La familia: un valor insustituible para el bien del hombre y de la sociedad
Mis queridos hermanos y amigos:
Se cierra el año 2000 con la celebración del Domingo, Fiesta de la Sagrada Familia, como un preludio providencial de la Jornada Mundial de la Paz y del día de la solemne clausura del Año Jubilar. Parece como si esta confluencia de los calendarios civil, litúrgico y pastoral en torno a la conmemoración solemne de la Familia de Jesús, la Familia de Nazareth, nos invitase a leer «los signos de los tiempos» en el umbral de un nuevo siglo y de un nuevo milenio a la luz de la importancia decisiva de la familia para el futuro del hombre y de la sociedad y, no menos, para la paz del mundo.
Por un lado asistimos a la creación de un ambiente cultural, que condiciona cada vez con mayor fuerza a toda la sociedad y a la comunidad política, en el que se propugna una concepción de la familia, supuestamente pluralista y abierta, pero que en el fondo la ataca y destruye en su misma esencia y fundamento, como comunidad de amor y de vida, nacida del matrimonio fiel del varón y la mujer que se encuentran y donan mutuamente para siempre. La supuesta pluralidad de modelos de familia, igualmente estimables y dignos por igual del reconocimiento y protección jurídica del Estado, que se nos presenta como alternativa a la del llamado, un tanto despectivamente, modelo único de matrimonio tradicional, no hace otra cosa que disfrazar la negación del valor insustituible del matrimonio y de la familia para la formación de la persona humana y para la vertebración básica de la sociedad. Los efectos prácticos de lo que pretende ser la forma cultural de entender y vivir la familia, supuestamente más acorde con la época actual y la única de verdad progresista, se notan cada vez más y con mayor dramatismo: el descenso en picado de la natalidad, el crecimiento espectacular de preadolescentes y jóvenes con graves perturbaciones, incluso psíquicas y físicas, de su personalidad —signos de nuevas orfandades— y, no en último lugar, el desarrollo de un clima de dureza social que termina frecuentemente en violencia y que nos envuelve como insensible aunque imparablemente a todos. Se acusa cada vez más un déficit de amor verdadero, desprendido y entregado, en la trama viva de las relaciones mutuas –las más personales y las más públicas– al debilitarse las formas de expresión y vivencia del amor humano, más nobles y fundamentales: el amor esponsal, el amor materno y paterno, el amor filial, el amor entre hermanos…
Frente a estos datos de la más cercana realidad se nos presenta la Familia de Nazareth como modelo, criterio y fuente de inspiración y de vida, imprescindibles e insuperables a la vez, para saber apreciar y asumir en toda su riqueza humana y cristiana el valor de la familia tal como es querida por Dios en su plan de salvación para el hombre. Dios crea al hombre varón y mujer para que por alianza irrevocable se entreguen y acepten mutuamente en la íntima comunidad de amor y de vida conyugales, que florece y se hace fecunda en los hijos. Y Dios se hace hombre, se encarna de María la Virgen, en el seno de una familia, formada por los esposos María y José, que viven su amor conyugal virginalmente como prueba e instrumento del amor más grande del Dios que nos quiso redimir por la entrega de su Hijo Unigénito, haciéndolo hijo de María y de José, en el Espíritu Santo. No hay otro camino realmente válido para el hombre que el señalado por esta Sagrada Familia de Nazareth, ni otra forma de recorrerlo con éxito que uniéndose íntimamente a ella con la mente y el corazón en la experiencia del matrimonio y de la familia cristiana. Es entonces cuando se vuelve a abrir para cada hombre y para toda la sociedad humana el ámbito originario y primero donde nace y crece la vida, la de cada persona, como destinada a la Gloria y a una felicidad sin fin: la de Jesucristo Crucificado y Resucitado, la de la Pascua nueva y eterna, que comienza a vislumbrarse en toda Navidad, al calor de la Sagrada Familia de Nazareth.
Hoy, en su Fiesta, dos mil años después de su constitución como la Familia del Salvador del Mundo, recordando las gracias abundantísimas que las familias cristianas recibieron en este Año Jubilar –en el Jubileo en Roma con el Santo Padre y en las distintas Iglesias Particulares con sus Obispos Diocesanos–, debemos de decir a los esposos cristianos y a sus familias: no tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo, entrad en la casa y en el hogar de Nazareth, dejaos impregnar por su atmósfera de amor orante y de oración amorosa… Así seréis los testigos que la nueva Evangelización necesita para que llegue a las nuevas generaciones del Año 2001, y las transforme en el amor de Cristo.
Con el deseo y la súplica de que el Señor os conceda esta gracia a todas las familias de Madrid en el nuevo año que comienza, os bendigo y auguro la felicidad y la paz de Dios,