Mis queridos hermanos y amigos:
Ayer, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, se clausuraba el Gran Jubileo del Año Dos Mil de la Encarnación y Nacimiento de Ntro. Señor Jesucristo con el cierre de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro efectuada por Juan Pablo II en el marco de una festiva y multitudinaria celebración eucarística en la Plaza de San Pedro, la última del Año Jubilar. La Acción de Gracias y la Alabanza a la Trinidad Santísima —al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo— se alzaban jubilosas desde el corazón de toda la Iglesia por los innumerables dones y frutos de renovación cristiana y de santidad que fueron germinando y granando en todos los surcos de la vida eclesial a lo largo y a lo ancho del Año Santo: en Roma, Jerusalén y en todas las Diócesis del mundo.
En comunión con el Santo Padre y toda la Iglesia Universal clausurábamos nosotros también en el día de ayer el Gran Jubileo en la Catedral de La Almudena con la «statio» y celebración de la Eucaristía de la Epifanía del Señor, en la que incluíamos la ordenación de un grupo de nuevos sacerdotes. Participábamos así del gozo agradecido y de la alabanza de toda la Iglesia que ha sentido en este Año Santo con renovada frescura la presencia del Señor que venía a nuestro encuentro como el único Salvador de todos los hombres. ¡Cuántos han visto su rostro —el rostro de Jesús— en lo más escondido de sus almas como la luz de la verdad, la fuente de la vida y el camino de la reconciliación y de la esperanza para su futuro: el temporal y el eterno! ¡Cuántos lo han descubierto por primera vez en lo más interior y auténtico de sí mismos, en el centro de sus conciencias, inquietas y atribuladas, ansiosas secreta o abiertamente de verdad y de bien, de misericordia y de gracia, de perdón y de paz! ¡Y cuántos han sido los que le han contemplado según lo había predicho el profeta: como la gloria que amanece sobre nosotros y como la luz a cuyo resplandor caminarán todos los pueblos de la tierra! Y luego han decidido seguirle asumiendo humilde pero firmemente la vocación a la santidad y el propósito de ser sus testigos en todas las situaciones y en todos los lugares de la tierra.
El Año del Gran Jubileo ha sido como una actualización providencial de la Epifanía del Señor para la humanidad de comienzos del nuevo siglo y del nuevo milenio. Jesucristo se ha manifestado a su Iglesia durante el Año Jubilar a través de múltiples, multiformes y riquísimas gracias y signos de su infinito amor, divino-humano, salido de su Corazón Sacratísimo, por sus hijos e hijas; pero para que lo trasmitan y comuniquen a todos sus hermanos, sin excepción, en el ancho campo del mundo y la sociedad de nuestros días; para que no cesen ya de hablar de Él y de invitar a todos, con la fuerza de convicción que brota de la santidad vivida en la perfección del amor, a que vayan a su encuentro, a que no le cierren las puertas de sus mentes y corazones. Se trata de una convicción, experimentada y alimentada en la relación fraterna que va del corazón del hermano al corazón de un hermano, que necesita del amor salvador del Corazón de Cristo.
La Manifestación —la Epifanía— del Señor Jesús, de Jesucristo Nuestro Salvador, se nos ha constituido en el don singularísimo y en el reto preciso de este bendito Año del Gran Jubileo del bimilenario de su Encarnación y Nacimiento en el seno de la Virgen María. Don y reto para todos los miembros de la Iglesia en comunión afectiva y efectiva con el Santo Padre: los Obispos, presbíteros y diáconos, los consagrados y fieles laicos, cada uno según su vocación específica y la gracia recibida y experimentada en las celebraciones y vivencias jubilares. ¡Examinemos nuestra conciencia delante del Señor y veremos con claridad qué es lo que nos pide ante el presente y el futuro de la Iglesia, su instrumento y como su «sacramento universal» de la salvación para los hombres de nuestro tiempo! Estoy seguro de que el resultado de «ese dejarse mirar por Cristo» hasta esas «íntimas junturas» y «entresijos del alma» no ha de ser otro que la constatación evidente de la necesidad de un compromiso apostólico neto: el del servicio sin descansos y sin temores, gozoso y entregado, al anuncio del Evangelio y a la transmisión de la Fe. Así lo ha puesto de manifiesto Juan Pablo II en la Carta Apostólica «Novo Millenio ineunte» dirigida al Episcopado, al clero y a los fieles al concluir el Gran Jubileo del Año 2000, y que acaba de hacerse pública.
La ordenación de los nuevos Presbíteros dentro de la celebración de clausura diocesana del Año Jubilar ha querido resaltar precisamente el carácter apostólico que habrá de revestir este compromiso si quiere ser fecundo. Anunciar el Evangelio en toda su verdad y con toda su autenticidad, fielmente, sólo es posible en comunión con los Sucesores de los Apóstoles y el Sucesor de Pedro, y adoptando el estilo y talante de vida propio de los Apóstoles de Jesucristo.
Asumiremos ese compromiso con el alma pronta y los pies ligeros si entramos en la casa de Belén como los Magos de Oriente, permanecemos en una pausada contemplación del Niño junto a María su Madre y, adorándole, le ofrecemos nuestros regalos: los regalos del oro de nuestro amor, del incienso de nuestro reconocimiento obediente y gozoso, de la mirra de nuestra paciente, crucificada y esperanzada entrega.
María, su Madre y Madre nuestra, no nos abandonará, no nos dejará solos.
Con todo afecto y mi bendición para el Año Nuevo que acaba de comenzar, y que reitero una vez más para los madrileños y sus familias,