Homilía en la Eucaristía de la Solemnidad de Nuestra Señora de la Almudena, Patrona de la Archidiócesis de Madrid

La Almudena y «el alma» de Madrid

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La Fiesta de Nuestra Señora de La Almudena representa siempre, año tras año, el permanente recordatorio de un doble hecho que configura los perfiles de Madrid, los más interiores, más entrañables: su alma. El hecho de que la Virgen esté con Madrid, acompañando a los madrileños en todos los avatares de su vida con un invisible pero indefectible amor de madre; y el de que los madrileños estén con la Virgen: los que la han acogido con intensa devoción filial a lo largo de su milenaria historia y en el presente como a la Madre de todos -una riada inmensa de devotos de todos los sectores sociales de la ciudad y Archidiócesis de Madrid-, los que acuden a ella en los momentos más dramáticos y angustiosos de la existencia e, incluso, los que se consideran no creyentes, pero que le ofrecen el tributo de su respeto.

Hoy, en esta Fiesta de la Almudena, en la Plaza Mayor de la Villa, en el Año Dos Mil del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, queremos proclamar y celebrar que María, La Virgen de La Almudena, Madre de Dios y Madre nuestra, está con MADRID y que MADRID está con MARÍA.

La Virgen de La Almudena está con Madrid

La Virgen de La Almudena está con este Madrid, todavía con las huellas del horror y el dolor de los atentados terroristas perpetrados por ETA en la ciudad en los últimos meses vivas en su memoria, y con las heridas de las víctimas de esas acciones, en las que los terroristas intentan plantar cara a Dios y a su Ley y que tan inicuamente ofenden y destruyen al hombre, frescas todavía en el alma y en el cuerpo. ¿Cómo no recordar a los familiares de los asesinados y a los heridos en al última acción terrorista del pasado día 30 de octubre en nuestra oración de la Eucaristía de esta mañana festiva y cómo no hacerles llegar el testimonio más cálido de nuestro amor y afecto?

La Almudena, la Patrona de Madrid, está hoy cerca de nosotros como lo estuvo en aquellos días de las temibles inundaciones de septiembre de 1648, cuando sus Regidores hicieron el Voto de la Villa: de asistir a su Fiesta «perpetuamente para siempre jamás». Y en mayo de 1808, cuando el pueblo de Madrid se vio enfrentado a una invasión extranjera y a la subsiguiente represión crudelísima de sus ciudadanos… Y en los años de la Guerra Civil, en los que su imagen permaneció intacta y respetada dentro de la Cripta de la que luego sería su Catedral y Santuario. Y ¿cómo no? en la segunda mitad del siglo que termina, en estos últimos cincuenta años de construcción y desarrollo constante, a veces vertiginoso, de sus estructuras sociales, económicas y culturales, al compás del crecimiento de su población. Sí, aquí, en este Madrid de nuestros días, está Sta. María de La Almudena. En el Madrid de brazos abiertos: lugar y comunidad de encuentro fraterno de españoles venidos de todos los puntos de la geografía peninsular, que se prepara para afrontar el reto de la llegada nutrida de emigrantes de todos los países y variadas culturas con el espíritu de la hospitalidad cristiana, dispuesta a recibirlos y a integrarlos como hermanos.

La Virgen ha estado con nosotros, está con nosotros y lo estará para siempre. Los jóvenes de Madrid constituyen la mejor prueba. Ayer se dieron cita en su Catedral para preparar esta Fiesta con una intensa y emotiva vigilia de oración. Allí se encontraron los que han peregrinado y peregrinan a Santiago a la búsqueda de las raíces históricas y espirituales de nuestra fe y los que han peregrinado a Roma por millares en este pasado verano respondiendo a la convocatoria que el Santo Padre había dirigido a la juventud del mundo para celebrar en torno a él la XV Jornada Mundial de la Juventud con motivo del Gran Jubileo. ¡Una inmensa, casi inabarcable, riada juvenil que conmemoraba «al Emmanuel» -al «Dios-con-nosotros»-, reconociendo y anunciando ante el mundo la cercanía inefable e imborrable de Jesucristo en los surcos más profundos de la historia humana cuando busca y enfila ya la ruta del Tercer Milenio! La emoción de aquellos días del agosto romano, henchidos de gozo y de una inédita alegría, expresada en bellísimas celebraciones, fue compartida por los jóvenes madrileños con un talante y estilo de limpio y generoso compromiso con el Evangelio. Estos jóvenes, avanzadilla de una juventud mejor, reflejan como signos de una realizada esperanza esa presencia maternal de la Virgen entre nosotros: ayer, hoy y siempre.

Un futuro de esperanza

Tristezas, temores, desalientos… se mezclan en nuestro ánimo con ilusiones, esperanzas, propuestas de renovación y conversión de cara al futuro de Madrid. La esperanza cristiana, sostenida y alentada por la Virgen y por el poder de su intercesión y amor maternales, se desvela, sin embargo, mucho más fuerte y vigorosa que todas las tentaciones y los peligros que nos acechan desde todas las orillas del mal y del pecado. Tenemos muchas razones no sólo teóricas sino de vida y experiencias cristianas para sentir las palabras del Profeta Zacarías como una invitación que nos interpela directa y próximamente a nosotros: «Alégrate y goza, hija de Sión, que yo vengo a habitar dentro de ti -oráculo del Señor-«. Y, también, para ver cómo se realiza por la presencia mediadora de María en la Iglesia de Madrid, unida en comunión jerárquica con la Iglesia Universal, y en medio de su pueblo, lo que proclamaba aquella voz que el vidente del Apocalipsis veía que salía desde el trono: «Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado».

Madrid está con María

Ese futuro de esperanza para Madrid, que auguramos y pedimos a su Patrona, la Virgen de La Almudena, sólo se consolida y abre camino definitivamente si sabemos estar con María como ella quiere, es decir, dejándola entrar en nuestra casa como lo hizo el Apóstol Juan, actualizando el modo y circunstancias de cómo él la acogió, o sea: recibiéndola de su Hijo en la Cruz y obedeciendo al Crucificado. Colocándonos, por tanto, al lado de Juan para oír a Jesús y, luego, actuar con la presteza con la que él lo hizo: «Mujer ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa».

Ese debería ser -debe ser- el fruto personal y eclesial, nacido de la celebración de esta solemnísima Eucaristía y de la procesión que seguirá a continuación con la imagen de la Almudena hasta su Catedral: el de nuestro compromiso de recibirla en nuestra Casa con la sinceridad de los corazones arrepentidos y convertidos. Lo que viene a ser lo mismo que decir: en nuestras conciencias, en nuestra existencia personal, en la vida del matrimonio y de la familia, en nuestras comunidades eclesiales, en la sociedad y en la vida pública… Para que nos lleve a Jesús, fruto bendito de su vientre: a Jesucristo, Crucificado y Resucitado por nosotros y por nuestra salvación. Pues de eso es de lo que, finalmente, se trata: de creer en El, el Hijo de Dios hecho hombre en su seno, el único Salvador del mundo; de esperar en El; de amarle a El con todo lo que tenemos y somos. Sabiendo que el compromiso de la Fe en el Evangelio, vivido consecuentemente por todos los hijos de la Iglesia, encierra la semilla más vigorosa -en el fondo la esencial- para la renovación moral, ética y espiritual de las personas y de las estructuras sociales que tanto necesitamos.

El compromiso con el Evangelio

Puesto que los que se comprometen con el Evangelio se comprometen con la ley de Dios en su forma definitivamente nueva: la del mandamiento del amor según la medida de Cristo que se entregó por nosotros, la de su donación y oblación sacerdotal en la Cruz, y que se actualiza incesantemente en la Eucaristía.

La «ley nueva» es la única que puede preservarnos de la confusión moral tan extendida en el momento actual frente a los valores más elementales y más primordiales para la convivencia y la fraternidad humanas, dentro y fuera de España. Valores como el derecho a la vida; el sentido y razón de ser de la patria y de la comunidad política; el papel irrenunciable de la familia, nacida del matrimonio fielmente contraído y establemente mantenido, como comunidad indisoluble de amor y de vida, y de su importancia única e insustituible para una procreación y educación de los hijos, digna de la persona humana; la concepción debida de las exigencias constitutivas del bien común; la solidaridad con los pobres… adquieren su configuración plena y su imprescindible viabilidad a la luz de la ley evangélica. Porque es, en definitiva, únicamente «la ley nueva» del Evangelio la que nos hace capaces de comprender la genuina verdad y la especial urgencia de lo que Juan Pablo II llamaba «la necesidad de cultivar la conciencia de valores morales universales» en su Mensaje para la Jornada de la Paz del primer día del Año Dos Mil. Y, sobre todo, la que nos abre a una comprensión firme y completa de que su fundamento no es otro que el de la «la ley moral universal inscrita en el corazón humano».

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor: si se quiere despejar el futuro de la sociedad y del hombre en paz, libertad y fraternidad, habrá que retornar a la lectura e interpretación sincera y humilde de esa «ley natural», «ley del corazón», que el Papa caracteriza con finísima fuerza expresiva como «la gramática del espíritu»; y, luego, seguirla tenazmente. Comprender la ley moral en toda la riqueza de sus contenidos humano-divinos y en la bondad plena de todas sus exigencias éticas, ponerla en práctica sin desfallecer, sólo es posible para la Fe, formada por el amor y en el amor del Dios que nos ha creado y salvado en Jesucristo.

Por ello, nuestro compromiso con María -con María siempre Sí- no puede ser hoy otro, en esta Fiesta tan suya y tan de Madrid, la de Ntra. Señora La Real de La Almudena, en el alba del Tercer Milenio de Jesucristo, que el de empeñarnos con todas nuestras fuerzas en la transmisión de la Fe, de nuestra fe, de la Fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús Señor Nuestro.

Amén.

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