La excelencia del conocimiento de Cristo y el conocimiento del hombre
Mis queridos hermanos y amigos:
«Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor». Así se expresa Pablo a la hora de valorar todo lo que significó en su vida el encuentro con Jesucristo camino de Damasco. «Ganar a Cristo» y «existir en Él» se convirtió desde aquel momento crucial de su historia personal en el programa y contenido esencial de su existencia. Cuando Pablo se sincera ante los Filipenses desvelándoles el secreto de su vida y la clave de su vocación apostólica no estima «haber conseguido ya el premio» «o que ya esté en la meta», sino que se encuentra en plena carrera, lanzado hacia delante «para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús».
Al llegar la preparación cuaresmal de la Pascua del año 2001 a su punto culminante, la Liturgia de la Iglesia nos sitúa ante una experiencia cristiana, la de San Pablo, el Apóstol de las Gentes, siempre modélica para el itinerario de la vida cristiana de cualquier bautizado; pero, además, extraordinariamente actual ante los desafíos y las oportunidades que nos ofrece la hora presente a los cristianos y a la Iglesia en la realización de su misión en el mundo.
Porque ciertamente lo que importa señalar en primer lugar como «el principio y fundamento» de toda vida cristiana y de su credibilidad y verificabilidad espiritual y humana, del que depende que «esté» o «caiga» en su verdad y en su fuerza de convencimiento y atracción del hombre contemporáneo —tan indigente de testimonios auténticos de vidas nobles, plenas de sentido y esperanza— es «la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús». Conocer a Jesucristo con el entendimiento y la voluntad, con todo el corazón y todo nuestro ser como Aquél que cura y salva al hombre en el tiempo y en la eternidad; como su bien supremo; por lo tanto, como lo más excelente que le puede ocurrir en la trayectoria personal: eh ahí la esencia de toda vida cristiana y el objetivo central de toda la acción evangelizadora de la Iglesia. Pablo VI lo proclamaba bellamente así en la Exhortación Apostólica «Evangelii Nuntiandi»: «La Evangelización también debe contener siempre —como base, centro y a la vez culmen de su dinamismo— una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios» (EN 27). Y Juan Pablo II nos dirá en la «Novo millennio Ineunte»: «No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (NMI 29).
Vivir en Cristo, vivir de Cristo, irradiar a Cristo es nuestra mejor y más grande riqueza. Nada hay en el mundo comparable al amor de Cristo: ningún bien, ninguna persona, ningún proyecto de poder o de felicidad humana… San Pablo se atreve incluso a perderlo todo y declararlo «basura» con tal de ganarlo a Él, con «la justicia que viene de la fe». Al final el que gana a Cristo lo gana todo; y, por supuesto, gana al hombre. Porque ¿cómo no recordar que de nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo, si pierde su alma? (cfr. Lc 9,25). «Realmente —como enseña el Concilio Vaticano II— el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado», de Cristo, el Señor, muerto y resucitado por nosotros a fin de redimirnos del pecado y de la muerte eterna (GS 22).
Todos los problemas fundamentales del hombre se iluminan definitivamente y encuentran la respuesta verdadera a la luz de Cristo y de su Misterio Pascual. También el problema del trabajo. La Archidiócesis de Madrid pone hoy en marcha la Campaña 2001 contra el Paro, recordando cuanto trabajo cuesta encontrar trabajo. Sigue siendo muy difícil para muchos el poder tener un puesto de trabajo. Mujeres con cargas familiares, inmigrantes, jóvenes sin formación o mayores de 45 años se las ven y se las desean para obtener un empleo digno de tal nombre. El paro continua siendo uno de los graves problemas de muchos de nuestros conciudadanos en España y en Madrid a pesar del espectacular incremento de los puestos de trabajo, producido en los últimos años. La gravedad humana de la situación del paro permanente se desprende no solamente de la incapacidad inevitable de poder obtener por sí mismo lo necesario para su digno sustento y el eventual de su familia, sino de la exclusión del proceso de participación en la vida social y en la configuración solidaria y responsable de su destino, que sufre el parado. Al desempleado se le está negando la posibilidad del desarrollo de su personalidad en conformidad con lo que es: imagen de Dios, redimido por Cristo y hecho nueva criatura en el Espíritu Santo. Se le impide el cumplimiento del mandato del Creador y de su designio salvador de ir preparando el advenimiento de «los nuevos cielos y de la nueva tierra» en plena solidaridad y corresponsabilidad con los demás hombres: el advenimiento que esperamos por el triunfo de la Pascua de Cristo, ya irreversible, aunque pendiente de su revelación definitiva.
Ayudar a encontrar trabajo, promover una acción socioeconómica y política propiciadora de empleo estable y digno, acompañar al desempleado con la cercanía y el apoyo personal y familiar que le aliente y sostenga en su tantas veces dramática situación, abrirle cauces de ocupación responsable más allá del mercado de trabajo… todo ello y otras iniciativas más, que nuestras instituciones diocesanas responsables en la materia sugieren, deberían formar parte integral del reconocimiento cuaresmal de este año 2001 de que es lo que nos exigen hoy el amor de Cristo y la caridad cristiana, lo que nos pide en nuestro diario compromiso cristiano la buena noticia de la Pascua de Cristo y de nuestra transformación en Él. «Para conocerlo a Él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos».
Que María, la Madre del Salvador, la que le acompañó hasta el pie de la Cruz con la esperanza indestructible de su Resurrección, nos guíe con nueva y suave firmeza por el camino del conocimiento de la excelencia del amor de su Hijo y, así, del amor verdadero y eficaz al hombre.
Con todo afecto y mi bendición,