La luz de la Iglesia del siglo XXI
Mis queridos hermanos y amigos:
El Papa Juan Pablo II, delante de la Asamblea de los fieles que habían participado en la Eucaristía de la Solemnidad de la Epifanía del Señor con la que se clausuraba el Gran Jubileo del Año Dos Mil del Nacimiento de Ntro. Señor Jesucristo, firmaba una Carta Apostólica, llena de la luz del Espíritu Santo y de la sabiduría del Evangelio, dirigida a toda la Iglesia —al Episcopado, al Clero y a los Fieles— ante el comienzo de una nueva etapa histórica que se abre en su camino de servidora del hombre del nuevo siglo y del nuevo milenio.
En la Carta, el Santo Padre hace balance de un Año extraordinario en experiencias riquísimas de la Gracia del Señor con una lucidez de conciencia eclesial, verdaderamente evangélica, sacando a continuación las consecuencias espirituales, apostólicas y pastorales de lo que el Espíritu del Señor quiso hablar a su Iglesia a través de lo celebrado, ocurrido y vivido en el Año Santo, teniendo en cuenta las perspectivas de un nuevo futuro. El propio Juan Pablo II confiesa abiertamente: «Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro» (NMI, 3).
Un hilo conductor une la «memoria» y la «profecía» del Año jubilar: «el encuentro con Cristo». De ese encuentro habla el Papa como de la «herencia del Gran Jubileo» y como la propuesta y proyecto para el futuro. La tarea que le queda a la Iglesia es Cristo: «un Rostro para contemplar» siempre. De aquí deduce Juan Pablo II un principio práctico para el ejercicio de la misión de la Iglesia y para la existencia cristiana en el siglo XXI: es preciso «caminar desde Cristo» hacia los nuevos tiempos. Sólo caminando desde Cristo surgirán los «Testigos del Amor» que demandan un tiempo recio y una época de encrucijadas y retos formidables para la Iglesia y el mundo como es la nuestra.
«La memoria» del Año Jubilar tal como la traza y desenvuelve el Papa se convierte en un emocionante cántico de las Misericordias del Señor derramadas sin medida sobre los hijos de la Iglesia, que ha actualizado como nunca su condición de «peregrina» por los caminos de la humanidad. Misericordias que alcanzan a todos los hijos de los hombres del siglo recién estrenado, claramente tocados de «una difusa exigencia de espiritualidad», que se manifiesta en «una renovada necesidad de orar». La Iglesia ha peregrinado toda ella, presurosa, al encuentro de Cristo. Ha peregrinado con el Papa a los Lugares Santos de la Tierra de Jesús avivando la conciencia y el testimonio ante el mundo de que «el Cristianismo es la religión que ha entrado en la historia», de que ha llegado ya «la plenitud de los tiempos». Ha purificado su memoria y se ha vestido «el sayal del penitente»; ha besado la Cruz de Cristo con amor arrepentido, adorándolo y venerándolo en la Eucaristía, uniéndose al sacrificio de Jesucristo Crucificado y a su ofrenda sacerdotal al Padre por la salvación del mundo; después de acudir con renovada hondura al Sacramento de la Reconciliación. Ha recordado a los testigos de la Fe, especialmente a los del siglo XX, con gratitud estremecida y valiente a la vez. Han peregrinado sus jóvenes con un entusiasmo por Cristo, desbordante y contagioso. Han peregrinado niños, hombres y mujeres de toda condición y profesión. Han peregrinado las familias… Roma los ha visto atravesar la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro por millones. Las Catedrales y Santuarios de las Iglesias Particulares, distribuidas por todo el orbe católico, también. Se ha suscitado un nuevo dinamismo apostólico. El Papa lo resume con las palabras de Jesús a Pedro: —»Duc in altum»— —»rema mar adentro»— después de haber hablado a la muchedumbre desde su barca (Lc 5,4). Al finalizar el Año Jubilar nos sale desde lo más hondo del alma entonar con el Santo Padre el «Misericordias Domini in aeterunum cantabo»: «Cantaré para siempre las misericordias del Señor».
Los hombres de nuestro tiempo quieren ver a Jesús. Nos piden a los creyentes, como lo habían hecho aquellos griegos que hablaron con el Apóstol Felipe (cfr. Jn. 12,21), no sólo que les «hablemos» de Cristo, sino que en cierto modo se lo hagamos «ver». El dinamismo apostólico, que brota de la entraña misma de la experiencia jubilar, ha de tender, por tanto, a comunicar y trasmitir a nuestros hermanos los hombres del siglo XXI lo que nosotros mismos hemos visto y oído. Se hace urgente poner en práctica aquélla máxima perenne de la espiritualidad cristiana: «contemplata aliis tradere» —entregar a los demás lo que hemos contemplado—. No puede caber duda alguna: el itinerario de la Fe para contemplar el rostro del Señor ha de ser el principio por excelencia de todo el vivir y el quehacer de la Iglesia si quiere responder con fidelidad fecunda a lo que pide la nueva hora de Dios.
De esta exigencia fontal se desprenden luego los otros puntos del programa de Juan Pablo II para la Iglesia del nuevo siglo y del nuevo milenio: el reconocer la primacía de la vocación a la santidad, cultivada en la oración, en la vida sacramental y en una incondicional apertura a la Palabra del Evangelio como premisa de la misión y el testimonio hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia; el vivir la Iglesia como «la casa y la escuela de la comunión» donde se participa de los bienes espirituales y materiales en la gratuidad del amor cristiano: amor fraterno, misionero, abierto a la unidad de los hermanos separados; amor capaz de transformar las realidades temporales, y que busca, descubre y señala las nuevas miserias y los nuevos pobres de la tierra, cuidándolos y amándolos como Jesús nos mandó.
La Carta Apostólica «Tertio Millennio Ineunte» del Papa Juan Pablo II ha despejado y aclarado con luz nueva y penetrante el camino de la nueva Evangelización. Ha puesto de manifiesto la vigencia, todavía muy fresca, del Concilio Vaticano II, como el Concilio para el nuevo siglo de la Iglesia —el siglo XXI—. Constituye ya el marco luminoso y referencia obligada para toda programación pastoral de las Iglesias Particulares en los próximos meses y años. Para nuestra Archidiócesis de Madrid y su plan pastoral del presente curso, centrado en la transmisión de la fe, significa una guía doctrinal y pastoral de excepcional valor para su mejor y más aquilatada comprensión: de su espíritu y de sus contenidos.
Quiera Nuestra Señora, la Santísima Virgen, «la Estrella de la nueva Evangelización», ser «la aurora luminosa y guía segura de nuestro camino», Intercesora y Abogada nuestra: la Madre que nos acompaña sin cesar en todo tiempo y lugar, en todos los avatares de la historia.
Con todo afecto y mi bendición,