischer Theologen, lehrverurteilungen – kirchentrennend? I. Rechtfertigung, Sakramente und Amt in Zeitalter der Reformation und heute, Hrg. Von K. Lehmann und W. Pannenberg, Freiburg in Br./Göttingen 1986, 158
(4) L.c., 161
(5) Comisión mixta católico-luterana, Iglesia y justificación. La concepción de la Iglesia a la luz de la justificación (1994), 188 y 189
(6) San Juan de Ávila, Escritos sacerdotales, ed. Por Juan Esquerda Bifet, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1969, 165s.
(7) Zeugen für Christus. Das deutsche Martyrologium des 20. Jahrhunderts. Herausgegeben von Helmut Moll im Auftrag der Deutschen Bischofskonferenz, 2. Bänder, Pderborn / München / Wien / Zürich 1999
(8) Cf.O.c., Band II, 953
(9) Predigt des Vorsitzenden der Deutschen Bischofskoferenz, Bischof Karl Lehmann (Mainz), beim feierlichen Eröffnungsgottesdienst der Herbst-Vollversammlung ¡m Hohen Dom zu FuIda am Diesntag, 26. Septembre 2000.